Un respiro
Llevamos unas cuantas legislaturas con las identidades a flor de piel. Se diría que no hay cosa que más inquiete a la gente que saber de una vez por todas quién es, de dónde viene y adónde va. Los historiadores están volcados en el estudio de lo que llaman procesos de construcción nacional: no hay cosa que venda hoy más que todo lo relacionado con la memoria y la identidad, ambas colectivas. Las ciencias sociales llevan ya tiempo empeñadas en dilucidar lo que los más madrugadores en este negociado definieron como nation-building en compañía del state-making (igual pudo haber sido al revés: nation-making acompañando a state-building, pero así quedaron las cosas). Y si se vuelve la vista a la agenda de los políticos, aquella vieja obsesión por recuperar las señas de identidad que llenó a rebosar los años de la transición ha vuelto con fuerza crecida en forma de recuperación de la memoria; histórica, naturalmente.
Sumergidos, pues, en esa ola sin cesar rampante, estas elecciones han supuesto un respiro -¿a lo peor sólo un espejismo?- en la pendiente identitaria por la que tan alegremente vamos cantando, vamos bajando. El PNV ha conseguido en 2008 un número de votos sensiblemente igual -aunque en términos relativos, casi un tercio menor- al alcanzado en 1977: alrededor de 300.000. Tres décadas transcurridas desde las primeras elecciones, un montón de años de gobierno a las espaldas, empleando todo el presupuesto necesario para trenzar sólidas tramas caciquiles, predicando a todas horas, adoctrinando desde todos los púlpitos, construyendo nación sin parar, con la oposición asediada, amenazada de muerte, y ahí sigue, empantanado: ni siquiera dos de cada diez ciudadanos vascos votan al PNV en elecciones generales.
No son muchos más los que votan al resto de partidos nacionalistas. En Cataluña, por ejemplo, donde es más sutil la divisoria entre nacionalistas y catalanistas, la suma de los votos obtenidos por los dos grandes partidos de ámbito estatal supera en las cuatro circunscripciones el 50% del total, y en Barcelona llega al 63%. Ciertamente, se trata de elecciones generales, y ya se sabe que tanto en Euskadi como en Cataluña no se vota igual en legislativas que en autonómicas, pero, en fin, algo querrá decir, respecto a la penetración del ansia de independencia en las otrora llamadas masas populares, que las tales prefieran enviar al Parlamento español diputados pertenecientes a partidos de ámbito estatal que a los candidatos de partidos nacionalistas, sobre todo si ponen fecha a la proclamación de soberanía o a la convocatoria de algún sucedáneo.
Y el nacionalismo español, ¿qué suerte ha corrido en estas elecciones? Más difícil de sopesar, parece claro que allí donde las identidades son más, y más plurales, el españolismo se estanca o retrocede ligeramente, mientras parece reforzarse en esa columna vertebral del poder de la derecha consolidado en la línea ferroviaria Madrid-Valencia con parada en Murcia. Habría que ver, sin embargo, si ese refuerzo, como el avance en Andalucía, se debe a la incesante agitación en torno a la desintegración de España o al reflejo defensivo ante el peso de la inmigración, gran argumento de la derecha, no sólo en España, pero que aquí será más acuciante a medida que el eufemismo de la desaceleración económica se convierta en crisis pura y dura. En todo caso, ha sonado la hora de que el PP eche las cuentas de los resultados de la mezcla de españolismo y clericalismo que le ha servido de refugio durante la última legislatura: su suelo es sólido, pero su techo no alcanza para albergar a la mayoría.
De manera que entre las posibles lecciones de esta última muestra de la celebrada sabiduría popular, una podría ser que los esforzados obreros de la construcción nacional-identitaria se tomen unas vacaciones y nos dejen en paz durante un buen rato. Que se vayan tranquilos, que ninguna de las naciones se rompe, que todas gozan de buena salud y que mejor será que cada cual se las avíe como quiera para fabricarse su propia identidad -nacional, regional o, en su defecto, local- tomando de aquí y de allá lo que más le apetezca. Que la mayoría del personal no tiene mayor problema en sentirse tan, un poco más o un poco menos, catalán, vasco, andaluz, aragonés, como español, europeo o ciudadano del mundo. Que las gentes de una sola identidad, o de identidad de una pieza, nos han traído en el pasado las mayores de las desgracias y que, en el mundo que nos espera, o que ya se nos ha metido hasta el tuétano, las identidades, mientras más, mejor. -
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