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LA COLUMNA | NACIONAL
Columna
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¿Qué crisis?

Josep Ramoneda

JUAN PABLO FUSI ha escrito en Abc que "España vive una grave crisis nacional, la peor crisis de la democracia desde 1975"; que la culpa es de la "política" -"el Gobierno, la oposición, los partidos y sus dirigentes, los medios de comunicación"-, y que hay que "recomponer el consenso democrático" para responder a una situación que no duda en calificar de excepcional.

Con el recuerdo del 23-F, cuando el Poder Ejecutivo y el Poder Legislativo estuvieron secuestrados varias horas; de la conjunción de la corrupción y los GAL en la galaxia del tardofelipismo, o de la guerra de Irak, en la que el presidente Aznar decidió obedecer a Bush contra la voluntad de la inmensa mayoría de los españoles, me resulta difícil entender que esta crisis sea -si es que crisis hay- la peor de la democracia. Que ETA esté menos activa que nunca, que Batasuna esté medrando a su manera para poder entrar en el sistema y que un partido independentista forme parte legítimamente del Gobierno catalán, ¿es la peor crisis de la democracia? Que los dos grandes partidos nos den el espectáculo -uno mucho más que otro, también hay que decirlo- de la guerra del insulto y la descalificación permanente, ¿es la peor crisis de la democracia? ¿O no recuerda Fusi lo que ocurrió, por ejemplo, en los meses previos a las elecciones del 93 y del 96? Los problemas que hay en la calle son los propios de un país que crece y que ha afrontado un intenso periodo de reformas, ni más ni menos. Nada que no pueda dirimirse en las urnas cuando toque. Nada, salvo el resentimiento de una derecha que no para.

El principal error de Zapatero ha sido emprender un proceso de fin de la violencia y otro de reformas territoriales (emparentados en algún punto) sin la complicidad del PP. Pero la complicidad era imposible, porque el PP decidió arrogarse el derecho de veto. ¿Qué había que hacer entonces? ¿Optar por el inmovilismo? Es ingenuo creer, como escribe Fusi, que hace dos años la organización territorial formaba parte de los problemas que estaban "definitivamente resueltos". Estaba consensuadamente postergada, que es algo muy distinto. Pero la posibilidad de que el consenso de la conllevancia se prolongara se rompió en la legislatura anterior cuando Aznar, con la mayoría absoluta, se subió al monte. CiU quiso seguir practicando la conllevancia, incluso con el PP, y le costó perder, primero, el monopolio del nacionalismo catalán y, después, el poder.

De lo que no se puede acusar a Zapatero es de la pésima gestión del 11-M que hizo Aznar. Si aquellos días las cosas no fueron de otra manera, fue porque el ex presidente quiso monopolizar el luto nacional y reconducirlo a su manera. De lo que no se puede acusar a Zapatero es de que los españoles decidieran confiar en él, después de todo lo que ocurrió. Y de lo que no se puede acusar a Zapatero es de que los perdedores intentaran quemar sus frustraciones con grotescas teorías conspiratorias. Algo falla en un partido de la envergadura del PP cuando hay que recordarle que Caín mató a Abel.

A inicios de la transición, todo era demasiado débil, empezando por la propia democracia y por los partidos, y sensatamente se creó el mito del consenso. Pero la democracia, cuando está estabilizada, tiene la confrontación política entre sus razones de ser. Precisamente porque no es lo mismo que gane la derecha o gane la izquierda, es lógico que cuando una gobierna dé pasos que la otra no daría. Zapatero lo ha hecho con una serie de reformas en materia de libertades, derechos, memoria y costumbres. Y éstas han chocado con la ideología e intereses de una Iglesia -la católica, que viene perdiendo casi todas las batallas desde que empezó la transición- y de un partido, el PP, que se ha alineado con la Iglesia como no había hecho ningún otro en treinta años de democracia. La mejor prueba del acierto de estas reformas de Zapatero es que casi nadie discute que lo más probable es que el día que vuelva a gobernar el PP no tire ninguna de ellas para atrás. ¿Que estas reformas han radicalizado a la derecha? Ciertamente, no es muy edificante una derecha que divide a la ciudadanía entre los normales (los suyos), tema preferido de Rajoy, y los demás, y que sublima su impotencia acudiendo a los juzgados para tratar de ganar lo que ha perdido en el Parlamento.

Y si todo esto ocurre en un contexto de buena situación económica y con la inmigración en fase de contención, ajustándose al mercado de trabajo, ¿hay que confundir el ruido con una gran crisis democrática? A veces las ganas de hacer un artículo para la historia inducen a dramatizar más de la cuenta.

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