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TESTIMONIO

"Me morí el 28 de febrero de 2002"

Desde siempre, los dedicados a la literatura autobiográfica han tenido un grave problema respecto del momento elegido para poner punto final. Lo apunta Sandor Marai, que opta por la estabilización de un tipo de vida; pero se trata, como ya he afirmado, de una preocupación generalizada. Gide concluye que hay que terminar cuando se nota el despertar de la vida o de los sentidos o cuando se prevé la muerte. En general, ésta se considera el punto final correcto, y la mayoría opta por él, más en la teoría que en la práctica: se escribe hasta cualquier momento y luego se deja la publicación a los familiares cuando has desaparecido. Chateaubriand aseguró, así, escribir desde el féretro, y Mark Twain, desde la tumba, porque "ya habré muerto cuando el libro salga de la imprenta"; algo parecido hizo Kipling. Todo ello resulta un poco fúnebre. Queda, además, el problema de cómo abordar la propia desaparición. Dos escritores que me producen entusiasmo, Raymond Aron y Josep Pla, lo han hecho de una manera parecida; es decir, con simplicidad y de forma directa. Así pues, viene a decir Pla, sufrí un infarto del que proporciona la fecha. Evitando el carácter fúnebre, y con parecida simplicidad, voy a aprovechar mis especiales circunstancias para abordar las páginas finales de este libro.

No he sido un testigo singular de nada importante, pero he vivido desde un observatorio un momento decisivo en la vida de un país con sus fracasos parciales y sus considerables éxitos
La enfermedad te ayuda a redescubrir y repensar lo esencial e incluso a disfrutar todo lo posible. Adquirida la conformidad ante la muerte, cualquier posibilidad de vida en el tiempo debe ser abordada con intensidad y entusiasmo
La enseñanza más importante que se recibe de la experiencia de la enfermedad es la de la solidaridad. Se refiere a la especie de comunión entre el enfermo y quienes le cuidan
Algo que descubres cuando te paseas al lado de la muerte es la inmensa capacidad de olvido selectivo de la que dispone el ser humano como una especie de caparazón protector

Yo me morí el 28 de febrero de 2002. Jugaba habitualmente los fines de semana al tenis con mi amigo el sociólogo José Ignacio Wert. Quizá, sin embargo, sería más correcto decir que sudaba practicando un arte que la mirada ácida de mi hijo describía como una combinación entre la danza de Nijinski y el manejo de la sartén por parte de Carlos Arguiñano. Un domingo sentí un escalofrío cuando ya estaba en casa de vuelta de hacer ejercicio; quizá tardé en ducharme, y con ello me resfrié. Al día siguiente tenía que participar en la tertulia de la SER con Iñaki Gabilondo. Lo hice, pero volví luego a casa porque me encontraba mal. Estuve una semana en cama con una fiebre variable, a veces muy alta; pensamos, sin embargo, que era una gripe, y el médico recetó la medicación habitual. Pasados esos días, como empeoraba, mi mujer llamó a un médico de urgencia, que me envió a la clínica en ambulancia. Recuerdo que al poco tiempo una médica joven, rubia y menuda me anunció que me iban a trasladar a la unidad de cuidados intensivos. Le dije que me sonaba más bien impresionante.

A partir de este momento permanecí dos meses y tres semanas en la UCI en situación de coma inducido. Parece que me sucedió una catarata de desgracias; padecí una septicemia y un fracaso multiorgánico. Hasta tres veces me operaron -del corazón, del abdomen, de la pleura-, comunicándole a mi mujer que era casi segura mi muerte. Pero salí adelante. En el fondo, lo que padecía era un mal funcionamiento de la médula, o sea, que tenía como consecuencia dejarme por completo indefenso ante una pulmonía como aquella por la que pasé. Me había hecho análisis previos que señalaban algo peculiar al respecto, pero se había desechado que fuera de importancia.

Durante todos esos días no me enteré de nada: no padecí dolores ni recuerdo prácticamente nada. Tuve, no obstante, extraños sueños en los que aparecía gente tan variada como el historiador Tuñón de Lara y la infanta Cristina. A mayor abundamiento de la rareza, el escenario de esos sueños era la Guerra Civil, y tenía que ver vagamente con la novela de Javier Cercas Soldados de Salamina, que yo estaba leyendo entonces, pero con trastueque de los personajes y los acontecimientos. Tenía la sensación de que yo sabía el final de la Guerra Civil, y el resto de los personajes que me rodeaban, no. Todos ésos eran sueños plácidos, que incluían al entorno familiar inmediato, mi mujer y mis hijos. Cuando a ellos les permitían entrar a la UCI a verme, me hablaban todos, pero sólo cuando tomaba la palabra Veva se alteraba un poco mi electrocardiograma. De alguna manera soñaba un futuro sin problemas para ellos (incluido un segundo matrimonio de Veva). Pero también hubo sueños angustiosos relativos sobre todo a una supuesta mala relación entre mis padres, que nunca tuvo lugar, o al hecho de que los persiguieran por delitos económicos, algo también nada imaginable desde cualquier punto de vista.

Tras esas once semanas desperté. Veva entró en la UCI y me dijo: "Ahora ya te vas a recuperar". Pero el estado en que estaba era más bien catastrófico. No podía hablar porque me habían practicado una traqueotomía. Mi cuerpo estaba lleno de cicatrices y deformado por las operaciones. A mi mujer le dijeron sucesivamente que, a pesar de haber salido adelante, quizá padeciera una lesión cerebral -pronto, sin embargo, comprobaron que no me había vuelto aún más tonto de lo que ya era- o que estaba condenado a la diálisis perpetua (eso tampoco sucedió). Empecé sólo entonces a padecer el dolor y la incomodidad permanentes.Con una avanzada atrofia muscular, para mí era un sufrimiento insoportable el mero hecho de que me sentaran en un butacón. Tuve que reaprender no ya a andar, sino previamente a tocarme con el pulgar el resto de los dedos de la mano; había olvidado incluso cómo respirar correctamente por haber permanecido con respiración asistida. Comía y de forma inmediata vomitaba; cuando empecé a conservar alimento tuve una úlcera y luego una obstrucción intestinal. Durante semanas no pude leer por dos razones: no conseguía concentrarme, pero tampoco sostener entre mis manos el libro; así me sucedió con las memorias de José Ortega Spottorno.

He debido reconstruir estas sensaciones a la vez con esfuerzo y con la ayuda de los demás, porque algo que descubres cuando te paseas al lado de la muerte es la inmensa capacidad de olvido selectivo de la que dispone el ser humano como una especie de caparazón protector. Es una de las bendiciones de que disfrutamos los seres humanos, y sólo entonces se hacen presentes.

Cierta normalidad

Tras la estancia en la clínica, muchas semanas más hasta julio, luego en casa, fui llegando a una vida de cierta normalidad. Sólo lo logré de forma paulatina: en más de una ocasión exigí a los míos y obtuve la satisfacción de extravagancias como pedir a las tres de la madrugada un helado de vainilla con nueces de macadamia. La normalización no fue nunca absoluta, a pesar de que pude volver a parte de mi vida profesional. Durante muchos meses he sentido la enfermedad cada hora de mi vida. No he tenido nunca la angustia de la muerte inminente y tan sólo en ocasiones algo parecido a un dolor que me pareciera insoportable; curiosamente fue, como ya he escrito, cuando me empezaba a levantar de la cama y me sentaba en una butaca. Pero sí he experimentado la presencia cotidiana de dos sensaciones que, combinadas,convirtieron mi vida en algo muy poco agradable. En primer lugar, la sensación general de desfallecimiento que acompaña a la anemia, y que, por supuesto, siendo muy variable en grado, dependía también mucho de los días. En segundo lugar, el dolor persistente en una herida del coxis, consecuencia de la estancia prolongada en la UCI, que se convirtió en siempre presente aunque cambiante de acuerdo con la postura adoptada. Sobre todo sabías que estaba destinado a incrementarse a lo largo del día y destinado a reproducirse al día siguiente. De él nacía la poco agradable sensación de que uno podía estar pudriéndose. Lo que se dice en el libro de Job -"me han tocado días de aflicción"-, se cumplía puntualmente en mi caso. Con dos agravantes importantes de índole no física. En mi desgracia padecí, como agravantes, el inconveniente de no poder disfrutar del privilegio de la amistad. Como dijo Pla de sí mismo, yo he tenido no tantos amigos íntimos, pero sí muchos conocidos y un sinfín de saludados; mis limitaciones físicas me impedían el contacto con ellos. Pero, sobre todo, en mis circunstancias resultaba imposible no polucionar el entorno familiar y afectivo más inmediato: impones a los tuyos una parte de tu sufrimiento. Lo haces en parte de forma involuntaria, pero también con un egoísmo absoluto y absorbente del que eres parcialmente consciente. Dice Hebbel que la alegría generaliza y el dolor individualiza. Más a ras de tierra, como hay que tratar de estas cosas, Pla concluye que cuando nos encontramos bien pensamos en los demás, pero cuando no tenemos salud pensamos tan sólo en nosotros mismos.

Frase excesiva

El psicólogo Victor Frankl escribió que "vivir es sufrimiento y sobrevivir es encontrar sentido al sufrimiento". Yo creo que esa frase es excesiva. En la vida encuentras sufrimiento, pero también sobreabundancia de goce. No siempre encuentras sentido al sufrimiento, incluso cuando tienes el mayor interés y te empeñas en la dedicación por sobrevivir y superarlo. Pero lo tiene.

Sterne se preguntaba si había aprovechado bien sus sufrimientos como corresponde a un hombre inteligente. Tampoco soy totalmente idiota, o sea, que debería haberlo hecho. No estoy, sin embargo, seguro. Lo que sí es cierto es que rondar la muerte te acerca a cierta clase de sabiduría a la que es difícil que accedan quienes no hayan pasado por esa experiencia o la hayan visto próxima a los muy allegados. Es así porque, a comienzos del tercer milenio, la enfermedad y la muerte parecen casi siempre algo lejano y ajeno, que le sucede a otra gente, e incluso la consecuencia de un error de quienes la padecen. En cualquiera de estos casos parece que es inevitable tratar de ella con una especie de pudor generalizado. Pero la enfermedad o la muerte no tienen nada que ver, en muchos casos, con una culpa propia, ni siquiera con la falta de prevención o el desaseo. En mi caso se trató de una alteración genética, imposible de evitar, y la existencia de un mal bicho, denominado estafilococo áureo, que bajo un nombre pomposo oculta en ciertas condiciones unas considerables ganas de hacer la vida poco agradable a los seres humanos. En definitiva, lo que me pasó a mí le puede ocurrir a cualquier persona y en el momento más inesperado.

No pretenderé que entonces se descubran verdades que nada tengan que ver con lo que el enfermo ha creído y vivido en el resto de su vida. Lo que es evidente es que se palpa ese sentido de la esencial indigencia del ser humano. Escribió Pascal que "la enfermedad es la condición natural del cristiano", pero eso vale también para quien no lo sea. El cuerpo es normalmente un compañero fiel y obediente de tu ánimo e inteligencia, pero, de repente, deja de serlo y, como bien escribió Pla, "lo sientes" (no es así en condiciones de salud). Descubres que es mucho más complicado de lo que te imaginas; que se compone de líquidos, secreciones y mucosidades, y que tiene sus exigencias que impone a menudo de modo perentorio, afectando a tu estado de ánimo y a tu inteligencia. La sabiduría que te ofrece la cercanía de la muerte no es la de que puedes desaparecer y que, en definitiva, un día no estarás; eso se sabe siempre, aunque se suela trasladar al tiempo remoto. La enfermedad te ayuda a redescubrir y repensar lo esencial e incluso a disfrutar -a ansiarlo, por el momento- todo lo posible. Adquirida la conformidad ante la muerte, cualquier posibilidad aun limitada de vida en el tiempo o con pesadas incapacidades debe ser abordada con intensidad y entusiasmo. Los que han padecido el totalitarismo, como el Nobel húngaro Imre Kertesz, se ponen a menudo demasiado lúgubres asegurando que "se debe escribir siempre desde la muerte". No es así, sino exactamente lo contrario, sobre todo cuando gozas del privilegio de aceptar tu destino.

La enfermedad difícilmente puede ser sobrellevada con un esfuerzo meramente individual, pero hay en ella un poso inevitable de soledad absoluta. Si es grave se puede considerar que es también la plenitud de la vida. De ella es posible obtener mucha sabiduría. De forma inevitable se impone la meditación sobre el yo, sobre las raíces propias y el balance acerca de la personal trayectoria. Aparece más claro que nunca ante tus ojos el argumento que la ha presidido -y seguirá haciéndolo, caso de que sigas adelante-; eres consciente de que todo es irreversible, que te has equivocado en una infinitud de ocasiones, pero que también acertaste en algunas. Consigues respecto de ese pasado una distancia irónica. Y llegas a pensar que quizá tenga sentido comunicárselo a los demás. No puedo negar que, aunque siempre pensé que escribiría este libro, la experiencia de la muerte me ha incitado de forma especial a hacerlo. Uno no puede ser tan megalómano o egocéntrico como para escribir sobre sí mismo sino situado en condiciones límite.

Pero además recibes ayudas inesperadas. No por virtud o capacidad propias, sino por las circunstancias de la vida, el Hado o la misericordia divina, vaya usted a saber, he tenido siempre la satisfacción de vivir tiempos interesantes, eso que los chinos consideran como un desiderátum para llegar a la felicidad. Nunca he sido un testigo singular de nada especialmente importante, pero he podido vivir desde un observatorio un momento decisivo en la vida de un país con sus muchas incertidumbres, sus fracasos parciales y sus considerables éxitos. Mi dedicación profesional a la enseñanza, el análisis, la lectura y la escritura -que considero una bendición inmerecida- me han facilitado, junto a la curiosidad, que haya podido y tratado de entender muchas aspectos de esa realidad colectiva. Pero, además, la he visto desde perspectivas diversas. Pascal escribió que "todas las desgracias del hombre vienen de una sola, que es no saber permanecer quieto en una habitación". Se equivocaba por completo. La felicidad viene más bien de haber tenido la fortuna de estar en varias estancias y de sucesivamente haber podido ir abriendo desde ellas ventanas a la realidad.

Sabiduría y esencia

Vuelvo a la enfermedad. Insisto en que proporciona sabiduría porque te remite a la esencia propia. Una parte de ella consiste en la constatación de la insignificancia, no sólo de uno mismo sino del conjunto de pequeñas o grandes vanidades, de supuestos hercúleos propósitos convertidos en nada o en un intento desproporcionado y vano. Y de ello, aunque pueda parecer extravagante afirmarlo, surge también la risa. Por supuesto la risa, sobre todo dirigida a uno mismo (eso que los anglosajones describen como self compassion), es también una demostración de inteligencia y un mecanismo de defensa. Pero tiene también algo de espontáneo y natural en situaciones como la cercanía de la muerte. Pla también lo sintió de esta manera en sus dietarios finales (Notas para Silvia). Releyéndolos he entendido mejor lo que me sucedía a mí mismo. Y también hablándolo. Mi amigo el catedrático de Columbia Edward Malefakis, que ha pasado también por un periodo de enfermedad grave, me decía que siempre había sido feliz, pero que, tras esa circunstancia, lo era de modo mucho más consciente. Igual me ha sucedido a mí.

La enseñanza más importante que se recibe de la experiencia de la enfermedad es la de la solidaridad. Éste es un término malbaratado por el abuso excesivo que de él se hace: la solidaridad se da por supuesta e incluso aparece monótonamente en los programas de los partidos políticos.Pero, como es lógico, se trata de algo más profundo y decisivo. Se refiere a la especie de comunión que se establece entre el enfermo -el indigente- y quienes le cuidan, le quieren de algún modo o se compadecen -en el más literal sentido del término- en sucesivos círculos concéntricos. En la enfermedad descubres, no rememoras porque hasta el momento no has vivido esta experiencia, los pliegues infinitos, hasta el último recoveco, del amor conyugal y familiar. Se te presenta con meridiana claridad que sin ese apoyo te resultaría imposible siquiera enfrentarse a las circunstancias. Te prometes, llegado a la esencia de las cosas, ser al máximo selectivo con tu tiempo y disfrutar hasta el fondo de los otros. Te preguntas si, llegada la ocasión, podrías tú responder de modo semejante (y tienes la desasosegante sensación de que la respuesta es negativa). Te sorprende y te emociona de modo especial descubrir que le importas a gente que has tratado poco o que te resulta desconocida. Te maravilla la gratuidad y espontaneidad de su sentimiento. De todo ello no podrías haber gozado antes -porque, en efecto, se disfruta- de no ser por la experiencia de la cercanía a la muerte.

No se consigue entender, en cambio, desde fuera que este género de solidaridad se llegue a convertir en una experiencia tan cotidiana como la que implica una profesión. Ahora que he vivido la enfermedad me resulta más difícil aún llegar a comprender a médicos o enfermeros. La enfermedad es el Mal por excelencia: hasta no vivirla no se acaba de ser consciente en su plenitud de esta realidad. Luego, claro está, se puede sobrellevar más o menos acertadamente. Elegir estar cerca de ese Mal sabiendo que puedes ser alcanzado por él en algún momento de tu vida tiene algo de incomprensible. Si tenemos una certeza es la de la muerte y hay que adecuarse a esta realidad avasalladora, pero ¿por qué frecuentarla? Cuando he preguntado me he encontrado con la respuesta obvia: "Esta profesión es vocacional". Pero con ello no he llegado a entender mucho, aparte de haber incrementado mi admiración. Sigue sin caberme en la cabeza esa opción vital. Lo que si sé es que se debe agradecer que otros la hagan por ti. Tratan, además, de cumplir con su imposible tarea con amabilidad y prestándote un suplemento de energía de la que careces. Sólo puedes responder siguiendo puntualmente las instrucciones que te dan, sobreabundando en el agradecimiento y en la manifestación externa del mismo, y, en fin, con la precisión (y la concisión) a la hora de reflejar tus síntomas.

Pura racionalidad

A la conformidad supongo que se puede llegar con la pura racionalidad, pero en mi caso también por la fe religiosa, ese sentido de la ordenación del mundo del que ya he hecho mención. Para algunos quizá la creencia signifique el consuelo de una prolongación vital y la promesa de una compensación ante los padecimientos. Yo la veo más como esa conformidad, tanto de cara al futuro como en el balance personal respecto del pasado. Nace de la consideración de Dios como Padre y de ti mismo como ese apóstol que ha podido fallar y que se dirige a Jesús con una frase que denota, a la vez, sumisión y reconocimiento de esa falibilidad: "Señor mío y Dios mío".

Supongo que no hay recetas para vivir con una enfermedad grave con la que rondas la muerte o con otra, crónica, que te cae encima como una losa que levantar cada mañana. Me parece que es pura obviedad afirmar que siempre ayuda no aceptar nunca la posibilidad de la derrota y tratar de vivir con el máximo de normalidad posible. Como la enfermedad altera de manera profunda el ritmo vital, para no dejarse llevar por ella me parece que es bueno ordenar la propia vida con un plan estricto de distribución del tiempo y luchar por cumplirlo.

Hay armas para conseguir victorias, por lo menos parciales (quizá son tan sólo personales). ¿Qué mejor que Haydn y Mozart para combatir la miserable sordidez de vivir en una UCI? Gide contraponía la alegría y la serenidad del segundo al carácter febril de Schumann. Los medios actuales permiten con relativa facilidad convertirte en ese cinéfilo que siempre quisiste ser, pero que finalmente no fuiste. La lectura siempre ha formado parte de mi profesión y de mi vida, pero ha sido a menudo demasiado sistemática, con pretensiones exhaustivas en determinadas materias. La enfermedad concede la posibilidad de redescubrir la lectura desordenada, es decir, la que supone dejarse arrebatar por un libro no previsto, olisquear en muchos sin acabarlos por completo, guiarse por el puro capricho, recordar textos que durante años has pensado que algún día leerías pero que siempre has aplazado, redescubrir lecturas de tiempos juveniles, o, en fin y sobre todo, releer clásicos. Eso, para el género de devorador de páginas al que pertenezco, constituye casi una orgía.

Y queda, en fin, la escritura.En sus memorias, Rudyard Kipling asegura que, para él, por la misericordia divina "el mero acto de escribir ha sido siempre un placer físico". Si se piensa con detención es posible que resulte necesaria una tensión interior para escribir, pero también se puede encontrar en el hecho de hacerlo la capacidad para crearla, aislarse de un entorno desagradable y encontrar nuevos alicientes a la vida. La escritura puede ser -sin duda lo es- regeneradora; ninguna terapia más ensimismadora y creadora de una dura corteza de protección que ésa. Éste fue mi caso. Reconozco que como, además, la cercanía de la muerte te aprovisiona de descaro para la sinceridad y te inhabilita parcialmente para la labor de documentación que exige el ensayo o la historia, este libro, en definitiva, ha nacido de la experiencia de la cercanía a la muerte cuando todavía no estoy seguro del desenlace de la enfermedad.Las circunstancias me impusieron el intrascendente tema de mí mismo como el único posible.

Fue así principalmente porque la enfermedad se ha prolongado al menos durante el espacio de tres años. En este periodo he sufrido infecciones que, para ser combatidas, convirtieron cada uno de mis brazos en acericos como los de un adicto a la heroína. Cada semana y media, el cirujano recortaba esa herida que no acababa de cicatrizar en el coxis. El mal funcionamiento de la médula era tan persistente que me planteé la posibilidad de un trasplante, pero, al realizar las pruebas, mi enfermedad había degenerado ya en leucemia aguda. He pasado por dos quimioterapias. Por más que tienen como consecuencia el adelgazamiento y la revitalización del pelo, no las recomiendo como métodos habituales a nadie. No creo haber sido un caso especial, pero durante ellas, por ejemplo, sangré por la nariz, la boca, el pene y el ano; padecí una infección pulmonar, y un bicho singularmente designado como seudomona vino a cohabitar en mi úlcera trasera. Los médicos, al unísono, me decían: "Es normal". Una paciente de la misma sala de hematología que yo -pero más ocurrente- llegó a la conclusión de que sólo si te crecía una tercera oreja podías asombrar a quienes te trataban. Pero, a base de una atención constante y minuciosa, una disponibilidad de tiempo generosa y una sabiduría asombrosa, me sacaron adelante. O al menos eso pienso cuando escribo estas líneas.

Trasplante de médula

Hoy llevo una vida en parte casi normal. Vivo en mi Barcelona natal tras un trasplante de médula ósea de mi hermana, un caso de solidaridad familiar que con el tiempo se ha hecho habitual. Me canso y he tenido todo tipo de incidentes en el postrasplante que se pueden prolongar y que no me llenan precisamente de entusiasmo. Es posible que, al final, todo salga bien, pero por descontado no olvidaré esta experiencia. Recuerdo ahora la primera película de los Beatles (A hard day's night). En una secuencia, John Lennon les presenta a sus compañeros un personaje ya de edad y mirada inquieta: se trata de su padre, al que describe como "un viejecito muy pulcro". Lo cierto es que se comporta como un pícaro adornado por una inapropiada lubricidad para su edad. Pero ésa no es la cuestión; lo que vale es la frase. La experiencia de la muerte me ha llevado al ferviente deseo de poder ser un día ese viejecito muy pulcro, y mi resurrección quizá me proporcione esa oportunidad.

O quizá no disfrute de esta posibilidad. Si es así, creo que debo prepararme para la despedida. En un divertido artículo, Enrique Vila-Matas ha recogido las frases célebres de muchos personajes conocidos al borde de la agonía. La mejor es, sin duda, la de Buster Keaton, que oyó cerca de su lecho mortuorio las especulaciones de los presentes acerca de si era ya cadáver. Alguien sugirió tocarle los pies porque si estaban fríos era señal evidente de que había abandonado el mundo de los vivos. Keaton musitó: "A santa Juana de Arco no le pasó eso". Y acto seguido se murió.

Una muerte así exige no ya escenificación dramática, sino largo entrenamiento. Es muy divertida, pero también pretenciosa. Como casi siempre, Pla da con la fórmula correcta, hecha de cortesía, prosaísmo y elegancia. Consiste en saludar (si se puede) y decir: "¡Que usted lo pase bien!".

Javier Tusell ante el <i>Guernica</i> cuando regresó a España desde Nueva York y se ubicó en el Casón del Buen Retiro.
Javier Tusell ante el Guernica cuando regresó a España desde Nueva York y se ubicó en el Casón del Buen Retiro.
Javier Tusell, en 2001, antes de que cayera enfermo.
Javier Tusell, en 2001, antes de que cayera enfermo.BERNARDO PÉREZ

Javier Tusell

Este texto lo envió el autor a la editorial Taurus, pocos días antes de fallecer el pasado martes, como epílogo de la autobiografía que estaba escribiendo con el título de 'Tratar de entender'. En él refleja la experiencia con una enfermedad de la que sabía que le llevaría a la tumba. Tusell, historiador de prestigio, fue concejal de Madrid en 1979 por la Unión de Centro Democrático y desempeñó la Dirección General de Patrimonio Artístico. En esa etapa participó en las negociaciones para el regreso a España del 'Guernica', de Picasso.

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