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UN ASUNTO MARGINAL | OPINIÓN
Columna
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El horror

Enric González

Llegué prevenido al Congo, que entonces se llamaba Zaire. Sabía que el aeropuerto de Kinshasa era un lugar tumultuoso, y no me sorprendió que los equipajes fueran directamente a las oficinas de la policía. Me sorprendió algo más que un policía, vestido con un elegante traje italiano, me propusiera "negociar". "Yo tengo su mochila; usted tiene en la mano un ordenador, pero no hace falta que me lo dé: también le tengo a usted". El policía se marchó sonriente y me encerró con llave. Volvió al cabo de una hora. "¿Negociamos ya? Le pido 700 dólares". Un par de horas más tarde, la negociación estaba concluida. Pagué 400 dólares por mi mochila, mi ordenador y un salvoconducto (un simple papel garabateado, que, sin embargo, funcionó) para llegar a Goma, una ciudad oriental junto a la frontera ruandesa.

Creía estar llegando, como el personaje de Joseph Conrad, al corazón de las tinieblas. Lo era

Kinshasa es una ciudad inmensa, caótica, violenta. Por entonces, hace 13 años, albergaba una considerable colonia de yonquis blancos. La calle era un continuo tejer y destejer de tumultos, acompañados por una banda sonora exquisita: ni en Nueva York, ni en Johanesburgo, ni en ninguna parte hay músicos urbanos como los de Kinshasa.

Dos días después conseguí un vuelo hacia Goma. Creía estar llegando, como el personaje de Joseph Conrad, al corazón de las tinieblas. Lo era. Era también el corazón de la luz. A unos kilómetros, al otro lado de la frontera, Ruanda se desangraba en un genocidio atroz. En el bellísimo lago Kivu flotaban cadáveres hinchados. Y Goma, que llegó a ser un destino turístico (el paisaje, el exotismo, los gorilas ocultos en las colinas neblinosas) hacía lo que podía con el desastre: hacía negocio. Empezaban a llegar periodistas y cooperantes; algunos fugitivos ruandeses (ministros, banqueros, empresarios) traían maletas de dinero, y se disfrutaba, en general, de una efímera prosperidad, mezclada con una felicidad furibunda, fisiológica.

Mucho más tarde, con la región convertida en un inmenso campo de refugiados, cuando los enfermos de cólera morían por decenas en las calles y hasta el último arbusto había sido utilizado en las hogueras diminutas donde se cocinaba la miseria, conocí por casualidad a un tipo interesante.

Mi ordenador no funcionaba (luego supe que un insecto electrocutado bloqueaba la batería) y no podía transmitir, y alguien me habló de un griego, traficante de diamantes, que poseía en su casa un teléfono por satélite. Caminé unos kilómetros hasta la residencia del griego, en lo alto de una colina, y llamé a la puerta. Me abrió un hombre alto, con los rasgos estilizados que suelen atribuirse a la etnia tutsi. Pregunté por el griego, pero se había largado a algún lugar más tranquilo. Le rogué al hombre que me dejara utilizar el teléfono, con la tarifa usual de 10 dólares por minuto. Se negó. Permanecimos unos diez minutos discutiendo en el umbral, sin que el tipo pareciera dispuesto a ceder. En un momento dado, por un lapsus, insistí en que transmitir mi crónica a Barcelona (en realidad, transmitía a Madrid) era cuestión de vida o muerte.

El tipo se quedó inmóvil y me miró con atención. "¿Barcelona?". No supe qué decir. Supuse que la palabra "Barcelona" resultaba un misterio para mi interlocutor. Pero no. Aquel hombre, que en la vida se había movido de las cercanías del Kivu, levantó un puño cerrado y habló casi a gritos: "¡Visca Catalunya, lliure i socialista!". Pueden imaginarse el pasmo. Resultó que un misionero catalán le había enseñado a escribir en francés y a decir esa frase, con un acento catalán casi perfecto. Pude utilizar el teléfono y compartir con mi anfitrión unas tazas de café.

Me contó un montón de desgracias. Su mayor preocupación, dijo, consistía en que los soldados congoleños, que ya no recibían los sobornos regulares del griego, asaltaran y saquearan la casa. Eso podía ir acompañado de su propio asesinato, a poco que fueran mal las cosas. Antes de despedirnos le pregunté si podía hacer algo por él. Respondió con una sonrisa: "Deme algo de dinero, lo justo para pagarme una cena y una mujer; la vida es hermosa y hay que disfrutarla".

Nunca vi gente con tanta alegría como en aquel pozo de horror.

Las matanzas prosiguen, 13 años después, en el Kivu. Soldados y milicias celebran una interminable orgía de muerte, y vale cualquier excusa: el odio interétnico, la venganza personal, el robo, un simple malhumor. La ONU ha denunciado que la masiva violencia sexual sobre la población civil, hombres, mujeres y niños, ha alcanzado una crueldad inimaginable. Les ahorro los detalles del informe.

A veces pienso en el hombre del teléfono. Quizá esté vivo, quizá siga diciendo que "la vida es hermosa y hay que disfrutarla". Quizá tenga razón. Eso forma parte del horror. -

Vagabundo en África, de Javier Reverte. Random House Mondadori. 479 páginas

Un grupo de rebeldes congoleños se prepara para el combate cerca de Kinshasa.
Un grupo de rebeldes congoleños se prepara para el combate cerca de Kinshasa.REUTERS

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