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Amedeo Furst y el 'burka' literario

La muerte de J. D. Salinger ha puesto de moda el tema de los artistas que evitan cualquier contacto con el público, bien sea en persona o a través de los medios de comunicación. Se hacen listas: Pynchon, que no habla en televisión; Joseph Beuys, que se envolvía en sábanas para que nadie lo viera; Philip Roth, que se precia de no haber sonreído jamás en una foto. De todos los esquivos que en el mundo han sido, ninguno me fascina tanto como Amedeo Furst. De Furst me habló por primera vez Santiago Gamboa, hace ya mucho tiempo, y me hizo jurar que no revelaría su secreto. Hoy rompo mi palabra, porque conviene que se sepa de él. Amedeo Furst es un gran autor del Cantón Ticino y un artista de tan extrema discreción que no sólo no ha sido fotografiado nunca, sino que nadie lo ha visto jamás. Su caso es tan especial, y llega tan lejos su discreción, que nunca ha querido publicar ningún libro, porque no sólo no quiere que lo vean, sino que tampoco quiere que lo lean, pues para él escribir no es más que una forma sutil de exhibicionismo, en el que incluye incluso a aquellos escritores que, aunque no se dejen ver, cometen la desvergüenza de publicar. Ustedes se preguntarán cómo se ha tenido noticia de las tesis de Furst, o de su nacionalidad, e incluso de su nombre, si nunca las ha escrito ni expuesto de viva voz. Yo también me lo pregunto. En realidad hay quienes sostienen que sus libros sí existen y que son magníficos, pero que nadie está seguro de cuáles son, pues suele publicarlos en editoriales menores y bajo nombres absolutamente anodinos, en oscuros idiomas que muy pocos entienden, como el muinane y el vasco. A mí esto no me consta. Los escritores secretos, en realidad, tienen un modelo importante: el más grande de todos los escritores invisibles es Dios. El Espíritu Santo ha dictado, al oído de apóstoles y profetas, algunos de los más sugestivos textos literarios: versículos del Nuevo Testamento, proverbios de los Salmos, profecías de los mayas, versos del Cantar de los Cantares, suras del Corán... ¿Y quién lo ha visto nunca? Nadie, porque el Altísimo no se deja ver y, en sentido estricto, ni siquiera tiene nombre. Dios es tan famoso, y vive en boca de todo el mundo, tanto de devotos como de detractores, gracias precisamente a su invisibilidad. Los escritores que no se dejan ver se quieren volver invisibles, como Dios, y como Él hablar solamente a través de la Palabra. No hay culto más puro y más profundo que el culto por aquello que no se conoce. Un rostro humano, indudablemente, humaniza. No tener cara ni cuerpo, en cambio, en cierto sentido diviniza. Muchos adoran a los grandes escritores escurridizos, a esos que, de algún modo, viven bajo el burka del anonimato sin rostro, como esas bellas imágenes de Mahoma velado. El mecanismo psicológico de su idolatría, si uno lo piensa bien, es bastante elemental: cuando un escritor, un intelectual, no se siente suficientemente reconocido por los medios, cuando le parece que no hay correspondencia entre la popularidad de unos mediocres y la propia oscuridad (siendo él un genio comparado con tantos deficientes mentales), entonces su predilección, y más aún su devoción, se concentra en esos escritores que, pudiendo ser célebres, se resisten a cualquier aparición mediática, y se esconden en una austera intimidad, rechazando los premios, odiando la televisión, los periódicos, las entrevistas y en general cualquier aparición pública. "Ése sí es un tipo digno, pulcro, discreto; no como otros...", recalcan los artistas oscuros e incomprendidos. En aquellos que a pesar de ser célebres no se dejan celebrar está su desquite. Aunque éstos sean invisibles voluntarios, los invisibles involuntarios se sienten vengados por los famosos escurridizos. -

Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) acaba de publicar Traiciones de la memoria (Alfaguara. Madrid, 2010. 272 páginas. 19,50 euros) y en abril publicará El amanecer de un marido (Seix Barral. Barcelona, 2010. 232 páginas. 18 euros).

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