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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Animalario salta al otro lado del espejo

Marcos Ordóñez

Penumbra, en el Matadero, es un valiente salto colectivo: de Juan Cavestany y Juan Mayorga, que no escribían juntos desde Alejandro y Ana y aquí firman uno de los textos más sugerentes y poderosos de los últimos años, y del grupo Animalario, que a las órdenes de Andrés Lima ha corrido, como sus autores, el mayor riesgo que puede correr un artista en estos codificadísimos tiempos: no hacer lo que se esperaba de ellos, aventurarse por otro territorio, otra manera, otra tonalidad. Me ha hecho muy feliz Penumbra (el coraje y el talento son poderosos estimulantes) y me han sorprendido ciertas acusaciones de ininteligibilidad. Vivimos una época en la que se comulga con pedanterías absolutamente indescifrables (la mayoría con sello foráneo) y al mismo tiempo se arruga la nariz ante cualquier propuesta propia que va más allá del relato lineal y del dos más dos cuatro, que se atreve a levantar los velos de la realidad, que imanta su brújula en las aguas de la poesía y el misterio. A modo de senderos en el bosque, diría que las estrategias de Penumbra no están lejos de Pinter (el Pinter de Ashes to ashes), del Bergman más furiosamente onírico de A través del espejo y La hora del lobo, o, más reciente, del estremecedor Purgatorio de Castellucci. O de relatos como En sueños empiezan las responsabilidades, de Delmore Schwartz, una muy adecuada carta de navegación ya desde su título, aunque el mismo texto de Cavestany y Mayorga ofrece no pocas pistas refulgentes. La escena nuclear de Penumbra, en la que los autores parecen condensar su poética y la clave del criptograma está, muy adecuadamente, en el centro de la función: el niño interroga y Penumbra contesta, pero sus frases anteceden a las preguntas: como diría Fox William Mulder, un sueño es una respuesta a una cuestión que todavía no se ha formulado. (Penumbra dirá luego, axiomático: "¿Cómo se le cuenta el mundo a un niño sin mentirle? Como se le cuenta un sueño"). Se nos sugiere también que conviene aparcar la lógica elemental y se nos invita a abrir los ojos y los oídos, único requisito para percibir los ecos, los puentes ocultos, las galerías secretas de la historia, como quien juega "a superponer el plano del metro de una ciudad sobre el mapa de las calles de otra". De hecho, la atenta escucha de ese fragmento culmina con un premio: la revelación de la misteriosa identidad de Penumbra, ese personaje sabio y triste que observa desde lo alto, que parece atravesar las paredes, que abraza y guía a los miembros de la familia o encarna sus más profundos pesares, y que Guillermo Toledo interpreta como si fuera un joven Erland Josephson.

Las estrategias no están lejos de Pinter, del Bergman más furiosamente onírico de 'A través del espejo' o del estremecedor 'Purgatorio' de Castellucci

Beatriz San Juan ha diseñado una escenografía tan sencilla (y módica: se agradece) como esencial: el esqueleto de una casa, envuelta en una niebla de láminas de plástico. Niebla traslúcida y densa, que puede asfixiarte. Una casa de verano, donde el padre veraneó en su infancia. Una casa minúscula, por la que los tres (el padre, la madre, el hijo) entrechocan como moscas apresadas en un dado. "Si miras la casa desde fuera", dice el padre, obsesivo, "en la pared de la playa se ven dos ventanas. Sin embargo, dentro hay tres". Como en Rojo oscuro, la primera obra maestra de Dario Argento, lo que oculta la tercera ventana es un hecho de sangre que sólo retienen los sueños. La tercera ventana también puede ser espejo o apertura al naufragio que se repite una y otra vez como una maldición inexorable: el barco que choca contra el acantilado, los pasajeros que saltan por la borda. 365 pasajeros, para ser exactos. El padre (Alberto San Juan) vive en un estado de eterna pesadilla, de constante inminencia de la catástrofe. Viaja en sueños a la vecina casa de los abuelos, reclamado para evitar algo espantoso, algo que ha sucedido o puede suceder en cualquier momento. Pero la voz de la abuela (Gloria Muñoz, en glorioso off) flota en el vacío, compitiendo con el televisor tronante que se convierte en una nueva fuente de horror: a oídos del padre, Pasapalabra puede ser una emisión alienígena, un lenguaje cifrado ("achiote, ajenuz, almáciga") para transmitir sospechas y amenazas. Los sueños invaden y contaminan la vigilia, las palabras, los objetos: una caja de zapatos que se abre al anochecer, en un café, como una horrible ofrenda; el mismo café donde la esposa recibirá una demanda de la que no puede escapar. Alberto San Juan interpreta al padre como el Jack Torrance de El resplandor ("¿Qué os pasa? ¿Me tenéis miedo? Yo no os haría nada, nunca, jamás") sin las muecas de Nicholson; Nathalie Poza, la madre, con el terror sacudiendo sus ojos, su cuerpo entero, le habría dado cien vueltas a Shelley Duvall. El hijo es, literalmente, una marioneta (un aplauso para Ramón y Cía) que en las manos, la voz y la mirada de Luis Bermejo exhala la rabiosa melancolía de un pequeño Hamlet. Hay algunos pasajes mejorables (los rituales de las cenas falsamente felices, que se repiten entre mímicas violentas y música barroca como un ballet mecánico, recuerdan un poco a las toscas resoluciones de cierto teatro independiente de los setenta), pero apenas empañan el clima alucinatorio, subrayado por el piano espectral de Nick Powell y los instrumentos de juguete de Pascal Comelade (de nuevo, ecos de Argento), y pronto quedan atrás, sepultados por los enormes momentos: la brutal escena (puro Lynch) del polvo agónico ("¿Te lo ha pedido mi madre, verdad?"), el crescendo (puro Castellucci) de los sonidos que el niño escucha en la alcoba de los padres, y la mutación final del punto de vista, tan terrorífica como la imagen de la noria en Sputnik, mi amor, de Murakami. Soberbias interpretaciones, tensa y vibrante dirección de Lima: Penumbra (quizás el espectáculo más personal, más íntimo, más doliente de Animalario) encontrará -está encontrando ya- a su propio público, como lo encuentra todo arte que viene de la tripa. Y una cosa más: es un texto perfecta y orgullosamente exportable. Tampoco dejen de ver Un tranvía llamado Deseo, en el Español, y Llama un inspector (Goya, Barcelona), dos montajes solidísimos, cosidos a mano: artesanía pura.

Penumbra, de Juan Mayorga y Juan Cavestany. Dirección: Andrés Lima. Animalario. Matadero. Madrid. Hasta el 20 de marzo. www.mataderomadrid.com. Un tranvía llamado Deseo, de Tennessee Williams. Dirección: Mario Gas. Teatro Español. Madrid. Hasta el 10 de abril. www.esmadrid.com/teatroespanol. Llama un inspector, de J. B. Priestley. Dirección: José María Pou. Teatro Goya, Barcelona. www.teatregoya.cat.

Escena de <i>Penumbra,</i> montaje de Animalario, con texto de Juan Mayorga y Juan Cavestany, y dirección de Andrés Lima.
Escena de Penumbra, montaje de Animalario, con texto de Juan Mayorga y Juan Cavestany, y dirección de Andrés Lima.A. de Gabriel

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