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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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El griterío y la nación imperfecta

Josep Ramoneda

Han pasado ya diez días desde la pitada al himno nacional español en la final de la Copa del Rey y el debate -si es que así puede llamársele- sigue en los medios de comunicación, especialmente en los artículos y en las cartas de los lectores. Hemos leído que no hay país serio en que estas cosas ocurran; que esto demuestra que España va a la deriva y que no hay autoridad que haga respetar las instituciones y los valores; que el partido debería haber sido suspendido; que se tendría que prohibir a los dos clubes disputar la competición; que no se pueden permitir ataques a cosas tan sagradas; que vamos hacia un país tribal; y otras lindezas parecidas. Y hemos oído a gente que se declaraba profundamente ofendida y dolorida por el ultraje a un himno que sienten como propio y les provoca escalofríos cuando lo oyen.

Nada hay más personal e intransferible que los sentimientos, todo el mundo tiene derecho a emocionarse con lo que le apetezca. Probablemente me falta la fibra de lo patriótico, por eso me resulta difícil de entender que se puede convertir en trascendental algo tan trivial como una bandera o un himno. Y que, a río revuelto, se quiere presentar al Rey como un personaje intocable, que no está expuesto al abucheo o a la crítica como cualquier otro personaje público.

Por supuesto, hay una correspondencia en la manera de entender las patrias y los símbolos entre los que se sienten ofendidos y los abucheadores. Los que silbaron en Mestalla responderían de forma parecida a los ofendidos si los pitos fueran contra el himno nacional catalán o contra el vasco. Descargarían la misma lluvia de improperios y, al mismo tiempo, se sentirían plenamente gratificados, porque no hay nada que dé tanto placer, aunque sea masoquista, al patriota que la ofensa del patriota de la parroquia rival. Son, por tanto, querellas entre creyentes en esta realidad inefable que son las patrias. Por supuesto, la pitada estaba programada para conseguir los efectos de irritación del otro nacionalismo, que le daban justificación y sentido. Nada legitima más a un nacionalista ante los suyos que la indignación del nacionalismo de signo opuesto. Es la parte espectáculo del asunto. Cada cual cumplió el papel asignado: unos, silbando; los otros, ofendiéndose. Y así se alimentan mutuamente.

Pero más allá de este lado pintoresco de la cuestión, que perderá relevancia en la medida en que se convierta en hábito, en un ritual más del folclor colectivo, está la realidad política que estos desencuentros expresan. ¿Por qué en España se silba al himno nacional y el jefe del Estado no se levanta y se va como ocurrió en Francia? Sencillamente, porque hay suficiente sentido común para saber que Francia completó con éxito -con muchos damnificados por el camino, como en todo proceso de este tipo- su proceso de construcción nacional, y España, no. España es una nación imperfecta, que lleva inscritas otras naciones en falta, porque no han tenido la capacidad de transformar su potencia en acto. Lo cual significa, inevitablemente, tensiones. Por tanto, hay sectores importantes de ciudadanos que no se sienten cómodos en la actual organización del Estado, especialmente en Cataluña y en el País Vasco. Y hay ciudadanos que sienten rechazo hacia los signos unitarios del Estado. Y lo expresan, y la libertad de expresión les da derecho hacerlo. Nos puede gustar más o menos la manera de hacerlo. A mí personalmente este tipo de algaradas me dejan frío. Pero todo es útil si se sabe escuchar.

El Estado de las autonomías está en un punto crítico. Se ha llegado probablemente al tope de sus posibilidades de despliegue en su forma actual, sin que con ello se haya conseguido una articulación política satisfactoria para todos. En la medida en que ha funcionado, ha creado unos sistemas de poder y de intereses que requieren otro marco. El PSOE pareció dar el paso -con el discurso de la España plural- a una fórmula más federal, pero a medio camino se asustó y pegó un frenazo. El PP quiere cerrarlo, ponerle límites definitivos. Y desde los nacionalismos periféricos se levanta la voz: "el proyecto de España se ha estropeado", ha dicho una voz tan prudente como Jordi Pujol. Hay que aprender a vivir con el conflicto y con los silbidos. Las querellas de sentimientos no llevan a ninguna parte. Y la política de zoco que intenta acallar las protestas regalando peladillas, tampoco. Pero la realidad es la que es. Y reclama la valentía de explorar soluciones, a la que Zapatero renunció, salvo que se quiera poner al país ante la disyuntiva entre cierre autonómico o independencia. -

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