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Reportaje:

Animal de distancias

Hace unos años me invitaron a un festival de poesía en Mallorca. Sólo Manuel Vázquez Montalbán y yo escribíamos en castellano. Los anfitriones pertenecían a la izquierda catalanista. Pronto me di cuenta de que tenían ciertas alergias para definirme. Con Vázquez Montalbán no había problema: era un poeta catalán en lengua castellana. Pero un poeta castellano en lengua castellana constituía en sí mismo una redundancia. Definirlo en esos términos delataría pobreza de vocabulario. Yo me ponía en su lugar. Habría querido ser un poeta nicaragüense, un poeta filipino en español, un chicano en spanglish. Pero era un castellano en castellano. En realidad no había nada ofensivo en mis anfitriones. Su resistencia a usar la palabra español o la palabra España era por ellos, no por mí. Al final llegó el momento de presentarme en el escenario: "Un poeta griego y romano que vive en Salamanca". Una hermosa perífrasis. Yo, que había estado implicado en el tabú, me vi de pronto envuelto en el eufemismo como en un luminoso papel de regalo. Me sentí cómodo. Di gracias a esos prejuicios que habían dado con la definición perfecta. Por ahí andaba la clave de mi relación con mi idioma.

A poco que nos pongamos a meditar sobre nuestro idioma, nos vemos frente al espejo de nuestra vida. En el caso de un poeta, darse cuenta de cómo escribe. Le obliga a elegir si se siente escritor o si se siente poeta, o ambas cosas. Yo soy sólo un poeta. Entiendo que el escritor tiene en el lenguaje una herramienta de su trabajo. La herramienta principal y más noble, pero no más. El poeta, en cambio, se convierte en lenguaje. Es lenguaje, aunque lo sea sólo por algunos momentos. Esos momentos son lo que llamamos poemas. Un escritor tal vez sea más consciente del idioma. Yo ahora mismo siento que los poemas están escritos directamente en lenguaje. En el lenguaje. No tanto en un idioma particular. Por supuesto noto que el lenguaje se concreta en la lengua española. Noto todas y cada una de sus palabras. Pero tengo la sensación de que digo sin más.

En cuanto a la inmensidad de la lengua española, detecto entre quienes escriben en ella un dilema invisible. De un lado los americanos, de otro los españoles, que a veces somos reducidos a peninsulares. Hay una diferencia de temperaturas incluso en su relación con los otros idiomas. También en el modo de ser cosmopolitas. Uno de los grandes errores de la historia literaria es haberse centrado en la idea de nación y haber dejado de usar la idea de imperio, aunque fuera como metáfora. Y digo esto porque latinoamericanos y españoles usan la misma lengua, pero pertenecen a imperios distintos. Es cuestión tan larga que no es para debatirla aquí. Digamos solamente que el proyecto actual de la literatura española es europeo. Y que el proyecto de la literatura latinoamericana es en general cualquier cosa menos europeo. Excluyo las excepciones, claro. Excluía a Mario Vargas Llosa ya antes del Nobel. Excluyo a León Febres-Cordero, que ha vivido veinte años en Londres, diez en Barcelona y ahora escribe sus tragedias helénicas en Sevilla. ¿Importa mucho dónde nació un ciudadano del mundo?

La cuestión es que no estábamos preparados para las bromas sutiles de la historia, al menos de la historia de la literatura. Una es que se pueda distinguir a un español de un hispano, hasta el punto de que un hispano sea cualquier cosa menos español. Esto le resulta raro a alguien como yo, formado en la lengua de Roma. Por eso mismo me extraña tanto que, si busco bibliografía sobre poetas latinos, me aparezcan Neruda o Rubén Darío antes que Virgilio o Catulo. A Borges le habría gustado esta paradoja de Google.

En cualquier caso el poeta es un animal de distancias. La mayor distancia que toma es la que escinde su lenguaje del idioma común, que lo circunda como un asedio. Así, hace unos años habría dicho de mí mismo que era un poeta español. Ahora me conformo con ser aquello otro: un poeta griego y romano que vive en Salamanca. Por otra parte, ni un poeta ni un profesor universitario viven de manera permanente en ningún sitio. Muchos de mis días transcurren en otros lugares. Escribo estas líneas en una ciudad del Adriático cuyo otoño alterna lluvia silenciosa con sol radiante. Ser griego y romano no se refiere al espacio, como es obvio. En el tiempo sucede la verdadera decisión lingüística de los poetas, que escriben para lectores futuros o pasados tanto como para los contemporáneos. Ese es el idioma que quisiera usar. Lenguaje de todos. El español, dialecto del latín, no es mal idioma para intentar cumplir la obligación del poeta: levantar, como dijo el gran Alfonso Canales, un mundo "resistente a los años".

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