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FUERA DE CASA
Columna
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Esa jodida tierra

Comíamos huevos fritos con boquerones en un mercado de Madrid, el de Barceló -todavía real, literario aunque cercano a la extinción, reconversión, privatización o como llamen a esas especulaciones de nuestros espacios civiles-, en un bar e invitados por el buscador de rarezas, galerista, taurino y testigo de nocturnidades Chiqui Abril.

En la celebración estaban dos hermanas García Lorca, Gloria y Laura. No era el momento ni el lugar para recordar tumbas, pero no pudimos evitarlo. Más allá de los comunicados oficiales, de las entrevistas, de los silencios o las declaraciones, la familia Lorca vuelve por donde solía. Lejos de circos mediáticos.

Desde hace muchas décadas vienen diciendo lo mismo: no quieren mover los restos de Federico. Asesinado, enterrado con otros muchos en una fosa, en un barranco; como uno más, muerto entre buena gente. Entre maestros, obreros, banderilleros o campesinos. Gentes del pueblo, de su pueblo. Había sido un niño rico, un joven amable, y era un autor famoso que sabía disfrutar de los placeres de la fama sin olvidar a los pobres de la tierra. Era una provocación para aquella calaña que tomó el poder a golpes de muerte y nocturnidad.

En Víznar y alrededores mataron a centenares como Federico. Él era el poeta, y los otros, los que habitaban sus poesías

En Víznar y alrededores mataron a centenares de gentes como Federico. Él era el poeta, y los otros, los que habitaban sus poesías. Murió en ese lugar, que un día de brumas de hace diez años recorrí con otro poeta de Granada, con otro García. Triste lugar, residencia en la tierra de una tristeza que sentimos, como la sintió Marguerite Yourcenar, como la han sentido los que han paseado por aquel doliente paraje, sin parques, sin tumbas, sin fuentes ni placas: no hacían falta para la emoción. Montones de huesos bajo la tierra de muertos sin razón, sin piedad, sin juicio, sin derecho y sin valentía. Así matan los asesinos, los cobardes, los injustos y los malversadores de la verdad.

Contaba Isabel García Lorca, la hermana pequeña, que su hermana Gloria la conminaba a no llorar: "Nosotros no tenemos que llorar. ¡Que lloren ellos!". Y para darse fuerzas recordaba un verso de Federico: "La tristeza que tuvo tu valiente alegría".

La familia se exilió a Nueva York, con tristeza, quizá con lágrimas. Al partir el barco que les alejaba de su vida, su tierra, sus huertas y sus gentes, Federico García Rodríguez, padre del poeta, pronunció con dolor y firmeza unas palabras: "No quiero volver a esa jodida tierra". No volvió. Cada día la añoraba. Cada día pensaba en ella y en su hijo muerto, asesinado, enterrado en un barranco. Murió con dignidad y sepultura en tierra extraña. Allí murió, allí nacieron otros García Lorca, allí para siempre sus huesos, su sepultura. La de su hijo Federico está en todas las partes. En la memoria de millones. Aunque también esté en un barranco del lugar de Víznar.

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