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Reportaje:TENDENCIAS 2009

29 tendencias para 2009

La corrupción apesta. El eslogan no es novedad, pero la atosigante pestilencia de tantas corrupciones en casi cualquier lugar ha agotado la peculiaridad de su sentido. Igualmente la estafa, desde los sellos de correos hasta las obras de arte, desde los timos bancarios hasta los fraudes de las agencias de calificación, desde Enron hasta Madoff, ha venido a agotar los intrigantes misterios del sistema.

Si una empresa desea vender algo, su aroma indispensable será la honestidad; si una organización aspira a obtener consideración, practicará la transparencia; si una marca ambiciona gustar, deberá ser solidaria; si el sistema pretende seguir, necesitará confianza.

La creciente infidelidad de consumidores, electores o estudiantes proviene de su ya multiplicado recelo. Y tanto el absentismo escolar como la disminución de gastos y votos responde tanto al timo en la calidad de la enseñanza como en la calidad de la banca o la democracia. Cualquier firma, cualquier escuela, cualquier partido que anhele conquistar clientes habrá de verificar su probidad tanto respecto al producto como al precio, respecto a los programas, los materiales y los servicios. La tendencia dominante hoy, en plena crisis moral del sistema, es, pues, una corriente moral, por religioso e ingenuo o ficticio que parezca.

Nadie o nada hallará un lugar destacable en el inmediato futuro sin demostrar honradez. En las relaciones humanas, hace tiempo que el estilo magnánimo o desprendido, bondadoso y no malvado, directo y no melifluo, cordial y no antipático, se halla en marcha. La razón es tan natural como productiva: la economía occidental ha tendido a convertir el sector servicios en casi la totalidad de su PIB, y su apropiado funcionamiento, su productividad y su prosperidad dependen directamente de las buenas y confiadas relaciones entre seres humanos. Internet, por su parte, sería del todo inconcebible sin la confianza en el otro, sea una empresa, una subasta, una transacción, una partida de naipes o un cortejo.

La confianza se alza así como el eje del desarrollo, y no ya por razones éticas, sino por factores estrictamente económicos. La demanda de integridad hará progresar, porque del mismo modo que en la fase agraria el valor central fue la tierra, en la fase industrial fue el trabajo, y en la fase primera de servicios, la información y el conocimiento, ahora, en este segundo periodo personista, el elemento que decide el destino del sistema (financiero, comercial, asistencial) radica en la consistencia de la honradez y la confianza en la marca.

Ser una persona de confianza hizo posible el intercambio inicial sobre la base de la palabra dada. Multiplicada ahora la palabra en un sinfín de letras de cambio, derivados de los derivados, apalancamientos y warrants, el cuento recobra el argumento central de sus principios. Todas las cuentas y cuentos, mercantiles o literarios, dependen de la fiabilidad del narrador. Y la totalidad del sistema requiere, para convencer y ganar, la credibilidad de sus actores.

Se trata de un asunto moral de toda la vida, pero que viene a ser tan fuerte como el acero, tan eficiente hoy como la electrónica y tan decisivo como la misma Red para la conjugación global del mundo.

Una circunstancia repetida en vísperas de todas las anteriores y grandes crisis, desde el siglo XVII hasta nuestros días, fue el aumento de la desigualdad, tal como se registra espectacularmente en la estructura social de ahora, nacional y planetaria.

A través de la desigualdad crece el veneno de la desconfianza: los multimillonarios desconfían de la reacción de los pobres, y los pobres no se fían de las maniobras que estarán perpetrando los magnates. La consecuencia (redundante) es la pérdida de cohesión social, la consecuencia (sonante) es la explosión "sistémica".

Una sociedad donde se pronuncian desigualdades -tal como ha sucedido durante los últimos 20 años- fomenta el crimen. Y no sólo el de los callejones: multiplica la criminalidad en todos los espacios y se hace gigantesca en las gigantescas manos de los supergánsteres.

Explicar la actual Gran Crisis en términos de un castigo (acaso bíblico) contra la extrema codicia de algunos seres desalmados resulta tan insuficiente como trivial. Pero vale mucho en cuanto signo de la razón visible y, en consecuencia, como la máxima Crítica de la Razón Mediática.

Lo que no es poco. Porque, llegados aquí, ¿quién puede dudar de que la crítica mediática sobre una empresa, un individuo o un sistema determina su presente, su crédito, su desarrollo y su porvenir?

Sin confianza no hay préstamos. Tampoco hay recursos, no hay actividad, abunda el paro, asciende el malestar, avanza la destrucción. Parecerá, pues, infantil abordar los males del sistema como letales secreciones de su abominable calaña interna (personal incluso), pero, efectivamente, la tendencia más firme para los próximos años será aquella que se oponga al comportamiento, a la acción o la apariencia inmoral.

La mentira, la falsificación, la estafa, el embaucamiento, el contrato leonino, el hurto, el abuso o el robo se revelan como conceptos al modo de los figurantes robbers barons de hace un siglo. Barones ladrones que deciden acaso nuestra perdición no ya espiritual -que poco importa-, sino material, vital.

Aquellos acaparamientos desaforados de los Rockefeller, Vanderbilt, Carnegie, en complicidad con el poder, llevaron hasta la Gran Depresión de 1929. Los años treinta fueron su catarsis. A esta Gran Crisis de 2007, 2008, 2009, etcétera, seguirá, ciertamente, otra depuración radical que nunca antes encontró tan clara su metáfora: el aire limpio, los coches eléctricos, las conciencias humanitarias, las energías renovables, los mecenazgos del ídolo, la transparencia administrativa, las etiquetas de comercio justo. En general, la moda imperante del color blanco.

Basta, en suma, visitar los Salones del Automóvil en Detroit, en Ginebra, en Tokio o en París para comprobar que, desde Jaguar hasta Toyota, desde General Motors hasta Audi, sus coches de exposición son ahora de color blanco. La tendencia se pone también de manifiesto cuando los extras de Navidad dedican sugerencias de regalo bajo el carácter común del color blanco. Complementos, ropas, aparatos electrónicos, enseres, muebles, teñidos de blanco. Incluso una maleta de Samsonite titulada Black Label Trunk es de color blanco. La línea de bolsos de flecos de Etro, la botella del vodka Russian Standard, el reproductor MP3 Rolly de Sony, el proyector EH-TW 420 de Epson, el cine en casa de Philips HTS8150, los altavoces de Grundig que evocan los setenta, las botas, el interior de los lugares de copas, las marcas (blancas), los dineros (blanqueados), las esferas de los relojes, las arquitecturas de Nueva York, los manteles, las colchas, las monturas de las gafas, los Wii, los Apple, la ideología de la ecología, la moral de las ONG, la misión de las tropas, las cuentas en blanco...

Frente a la tenebrosidad de las quiebras fraudulentas, los activos tóxicos, los bonos basura, la extrema pureza del blanco. Ante el abrumador cultivo del neobarroco a lo largo de la espesa posmodernidad, el regreso al levísimo minimal, sin colores ni excrecencias.

En la psicología de los colores, el plata, por ejemplo (hasta ahora mismo muy presente en coches, bolsos, vestidos, aparatos), alude a la Luna, a la velocidad o al dinero, mientras que el blanco viene a ser el color de la paz, de la rendición o de la acción sin mácula. O dicho de otro modo: el blanco como el antagonista extremo de la ocultación, la sombra, el subterráneo o el sub-prime. En señal de una reacción a favor de la luz y contra la repetida pérdida funcional de la verdad más la operativa pulsión de la confianza.

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