_
_
_
_
_
UN ASUNTO MARGINAL | OPINIÓN
Columna
Artículos estrictamente de opinión que responden al estilo propio del autor. Estos textos de opinión han de basarse en datos verificados y ser respetuosos con las personas aunque se critiquen sus actos. Todas las columnas de opinión de personas ajenas a la Redacción de EL PAÍS llevarán, tras la última línea, un pie de autor —por conocido que éste sea— donde se indique el cargo, título, militancia política (en su caso) u ocupación principal, o la que esté o estuvo relacionada con el tema abordado

Las virtudes del estadista

Enric González

A un estadista no se le exige honradez. Bueno, sí, se le exige, pero no se le valora por ella. Cuentan más la inteligencia y la compostura pública, virtudes que, cuando se combinan con la falta de escrúpulos (cualidad sine qua non del estadista), emanan densos efluvios de cinismo.

Examinemos el caso de François Mitterrand, comúnmente considerado uno de los grandes estadistas de nuestro tiempo. Mintió, delinquió, favoreció a la extrema derecha y propició la corrupción. Todo eso lo sabemos, y empezaba a saberse ya en los últimos años de su mandato. Daba igual. Encarnaba la majestad de la República, el empaque de la Historia y, además, una cierta idea de Francia y de Europa.

Poco a poco, fue sabiéndose todo de él. Obviemos su juventud ultraconservadora, su colaboración con el régimen de Vichy, su amistad con personas implicadas en el exterminio de los judíos: agua pasada. Concentrémonos en sus 14 años como inquilino del palacio del Elíseo, durante los cuales cometió todas las tropelías del manual.

François Mitterrand, durante sus 14 años como inquilino del Elíseo, cometió todo tipo de tropelías

Empezó como suelen empezar estas cosas: con una mentira. En noviembre de 1981, meses después de su elección, le fue diagnosticado un cáncer de próstata con metástasis. Un prestigioso especialista, el doctor Adolphe Steg, que tuvo que examinarle a escondidas en un lavabo del palacio, descartó que pudiera sobrevivir más de tres años. Mitterrand ordenó que su cáncer quedara en secreto, lo que obligó a falsear durante 12 años los informes médicos que hacía públicos cada seis meses.

En 1983 ordenó que fueran intervenidos los teléfonos de unas 150 personas, entre las que había políticos, abogados, periodistas y empresarios, a las que consideraba "enemigos potenciales". También intervino el teléfono de la actriz Carole Bouquet, que no era enemiga potencial, pero le gustaba mucho.

En 1984 envió tropas a la frontera entre Congo (entonces Zaire) y Ruanda, oficialmente para detener el genocidio que los hutus cometían contra los tutsis, en realidad para proteger a los dirigentes del genocidio, viejos aliados de Francia. Sólo un año después, en 1985, hizo que un equipo de agentes secretos destruyera en Nueva Zelanda el Rainbow Warrior, buque insignia de Greenpeace, para dificultar la protesta de la organización ecologista contra los ensayos nucleares franceses en Mururoa. En el atentado contra el Rainbow Warrior murió un fotógrafo, Fernando Pereira.

Hubo otros asuntos públicos, como la corrupción y los sobornos en Elf. Y, evidentemente, otros asuntos privados. No era ningún secreto que Mitterrand mantenía relaciones con distintas señoras, y tampoco era un secreto que albergaba en un palacio de la República a Anne Pingeot, confidente y madre de su hija Mazarine. No era un secreto, pero nadie lo publicaba.

Su vida personal estaba tan compartimentada que su hijo Jean-Christophe (conocido en África como "papa m'ha dit", "papá me ha dicho", por su labor como encargado de la diplomacia más oscura, esa que, por ejemplo, convirtió en inmensamente rico al recién fallecido presidente de Gabón) no conoció personalmente a su hermanastra Mazarine hasta 1994: Mitterrand había sido operado de cáncer y el hijo le visitó antes de la hora fijada, cuando la hija secreta estaba aún en la habitación del hospital. La situación, según los testigos, resultó embarazosa. Poco después, la revista Paris Match fue autorizada a desvelar el secreto de Anne Pingeot y de Mazarine, que utilizaban habitualmente el avión presidencial para sus desplazamientos.

Los últimos años, cuando el cáncer le obligaba a guardar cama durante casi toda la jornada, fueron casi dantescos. En 1993 se suicidó Pierre Bérégovoy, ex primer ministro de Mitterrand: tenía mucho de honesto y poco de estadista, y no pudo soportar que le acusaran de corrupción. En 1994 se suicidó, en su oficina del Elíseo, François de Grossouvre, que en teoría había dejado de ser asesor presidencial en 1985, pero seguía ocupándose, como Jean-Christophe, de los temas ocultos.

En 1996, cuando murió, este periódico tituló: "Francia despide con emoción a Mitterrand, el último presidente que encarnó la grandeur". En la información se encontraba esta frase, escrita por un servidor: "Su larguísimo mandato, su influencia internacional, sus obras arquitectónicas y su propia personalidad hicieron de él un Rey Sol del siglo XX. Francia entera se inclina en memoria del hombre que acabó con la guillotina".

Cuando muera Silvio Berlusconi, dudo que publiquemos algo parecido. ¿Por qué? Por una simple cuestión de estadismo: aquello que decíamos de la inteligencia, la compostura y el cinismo reconcentrado.

Regístrate gratis para seguir leyendo

Si tienes cuenta en EL PAÍS, puedes utilizarla para identificarte
_

Archivado En

Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
Recomendaciones EL PAÍS
_
_