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DON DE GENTES | OPINIÓN
Columna
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Sin perdón

Yo no soy esa madre que le compra a su hijo condones. Esa madre es otra. U otras. Las conozco y las respeto. A veces, incluso, me ha producido cierta envidia la soltura con la que me han contado que ellas mismas iban a la farmacia a comprárselos. Conociendo a las madres de España imagino que todas comprarán, si el destinatario es varón, el tamaño grande. Si en su momento, cuando compraban condones para su uso y disfrute, pasaron apuro al pedirlos en la farmacia, ahora, en su papel de madres, dirán la marca y la talla (¡la grande, sí, la grande!) con voz alta y clara. Conozco a esas madres. Siento simpatía por ellas. Pero no puedo evitar que el acto de comprar condones a los niños me resulte sobreprotector, cursi y de un colegueo insoportable. Aparte de una abusiva intromisión en su intimidad. ¿Vas a mirarles en la chaqueta al día siguiente a ver si lo han gastado? Podría llegar a darse el caso de que el hijo tire el contenido a una papelera, por no decepcionar. Concluyendo, a mí, eso de comprarles condones a los niños, me parece coger el rábano por las hojas (y perdonen si suena metafórico). Lo mínimo que se le puede pedir a un chaval o chavala es que si quieren echar un polvo, que se tomen la molestia de comprarse un paquete. Algo ha fallado en un sistema en el que, hablándose tan abiertamente de sexo (creo que no hay otro país en el que la palabra "follar" esté tan presente en los medios de comunicación), haya un número tan alto de embarazados no deseados. ¿Se evitan los embarazos cuando los padres compran los condones a los niños? No lo creo. Es curioso que en una generación como la mía, que creció en unas casas en las que raramente se hablaba de sexo, daba cierto prestigio acudir de manera clandestina a un ginecólogo "progre" a que te recetara la píldora. Había un deseo rabioso por ser adulto, a pesar de que eso no significaba que por el camino no se cometieran las mayores insensateces. También es verdad que hoy, entre todos, los padres, el Ministerio de Educación, los pedagogos y los medios de comunicación, hemos conseguido que los jóvenes lleguen a las aulas universitarias siendo niños; por tanto, existe una cierta incongruencia entre una realidad que ha agrandado la adolescencia varios años y un proyecto de ley del aborto en el que se considera tan adulta a una chica de 16 como para que encare un aborto sin precisar del consentimiento o el apoyo de sus padres. ¡Y que no se me malinterprete! No estoy diciendo que las jóvenes de 16 no sean adultas (no hay nada que me moleste más que la infantilización con la que se nos castiga a las mujeres), digo que los jóvenes, en general, no lo son, y los chicos probablemente menos. Pregunten si no a un profesor de instituto. Una joven de 16 puede ser madre, dicen, de modo que también puede decidir no serlo. Ese es el razonamiento. Pero está mal traído, porque, por desgracia, también hay niñas de 10 años que pueden ser madres y eso no quiere decir que estén preparadas para la experiencia. El Gobierno se podía haber evitado ese detalle, innecesariamente polémico, en unos tiempos en los que hay que volver a defender un derecho que muchos creíamos asumido. Han afirmado algunos ministros que la sociedad ya ha superado el debate, que sólo se trata de reformar la ley. Para nada. Los debates siempre están vivos, no se superan porque no siempre se progresa, hay momentos en los que las sociedades andan como los cangrejos. Y, además, es posible intoxicar, confundir. Extender el uso de expresiones como genocidio infantil, asesinato o volver a tratar a las defensoras de ese derecho como frívolas animadoras del aborto. Hay gente de mi generación en esa onda, que en su juventud defendían la posibilidad de interrumpir el embarazo o de tener una muerte digna y que, con los años, han revisado su ideario. Les queda la intransigencia y la arrogancia de los progres de entonces, pero han perdido lo mejor, la defensa de algunos derechos básicos que parecían indiscutibles. Son capaces de advertir la torpeza de un Gobierno presentando una ley que hubiera necesitado de una persona al frente con más experiencia y, sin embargo, pasan por alto el espectáculo indescriptible de los obispos del lince. Que cuidamos más al lince que a nuestros hijos, dicen. ¿Qué sabrán de hijos o del amor sexual aquellos que prometen mantenerse al margen de esa experiencia durante toda su vida? Estoy convencida de que hay muchos creyentes que no participan de la crueldad de un Papa que visita un continente que se muere de sida y recomienda la castidad en lugar del condón. Sé que muchos creyentes actúan según su conciencia y no me cabe la menor duda de que muchos curas que trabajan en el terreno de los pobres y los enfermos abandonan sus prejuicios morales al enfrentarse a la desgracia. También los he conocido. Pero no creo que haya que infravalorar la presión de una Iglesia que actúa como un animal herido. Son muchas las veces que han tenido que pedir perdón, por su actitud ante el genocidio, por su negación a la evidencia científica, pero en esta ocasión, con 22 millones de personas agonizantes que mueren antes de los 30 años, casi me atrevería a afirmar que no tienen perdón de Dios.

Entre todos hemos conseguido que los jóvenes lleguen a las aulas universitarias siendo niños ¿Qué sabrán de amor sexual los que prometen mantenerse al margen de esa experiencia durante toda su vida?

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