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Reportaje:

Adrover reclama su trono

Eugenia de la Torriente

Si le preguntas a Miguel Adrover, te dirá que no se considera un superviviente, aunque ha estado cerca de la muerte en numerosas ocasiones. "Yo soy un viviente", defiende con orgullo. Afirma que su espíritu aventurero le ha hecho aguantar tres semanas en el Amazonas con un machete por todo equipaje, pero es su capacidad para escapar de las garras del desastre y el olvido profesional lo que hace tan particular a este mallorquín de 42 años. Eso y el hecho de ser uno de los diseñadores de moda contemporáneos con más talento del mundo.

Ha pasado casi cuatro años lamiendo sus heridas en su isla natal y ahora ultima el que será su tercer o cuarto renacimiento, previsto para el día 7 de septiembre en Nueva York. La ciudad que le hizo grande le espera, y él está seguro de no decepcionarla con la instalación que ha concebido para la firma alemana Hess Natur, para quien trabaja como director creativo desde abril. "Es el mejor trabajo de mi vida. No podía imaginar que desde Mallorca íbamos a ser capaces de hacer algo así. Es un vehículo totalmente nuevo para lanzar un mensaje ecológico y social. ¡Hemos inventado hasta las máquinas con que hemos trabajado!".

Para comprender cuán alta es la expectación en Nueva York por Adrover es necesario saber que durante dos intensos años fue la mayor esperanza de la moda estadounidense. La prensa enloquecía con su ropa fiera y rebelde y con su historia personal, que partía de una granja en el pequeño pueblo de Calonge y se encaramaba a la cima de lo más selecto de la ciudad sólo con ayuda de talento y pasión. En su sótano del East Village reciclaba con soltura prendas, conceptos e ideas en un discurso rabiosamente original, y Nueva York, harta del inmovilismo del diseño americano, se entregó a él sin condiciones. "Cuando aparecí, la ciudad ardía de ganas de expresarse y yo canalicé eso. Saqué la camiseta de "I love NY" de las tiendas de souvenirs de Chinatown y la coloqué en la portada de Harper's Bazaar".

Su segunda colección, presentada en febrero de 2000, trataba de reflejar la variedad de las calles de la ciudad en la que llevaba una década instalado y era una crítica feroz a la dictadura de los logos. Consiguió que su nombre diera la vuelta al globo y que cinco meses después le otorgaran el premio más importante de la industria en EE UU, el Perry Ellis al mejor diseñador emergente. Ese mismo año, el conglomerado Pegasus invertía a lo grande en su empresa, decidido a convertir tanta excitación en un buen negocio.

Miguel llamó Utopia a su quinta colección, la que estaba llamada a consolidarle. La presentó en un deprimido colegio del Lower East Side decorado como un patio árabe y partió de las mismas ideas que había tanteado seis meses atrás, en un desfile inspirado en Egipto que poco tenía que ver con faraones. Utopia también se basaba en la realidad social de los países islámicos hoy, pero era mucho más refinada y compleja que su antecesora. Algunos críticos la encontraron demasiado literal y llegaron a tacharla de homenaje a los talibanes, que entonces ocupaban titulares por su opresivo tratamiento de las mujeres. Dos días después pasaron a ocuparlos por un motivo bien distinto: Utopia se presentó en la noche del 9 de septiembre de 2001. El grupo inversor no tardó en declararse en bancarrota, y en octubre cerró la empresa de Adrover. Aunque una empresa japonesa llegó a hacer un pedido de 1,5 millones de dólares de una colección en la que abundaban los turbantes y los mosaicos árabes, aquella utopía de culturas en armonía nunca se materializó.

"La prensa me tachó de simpatizante del enemigo cuando yo sólo trataba de abrir la mente a otra cultura. Hay muchas banderas, pero a mucha gente le gustaría que no existiera ninguna, y yo lucho por eso. Nunca le he reprochado nada a Pegasus. Me dio la posibilidad de llegar a un nivel de calidad y construcción con el que siempre había soñado. Es cierto que tal vez querían que fuera más rápido de lo que me correspondía, pero lo que de verdad fue mala suerte fue que tiraran las torres. Ahí todo se fue al carajo". Adrover habla recostado en el sofá de su luminoso estudio y vivienda, sobre una piel de cabra, rodeado de fotos de sus abuelos y de recuerdos de viajes. Es el principio de una larga jornada en Palma de Mallorca en la que se atropellarán los recuerdos, reproches e ilusiones de un hombre magnético y mesiánico. Por fin, está listo para relatar una historia tan apasionante como sólo pueden ser las que mezclan realidad y leyenda.

La coincidencia de Utopia con los atentados islámicos puede ser síntoma de la sensibilidad sismográfica de Adrover, de su capacidad para anticipar el terremoto, o de su terca vocación por hacer ropa que se relacione con la agenda política y social de su tiempo. También pudo ser mero azar. Lo único que es seguro es que se llevó por delante su carrera. El mallorquín se retiró a Egipto, se compró un carro y un caballo y se ganó la vida como taxista en Luxor. Ocho meses después, con su dinero y mucha ayuda, trató de volver a levantarse. Regresó a Nueva York y presentó otras tres largas e intensas colecciones: un alegato por la fusión de las culturas en un escenario decorado con rascacielos, pagodas y mezquitas; una denuncia de las terriblemente dispares circunstancias en las que vive el mundo y un homenaje a los indios americanos que imaginaba qué habría sucedido si su cultura hubiera podido evolucionar en libertad hasta hoy. Pero la situación era tan precaria que, al final, decidió volver a casa. Cerró su estudio y vivienda en Chrystie Street, empaquetó sus recuerdos y en diciembre de 2004, un día después de su 39º cumpleaños, dejó Nueva York y su rastro desapareció por completo del mapa de la moda.

"Yo nací en el campo, en la naturaleza. Siempre tuve eso a mi favor. Mallorca era un sitio donde poder descansar, analizar y reinventarme". Además de la casa familiar en Calonge y de la tierra que sus padres siguen trabajando, su única posesión era un local que años atrás había comprado con su abuelo en el centro de Palma. Allí abrió un bar que le ha dado de comer durante estos años. "Cuando llegué no tenía ni un duro y la gente me daba por acabado, pero nunca me he sentido así. Montar el bar era una forma de integrarme aquí otra vez. Estuve en Nueva York y conseguí el oscar de la moda, luego volví a mi bar y lo hice todo, hasta limpiar el retrete. No se me caen los anillos. Hubo quien me decía: 'Qué bajo has caído, ¿no? Antes en Nueva York y ahora aquí fregando'. Yo siempre les respondía que eso depende de dónde tengas el listón".

En los últimos años, muchos se han preguntado por el paradero de aquel efímero rey de Nueva York que nunca aprendió a escribir. Suzy Menkes, una de sus defensoras más incondicionales, se preguntaba en abril de 2007 en The International Herald Tribune por qué ninguna marca rastreaba su pista en busca de su talento. Ese artículo, por cierto, despertó el interés de Hess Natur, que acabó por sacarlo de la nada. Pero la realidad es que mientras algunas de sus antiguas piezas salían a la luz, en el Museo Victoria & Albert de Londres o en el Metropolitan de Nueva York, él vivía tiempos oscuros. "He recibido hostias. Literalmente. Un policía me hizo la vida imposible. Recibí palizas, me tiraron del pelo, me llamaron maricón… Fui a dos juicios y los perdí. Me había pasado algo parecido en Egipto, pero no podía creer que también me sucediera aquí. Me sentí como un perro abandonado, extraño en mi propia tierra. Nadie me ofrecía nada interesante".

La desaparición daba un quiebro muy propio de Paul Auster a su historia. Pero afirma que no ha estado tan escondido. Al contrario, ha tratado de salir de la oscuridad, de encontrar quién le diera trabajo o visibilidad. "He mandado cartas al Ministerio de Cultura y no he tenido nunca una respuesta. He tratado de conseguir un espacio para almacenar mi trabajo. Tengo 400 piezas originales en cajas. Recibo peticiones de museos de todo el mundo y a lo mejor se me van a pudrir. También me habría encantado estar en la semana de la moda de España, pero nadie se ha interesado nunca por mí. Incluso intenté acercarme a Inditex y Mango. Tuve una reunión en Barcelona con Mango y acabamos peleándonos".

No es raro que la relación de un rebelde con el sistema sea difícil. Recuerda que en algún momento recibió una propuesta de Tommy Hilfiger. En un punto de unas negociaciones condenadas al fracaso, un representante de la pulida multinacional expresó su sorpresa por el hecho de que el salvaje Adrover no pudiera responder por escrito y se negara a utilizar un teléfono móvil. Él les respondió preguntando si lo que buscaban era una secretaria o un director creativo.

La adversidad es una vieja conocida de Adrover. La paradoja, también. Dejó el colegio a los 11 años para ayudar a su familia en el cultivo de la almendra, pero ha impartido clases magistrales en varias universidades estadounidenses. Cuando aterrizó en Nueva York trabajó como limpiacristales, fregó suelos en Queens y acabó montando una tienda de moda de culto, Horn. "Teníamos muchos amigos en el Downtown que hacían ropa y no había ningún espacio en Nueva York que representara toda esa creatividad. En ese momento, yo ayudaba a Alexander McQueen en sus desfiles. Él me regalaba ropa y yo la vendía en la tienda. Era una forma de sobrevivir. Además hacíamos camisetas con mensajes políticos que vendíamos en Japón. Antes de que pasara lo mío, en Nueva York no se apoyaba a la gente joven. Nosotros abrimos las puertas a mucha gente. Fue una época dorada".

La llegada de Hess natur, una compañía de venta por catálogo que lleva 32 años defendiendo un modelo de producción textil ecológica y socialmente responsable, ha permitido que Adrover recupere algo de aquella época. Por ejemplo, a Gilberto Jomarrón, un antiguo colaborador cubano de 41 años que a mediados de mayo se instaló en Palma para volver a trabajar con él. "Le extrañamos mucho cuando se fue. Nos matábamos por trabajar con él, por participar en su causa", recuerda Jomarrón en el estudio que, de momento, es también su vivienda. "Nunca antes había estado en Mallorca, pero cuando me propuso venirme no lo dudé. Apostar por Miguel no es arriesgado porque cada vez que ha salido fuera, el mundo le ha escuchado". El mismo entusiasmo exhibe Nico Guevara, un mallorquín de 32 años que a primeros de año se sumó a este capítulo de la aventura: "Ésta no es una empresa clásica en la que tienes una función delimitada. Aquí todos podemos opinar y las sesiones se alargan hasta la madrugada".

El éxito de Adrover le debe mucho a su carisma y a las enfervorizadas lealtades que despierta. A él le gusta verse como un jefe indio, como el líder de una tribu. Alto y fibroso, con una larga melena recogida en trenzas, tiene algo chamánico. "Yo necesito vivir y crear en el mismo sitio y tener a mi gente dentro. Trabajando y hasta durmiendo conmigo. Confío en la fuerza de la unidad sincera. Para nosotros, todo es una lucha para un buen fin. Con la verdad por delante. El grupo se ha ido renovando, pero siento que tengo un equipo de incondicionales en el planeta. La gente me ha ayudado siempre. Si un día se publicaba que estaba arruinado, recibía cheques en el buzón. De 2 dólares, de 20 o de 200… Hay personas que, simplemente, quieren formar parte de esto. Eva te lo puede decir. Nos conocimos hace dos años y ahora es mi hermana". Eva Terrades irrumpe en la habitación para ofrecer un aperitivo en el momento justo. Tiene 32 años, es también mallorquina y admira a Miguel desde sus años de estudiante de moda. Cuando volvió a la isla se dejó caer por el bar con la esperanza de conocerle. "Estaba avergonzada porque sentía mucho respeto…", confiesa. "Pero yo vi enseguida que era de la tribu. Y ahora es la jefa de uno de mis proyectos más importantes. Yo confío en la gente. Los títulos me importan un carajo. Confío en la energía y en la pasión", remata Adrover.

Terrades se ganó los galones sirviendo copas en el bar junto a Adrover después de pasar seis meses en la India con la Fundación Vicente Ferrer. Defiende que no es tan distinto trabajar por la causa de un hombre tan entregado a los demás como Ferrer y la de Adrover, un pionero en la defensa de una moda que no mira hacia otro lado ante la injusticia o la explotación. "La gente antes se tomaba mi filosofía como un ataque, y ahora, en cambio, está en la mesa de todo el mundo: el cambio climático, la multiculturalidad, la política. La industria ha mamado de mis pechos. Estoy harto de que la gente te tome por loco. Es la gente loca la que va a salvarnos a todos. Me gustaría crear un imperio que ayudara a la gente", afirma él vehemente.

Su idealismo se ha dejado sentir siempre en colecciones que, más que tendencias o modas, crean personajes. Que cuentan historias y se enfrentan al voraz ciclo de lo desechable. "Me parece ridículo que hasta los niños lleven móvil. Ya sé que se supone que eso es el futuro, pero podrían empezar sembrando patatas. A lo mejor dentro de unos años harán más falta que un ordenador. Mi abuelo murió hace poco, a los 98 años, y decía: 'El mundo, en lugar de ir para adelante, va a ir para atrás. No vendas nunca los árboles frutales ni las tierras, porque eso es lo que te va a salvar'. Y de verdad creo que eso puede llegar a pasar. En todo caso, lo último que quiero es fomentar este ritmo loco".

¿Por qué eligió una industria tan poco afín a su planteamiento? Desde luego, hay auditorios más agradecidos para ese discurso que la primera fila de un desfile. Él mismo no es capaz de dar una respuesta satisfactoria. Habla de subvertir el poder del vestir y de cómo dar la vuelta a una triste realidad: cada día la ropa sirve para juzgar a los que nos rodean. Menciona cómo le detienen sistemáticamente en los aeropuertos por su aspecto. La cuestión se acerca a la vivencia de un incomprendido, de quien siempre se ha sentido diferente. "Totalmente, sí. Los de mi pueblo iban con los pistoleros, y yo, con los indios. Así de claro. Nunca he tenido ningún reparo en la forma de vestir, pero hay muchísimo rechazo social".

Por mucho que tuviera que abandonar el colegio para trabajar en el campo, la infancia de Adrover fue cualquier cosa menos aislada. A los 13 años viajó por primera vez a Londres. Estableció entonces una peculiar rutina: en verano recogía almendras en Calonge y en invierno vivía con una familia de intercambio en la capital británica. Le encantaban bandas ignotas del punk de finales de los setenta, como The Virgin Prunes, y se las ingenió para alargar cada vez más sus estancias. Por ejemplo, limpiando las habitaciones de un pequeño hotel de Bayswater a cambio de una cama. De vuelta a Calonge, con su cresta y su largo pelo de mohicano, oía discos en su cuarto y soñaba con que su banda mallorquina, Via Crucis, emulara a los Bow Wow Wow de Malcolm McLaren o a cualquier otra que hubiera visto actuar en la noche londinense.

Una formación peculiar en la que, a pesar de todo, juega un destacado papel la gente de su pueblo ("he hecho muchas presentaciones de mi ropa en el salón parroquial porque quería compartirlo con ellos") y la familia. Especialmente sus padres, Miguel y María, de los que habla con ternura y admiración. "A mi familia no la puedo abandonar. Tengo instinto animal. Ellos siguen en el mismo sitio, haciendo las mismas cosas. Tenemos ovejas, todo tipo de árboles frutales, hortalizas… seguimos labrando la tierra, cogiendo almendras. Mi papá tiene 71 años y ya no tiene tanta energía. Mi mamá ha estado cuidando a dos abuelas en sillas de ruedas durante mucho tiempo. Ellos lo han hecho todo por mí y por mi hermano Toni, que es pescador y mecánico". Fue su padre quien le ayudó a construir su primera pasarela en Nueva York, hecha con cañas. Y también fue él quien le despertó la mañana del 11 de septiembre para decirle que tenían que salir corriendo de aquel sótano en el Downtown de Manhattan.

Su apego a los suyos y la aldea de 500 habitantes en que nació no le ha impedido nunca soñar con lo más lejano. Cuando también Londres se le quedó pequeño empezó a interesarse por realidades "que no salen en los mapas". Un término tan genérico como para incluir la movida madrileña, aquella travesía por el Amazonas o la experiencia de construir una cabaña en Egipto con sus manos. "La tierra es mi único dios. Tengo la casa de mis papás en el pueblo, un edificio de 800 años en el que han vivido siete generaciones de mi familia. No necesito nada más".

Un corto paseo, en compañía de Eva y Gilberto, nos lleva a su otro refugio, Es Jaç. En una calle estrecha, el bar no anuncia su presencia. No hay cartel, y la envejecida persiana echada no permite anticipar lo que esconde. "Es una manifestación física, y más duradera que la ropa, de mi filosofía", anticipa. Una enorme tinaja se come el reducido espacio decorado con tuberías de agua, palos del bosque y ceniceros marroquíes. Una vez más, resultado del trabajo desinteresado de muchos. "Es una colaboración de amor y guerrilla: Ferran Aguiló, Rustic Marc, Sa Teulera… todo el mundo participó sin cobrar. Ahora quiere venir hasta el Vogue a hacer fotos, así que tal vez se ponga de moda, pero durante tres años ha sido un lugar de reunión y no de pretensión. Los artistas de Palma son casi todos amigos y aquí se mezclan con cubanos, senegaleses, pijas, flamencos… Ponemos música de todo el mundo y proyectamos documentales". Acodado en la artesanal barra de cerámica blanca, Miguel sirve cervezas con desparpajo mientras se deleita en los recuerdos.

Este verano, la historia se ha repetido. A Miguel, Eva, Gilberto y Nico se han unido estudiantes de Barcelona, Amberes o Palma ansiosos de ayudar a preparar la instalación de Nueva York. Será la puesta de largo de su relación con Hess Natur y servirá para impulsar la entrada de la empresa en el mercado estadounidense. "Es una joya. Con ellos he pasado de la conciencia a la acción. Cuando te compras una camiseta de Hess Natur sabes que estás ayudando a que en siete metros de este planeta no haya pesticidas ni insecticidas, que colaboras en la lucha contra la pobreza de Muhammad Yunus. La producción íntegramente orgánica no es fácil. Ni barata. Además, este trabajo le va a demostrar a mucha gente que no soy indomable. Era un reto tomar una empresa de venta por catálogo y hacer algo relevante con ella. No creo que John Galliano hubiera aceptado".

La tarde se termina, pero al dejar la oscuridad un tanto cavernosa del bar, todavía nos sorprende la brillante luz balear. Paseamos por el centro histórico y Adrover da muestras de su humor juguetón: se cuelga de una verja como un simio y amenaza con tirarse al agua en uno de sus rincones favoritos. Gilberto y Eva le miran con cariño y benevolencia. En sus ojos está la auténtica fuerza del culto a Adrover: que sea tan poco dogmático y que su gran gurú conserve el espíritu canalla.

La instalación de Hess Natur por Miguel Adrover se expondrá el 7 y 8 de septiembre en la galería Matthew Marks de Nueva York. www.hess-natur.com

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