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Crónica:NUESTRA ÉPOCA
Crónica
Texto informativo con interpretación

El declive de Oxford

La universidad inglesa decide su futuro, 800 años después de su inauguración

Timothy Garton Ash

Sentado con mis colegas en la dorada incomodidad del Sheldonian Theatre de Oxford esta semana, para debatir el futuro gobierno de la universidad más antigua de Inglaterra, pensé en aquella frase de G. K. Chesterton: la tradición es la democracia de los muertos. Un profesor de política observó que Oxford es una "cooperativa de trabajadores" desde hace 800 años, y esa cifra tan redonda de los 800 años siguió apareciendo sin cesar en el debate de la congregación, el parlamento soberano de la universidad. Los que se oponían a las propuestas de incluir personas ajenas a la universidad en las estructuras de gobierno lo hicieron en nombre del autogobierno democrático y la libertad académica; los defensores de la reforma propuesta citaron las normas actuales sobre el control externo y la transparencia de las instituciones que reciben dinero público y donaciones benéficas. En esta ocasión ganaron los que se oponían, pero la decisión puede someterse ahora al voto por correo de los más de 3.700 miembros del parlamento de la universidad.

El poder de la antigüedad, la belleza y la tradición intelectual sirve, hasta cierto punto, de contrapeso al poder de más gasto, organización e innovación
En Oxford, los profesores tienen que dedicar gran parte de su tiempo a atender procedimientos burocráticos, y a preocuparse por el dinero
El aumento de las tasas de matrícula exige otra cosa que también hacen las mejores universidades estadounidenses: una oferta suficiente de becas

Los aspectos organizativos concretos que se están discutiendo son complicados, pero el tema general del debate de Oxford está claro. Se trata de saber si Europa contará dentro de 20 años con universidades que sean centros de investigación de categoría mundial. Por ahora, Oxford y Cambridge son las únicas universidades europeas que figuran entre las 10 mejores del mundo en todas las clasificaciones, normalmente dominadas por las de EE UU. Pero incluso Oxford y Cambridge se mantienen por los pelos. Si las cosas siguen como hasta ahora, también se quedarán rezagadas. El poder blando de la antigüedad, la belleza, el mito y la rica tradición intelectual sólo puede servir hasta cierto punto de contrapeso al poder duro de más gasto, mejor organización y más innovación.

Mi vida académica se desarrolla a caballo entre Oxford y Stanford, y veo el contraste cada vez que cruzo el Atlántico. Cuando estuve en Stanford este año, la universidad estaba dando los últimos toques a una nueva campaña para recaudar 4.300 millones de dólares de aquí a finales de 2011, de los que tiene ya prometidos casi 2.200 millones. Stanford cuenta ya con una dotación que es aproximadamente el doble de la de Oxford. Las tasas de matrícula equivalen, por término medio, a unas cinco veces las de Oxford, que calcula que pierde unas 5.000 libras por estudiante a causa del límite que fija el Gobierno a lo que puede cobrar.

Oxford sigue teniendo muchas ventajas: entre otras, una tradición intelectual característica, un estilo común de pensamiento y debate -preciso, empírico, escéptico, irónico- que quedó patente en la discusión del Sheldonian. Sin embargo, hoy día, en Oxford, los profesores tienen que dedicar gran parte de su tiempo a procedimientos burocráticos, muchos de ellos impuestos directa o indirectamente por la administración, y a preocuparse por el dinero. En Stanford veo que pasan mucho menos tiempo hablando de dinero que sus colegas de Oxford, porque tienen más. También veo que las grandes universidades de EE UU -tanto públicas como privadas- tienen mucha más seguridad en sí mismas. No suelen tener ninguna duda de que cumplen un papel vital en el desarrollo de sus sociedades, tan importante como el de las empresas, los tribunales, los medios de comunicación o los profesionales de la sanidad.

El problema es más amplio. El Reino Unido, como Francia y Alemania, dedica sólo el 1,1 % de su producto interior bruto a la educación de tercer ciclo. EE UU dedica el 2,6 %; 1,4% de origen privado y 1,2% de origen público. Es decir, el gasto público de EE UU en educación es mayor que nuestro gasto público y privado combinado. Europa habla sin cesar de una "economía basada en el conocimiento", pero EE UU lo lleva a la práctica. Y detrás le siguen, llenas de empuje, las economías asiáticas.

¿Qué se puede hacer? Una opción sería que los contribuyentes europeos pagaran mucho más por sus principales universidades nacionales; hay tantas probabilidades de ello como de que el Coliseo romano se traslade a Nottingham. Otra alternativa sería que Europa pusiera en común sus recursos. Se ha hecho, con resultados magníficos, en los laboratorios de la física de partículas del CERN, cuna de Internet. Pero no puedo imaginarme a ninguno de los grandes países europeos aceptando, por ejemplo, que el único departamento verdaderamente importante de historia esté en Francia y que, a cambio, el único departamento de geografía de categoría mundial esté en Alemania.

Paso de cangrejo

La tercera opción es hacia la que se encamina Oxford con su habitual paso de cangrejo: un modelo que combine la financiación pública y la privada, sin copiar servilmente a las grandes universidades estadounidenses, que también tienen sus defectos, pero sí adoptando algunas de sus fórmulas, unas u otras según los casos.

En el caso de Oxford, podríamos hacer varias cosas estrechamente relacionadas. Tendríamos que mejorar nuestros métodos para recaudar fondos, lo cual, en Oxford, significa coordinar los esfuerzos de los colegios universitarios y la administración central de la universidad. Según sir Peter Lampl, un filántropo que ha estudiado el tema con todo detalle, Oxford recibe dinero de menos del 10% de sus antiguos alumnos, mientras que Princeton lo recibe de más del 60%. Es absurdo y es fundamentalmente culpa nuestra, aunque tampoco vendrían mal unos retoques a la ley fiscal sobre donaciones. Entonces podríamos pedir al Gobierno y al Parlamento británicos que nos dejaran subirnos los sueldos hasta, pongamos, 10.000 libras (unos 15.000 euros) al año, aproximadamente dos terceras partes de los de Stanford, en vez de una quinta parte como ahora. El ministro de Hacienda y probablemente futuro primer ministro, Gordon Brown, ha dicho que lo tendrá en cuenta la próxima vez que se revise el límite actual de las matrículas, en 2008, y una de las prioridades implícitas en la propuesta de reforma del gobierno de Oxford es aumentar las probabilidades de que se produzca.

Tasas y becas

El aumento de las tasas de matrícula exige otra cosa que también hacen las mejores universidades estadounidenses: una oferta suficiente de becas para todos los alumnos que no pueden pagar esas cantidades. En el contexto británico significaría además redoblar nuestros esfuerzos para garantizar que los alumnos procedentes de ambientes más pobres y de las escuelas estatales no se desanimen por la combinación de la matrícula, la carga de los préstamos del Estado a los que se acogen los estudiantes para costearse el mantenimiento y la imagen de glamour y esnobismo que tiene Oxford (y que no coincide en absoluto con la realidad de hoy). La costumbre estadounidense de ofrecer más facilidades de ingreso a los hijos de antiguos alumnos y donantes generosos -así es como George W. Bush logró entrar en Yale- sería aquí completamente inaceptable. Porque Oxford, al fin y al cabo, es una ciudad europea.

Éstos son los factores que van a decidir el futuro de Oxford. La reforma propuesta no es más que un medio para un fin más amplio. Puede parecer que es doblegarse a las exigencias del Gobierno, pero su propósito a largo plazo es el contrario: conseguir que seamos menos dependientes del Estado y más capaces de mantener la calidad académica y la independencia gracias a nuestros propios recursos y a nuestra manera. Por eso soy partidario de ella, pese a todas sus imperfecciones.

Si Oxford puede tomar estas medidas cruciales y de más alcance, es posible que logre conservar su sitio como universidad de investigación de primera categoría. Pero la decisión no está sólo en manos de los que votamos en Oxford. Está también en manos de los votantes británicos y, más en general, de las sociedades europeas. Tal vez éstas prefieran, al final, el bien social que representa una enseñanza superior de masas, gratuita y de bajo coste, y abandonen la ambición -que las universidades europeas tienen desde que Wilhelm von Humboldt inventó el modelo de la universidad moderna hace 200 años- de aunar la enseñanza con la mejor investigación. Si seguimos como hasta ahora, acabaremos seguramente ahí. Así que conviene que Europa tenga al menos un gran debate, como Oxford, y tome una decisión consciente.

Traducción de M. L. Rodríguez Tapia

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