De pueblo a ciudadanos
CON LA PARAFERNALIA habitual de las puestas en escena, mezcla de nazismo y militarismo, a que la organización terrorista ETA nos tiene acostumbrados, tres encapuchados hablando por vez primera por boca de mujer han anunciado un "alto el fuego permanente". Como, en política, permanente vale tanto como siempre o nunca, o sea, nada, lo que vale de la declaración es lo de alto el fuego, locución cuyo significado literal es cese del tiroteo.
Y puesto que a ETA nadie la tiroteaba, lo verdaderamente original del anuncio es que ella llevaba cerca de tres años sin disparar contra nadie, de modo que este anuncio vale como reconocimiento explícito, público, de una situación de hecho o, si se prefiere, como culminación ante las cámaras de un largo periodo de tiempo en el que, sin previa declaración de tregua, ETA había dejado de matar. Algo nuevo ha ocurrido en el interior de la organización terrorista para que se haya producido tan largo silencio de las pistolas.
De momento, ese algo no puede atribuirse a una conversión interior: no hay ni una palabra, ni un gesto, que permita sospechar una evolución en el sentido de haber incorporado los valores propios de una cultura cívica, democrática. Si no han matado en estos años es porque matar, sobre todo desde la irrupción del terrorismo islamista, les resultaba más caro que abstenerse de hacerlo. Lo mismo había ocurrido, aunque por otros motivos, con el IRA: las organizaciones terroristas de ascendencia nacional y católica han perdido en los Estados europeos las fuentes de legitimación que daban sentido a su acción. En estos momentos de razonable expectativa, no conviene olvidar que durante su larga historia criminal esas dos organizaciones han disfrutado de una doble cobertura moral procedente de parroquias católicas y de partidos nacionalistas: los organismos directivos de la Iglesia católica, no ya vasca, sino española, tardaron décadas en condenar a ETA, mencionándola por su nombre; no lo hicieron hasta abril de 1994.
Al desmoronamiento de la legitimación católica, hoy insostenible, se ha añadido la nacional: en los países europeos, matar en nombre del pueblo no es ya soportable para la mayoría de los nacionalistas. Tampoco en este punto conviene olvidar la historia: la solemne aparición de todo el Gobierno vasco, sólo unas horas después de la publicación del mensaje de ETA, para que su presidente leyera una declaración institucional prueba bien, por si falta hacía, que los nacionalistas han tenido siempre como norte de su política exprimir en provecho propio la presencia en escena de sus hijos pródigos, púdicamente calificados como "violentos". Ha sido la fortaleza del Estado democrático, la resistencia de un sector de la sociedad civil y el cambio en la esfera internacional lo que ha ido erosionando lenta, quizá irreversiblemente, la complicidad con el terror de gentes por lo demás pacíficas, religiosas y muy educadas.
Con sus soportes morales arruinados, y sintiendo en la nuca una permanente presión policial y judicial, ETA ha dicho hasta aquí hemos llegado. Lo ha dicho por su cuenta y riesgo, renunciando en buena medida al lenguaje a que nos tenía acostumbrados, sin mencionar la autodeterminación, aquella "virguería marxista" despreciada por Arzalluz en sus primeros años de jefatura nacionalista, aunque luego tantas veces proclamada como derecho inalienable de los pueblos. Y aquí, en el recurso al pueblo, es donde radica toda la ambigüedad del mensaje. A diferencia de otros nacionalismos, como el catalán y el español, en este punto hermanos siameses, el vasco no habla de nación, sino de pueblo: su mensaje se dirige al Pueblo vasco y su propósito es construir un marco en el que sean reconocidos los derechos que, como Pueblo -siempre en mayúscula, como un dios iracundo que reclama la sangre de sus hijos-, supuestamente corresponden a los vascos.
La frágil puerta a la esperanza radica en que, junto a esa presencia del pueblo, se afirma en el mensaje de ETA un sujeto nunca ausente, pero siempre retóricamente evocado: los ciudadanos y las ciudadanas de Euskadi. Si, de una vez, los nacionalistas comenzaran a tomarse en serio a la ciudadanía, quizá entonces entraríamos en una nueva etapa de esta historia, porque en todas las transiciones a la democracia es obligado que, cuando los ciudadanos irrumpen en escena, el pueblo comience a hacer mutis. ¿Ha llegado ETA al punto de reconocer la existencia de ciudadanos donde antes veía Pueblo? Si por fin así fuera, podría ir elaborando un nuevo mensaje, leído por alguien en hábito de ciudadano, a cara descubierta, con la ominosa simbología del hacha y la serpiente enterrada bajo siete llaves. Ése sí que será un día histórico.
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