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LA COLUMNA | OPINIÓN
Columna
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Contra la ley natural

Como no todo va a ser meterse con el Gobierno, ya llueva, ya luzca el sol, bueno será recordar que el 27 de mayo de 2006 el BOE publicó la Ley sobre técnicas de reproducción humana asistida, que derogaba otra ley del mismo nombre de 1988 y su modificación por una más de 2003. La promulgación de la nueva ley podía entenderse, pues, como último paso de una legislación iniciada muy pronto en España, en la segunda legislatura socialista, que, modificada por el PP, ha disfrutado de amplio consenso en el conjunto de la sociedad española. También consiguió amplio acuerdo, un año después, la Ley, de 3 de julio de 2007, de investigación biomédica.

No es cosa de proceder aquí a un análisis de ambas leyes. Bastará decir que con ellas se abría el camino para romper, con todas las garantías legales, el imperio de la naturaleza sobre la historia en un elemento central de la concepción creacionista del mundo: el hecho de nacer. No porque la vida pudiera surgir de la nada, utopía situada más allá del horizonte actual de la ciencia, sino porque la vida era susceptible de clonación, también en seres humanos, a los que según aquella visión del mundo un ser divino insufla un espíritu eterno, creado, ahora sí, de la nada, en el momento de su concepción.

La posibilidad técnica -prohibida por la ley- de clonar seres humanos con fines reproductivos produjo vértigo a los guardianes del sentido de la vida y administradores de los ritos de la muerte, en nuestro país, desde remotos tiempos, monopolio de la Iglesia católica, intérprete por derecho divino de la ley natural. La Conferencia Episcopal desencadenó, pues, una campaña en la que todo valía, desde la mentira al insulto y a la acusación digna de llevar a sus autores ante el juez de guardia. No faltó obispo que calificara la ley de "cruel, discriminatoria, totalitaria", o denunciara la matanza de hijos "engendrados por el camino" para obtener el hijo deseado, o evocara a Hitler como inspirador de los laboratorios para la "producción de objetos". Se habló de la "malicia radical" de la Ley y se presentó a "nuestros legisladores" como "conducidos por una mentalidad profundamente amoral".

Los socialistas de ahora aguantaron la campaña y las manifestaciones callejeras encabezadas por obispos, aunque -nadie sabe por qué- iniciaron su segunda legislatura con ánimo compungido, como pidiendo perdón: poco faltó para que organizaran un baile en honor del singular personaje enviado por el Papa a templar gaitas, y nada detuvo al ministro de Hacienda para subir del 0,52% al 0,7% la asignación al capítulo de culto y clero, que era como se llamaba en tiempos de Isabel II, cuando la religión católica era religión del Estado. Si a los obispos les entró el vértigo ante el abismo de la reproducción asistida y de la investigación biomédica, al Gobierno le dio el tembleque por el enfado de la Iglesia ante la posible pérdida de su monopolio sobre el origen de la vida y la liturgia de la muerte.

Y de aquellos polvos, estos lodos. Crecidos, con la sonrisa del triunfo en la cara y la bolsa repleta de denarios, los obispos entran de nuevo en campaña. Se trata de que la gente no vaya a creer que una nueva vida puede ser genéticamente seleccionada con la finalidad de salvar otra y hacer felices a papá, a mamá y al hermanito enfermo y que todos -familias católicas incluidas- lo celebremos y sintamos una profunda emoción ante este triunfo de la razón sobre el desafortunado azar, de la ciencia sobre el capricho de la ley natural; o que nadie, por lo siniestro del caso, caiga en la tentación de pensar que el aborto practicado a una criatura de nueve años, violada por su padrastro, es un acto de humanidad y que asesino sería quien dejara seguir su curso al embarazo, como una fatalidad impuesta por la ley natural; o, en fin, que a nadie se le ocurra opinar que el padre de una joven condenada a vida vegetal es sencillamente humano en su combate, ejemplar, admirable, por poner fin a tal dislate. No, nada de esto es legítimo y quienes practican estas artes son asesinos: eso dicen, al menos, los obispos españoles.

Un bebé en España, una niña en Brasil, una joven en Italia: la razón, la moral y la piedad están del lado de quienes en un caso han devuelto la salud y la vida, en otro han reparado un crimen y en el último han puesto fin a una tragedia. La jerarquía católica califica esos actos como asesinato y eutanasia. El Estado, por decir esas cosas, le paga una buena soldada y organiza fiestas en la recepción de sus jerarcas. Bien, quizá sea que aún no hemos salido de los tiempos en que Isabel II se entendía a lo divino con Pío IX. -

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