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Reportaje:IDA Y VUELTA

Apocalipsis del plástico

Antonio Muñoz Molina

Hay libros que alguien planea y escribe ordenadamente en torno a un tema. Hay otros que parece que se escriben solos y que proliferan guiados más o menos a ciegas por el empuje de una obsesión. Hace unos años, por casualidad, Donovan Hohn leyó la historia de un naufragio que habría tenido lugar en 1992, en lo más desolado del noroeste del Pacífico, al sur de las islas Aleutianas. Más tarde iba a descubrir que en realidad no había sido un naufragio: un buque de carga, el Ever Laurel, se encontró en medio de una espantosa tormenta, y en uno de los bandazos que estuvieron a punto de hundirlo una parte de los contenedores almacenados en la cubierta cayó al mar. Dentro de uno de ellos había un cargamento de 28.800 juguetes de plástico fabricados en China y con destino a Estados Unidos. A raíz de sus primeras lecturas, que muy pronto lo llevaron a descuidar su trabajo y a perder días en hemerotecas consultando oscuras revistas de comercio marítimo o buscando su rastro por Internet, Hohn entendió que los 28.800 animales de juguete eran patitos amarillos con grandes ojos y pico naranja como los que flotan en todas las bañeras infantiles del mundo. Imaginaba las aguas del Pacífico cubiertas por una armada de patitos amarillos, dispersados por las corrientes con el paso de los años, apareciendo en el interior de bloques de hielo en el Ártico o entre las algas arrojadas por la marea en una playa de Brasil o de Nueva Inglaterra.

Hohn tenía un oficio digno, una familia. Su esposa estaba a punto de dar a luz su primer hijo y él trabajaba como profesor en una buena escuela de Nueva York. Al principio su indagación fue más o menos caprichosa. Se enteró de que en realidad los animalitos náufragos no eran todos patos amarillos, cómicamente mecidos por olas de varios metros en los mares más profundos y más alejados de tierra firme del planeta. Había 7.200 patitos, 7.200 ranas verdes, 7.200 castores rojos, 7.200 tortugas azules. Y su pérdida en el mar no era el único desastre sucedido en aquellas aguas: en 1990, en un choque entre dos buques mercantes cerca de Alaska, se había perdido un cargamento de 80.000 pares de zapatillas Nike. Meses más tarde zapatillas sueltas, forradas de algas y de pequeños moluscos de concha, aparecían en las playas de la costa noroeste de Canadá. En 1995, en una playa del Estado de Washington, alguien había encontrado una tortuga todavía perfectamente azul y un patito descolorido. Hohn descubrió un submundo de coleccionistas obsesivos de los objetos arrojados por el mar; y también de científicos dedicados a la oceanografía y a la ecología que estudian las pautas de las corrientes marinas para determinar la trayectoria de las toneladas de basura de plástico que se acumulan hasta en lo más lejano de alta mar, en las costas menos visitadas, en las playas de las islas más parecidas al paraíso terrenal.

Por entonces la búsqueda de Hohn ya no tenía remedio. El libro futuro había estallado en su imaginación, como surge fuera del agua un juguete de plástico que un niño ha arrastrado hasta el fondo de la bañera para luego dejarlo subir. Quizás la gran broma del título se le ocurrió cuando aún no estaba seguro de que se pondría a escribir el libro, porque los mejores títulos no son etiquetas que se adhieren a posteriori a un libro ya terminado, sino semillas imperiosas que lo contienen entero y que confirman la posibilidad, la necesidad de su escritura. Donovan Hohn había leído desde muy joven relatos de exploraciones, y había contraído con Moby Dick esa larga deuda de agradecimiento y devoción que ya no nos abandona una vez que nos hemos contagiado de esa novela que no se acaba nunca y que no se parece a ninguna otra. Moby-Duck es una broma y es un homenaje. Imaginar la historia insensata de la pérdida, la búsqueda, el hallazgo de esos 28.800 juguetes naufragados y darle ese título era casi tener ya el libro en las manos.

Pero el libro, para llegar a existir, no exigiría solo la disciplina de la investigación y de la escritura diaria. Muy pronto Donovan Hohn descubrió que para contar de verdad aquella aventura él mismo tenía que vivirla en primera persona. Obtuvo un permiso temporal en la escuela y decidió viajar a la costa en el extremo norte de Alaska en la que habían aparecido poco tiempo atrás un patito, una tortuga, dos o tres castores. A su esposa le faltaban semanas para dar a luz y él andaba navegando por el extremo Norte del mundo en compañía de investigadores temerarios y de aventureros excéntricos que se juegan la vida intentando remediar en algo la catástrofe inmensa de las basuras de plástico. La ballena blanca de su búsqueda eran aquellos animalitos de juguete, pero el apocalipsis con el que fue encontrándose se le reveló más aterrador que las cacerías que hacia finales del siglo XIX estaban a punto de exterminar a los grandes cetáceos. En bosques de coníferas sumergidos en una perpetua niebla de llovizna marítima sus botas se hundían en extensiones de residuos de plásticos arrojados tierra adentro por la violencia de las tormentas. La playa más sucia del mundo no está en el litoral turístico del Mediterráneo, con su caldo veraniego de cremas de bronceado, sino en el extremo sudoeste de Hawai, donde no vive nadie, y donde la arena brilla al sol con millones de bolitas y de fragmentos y de objetos enteros de plástico. En el laboratorio de un biólogo marino asistió al examen de los estómagos de albatros muertos: pescados y calamares a medio digerir se mezclaban en una pasta hedionda con mecheros, tapones de botellas de agua, anillos de plástico de los que sujetan eso que en los supermercados llaman packs de latas de cervezas o de refrescos.

A cien millas del archipiélago de Hawai, en las muestras de agua de mar recogidas por el velero en el que viaja Hohn, el contenido de plástico es cuarenta y seis veces mayor que el de plancton. Uno de los científicos a bordo se lanza al agua con sus aletas y su máscara de submarinismo y cuando emerge de nuevo trae en la cabeza la bolsa de plástico de una cadena de supermercados japoneses. Millones de mecheros desechables de todo el mundo giran en las corrientes marinas y acaban en los estómagos de los albatros. Cuanto más longevo es un animal marino -un albatros puede vivir cincuenta años- más tiempo tiene para envenenarse de las sustancias tóxicas que contienen los plásticos.

Durante años Donovan Hohn continúa su búsqueda. La gente con la que se encuentra es tan rara, tan estrambótica, tan heroica, que daría para varios libros posibles. Yo leo Moby-Duck y recupero la excitación nerviosa de los grandes relatos de viajes que me gustaban tanto en mi adolescencia apocada y sedentaria, los inventados por Verne y Stevenson y los vividos de verdad por tantos exploradores que le revelaban a uno, aunque no hubiera salido de su pueblo, la maravilla de la amplitud y la variedad del mundo.

Moby-Duck: The true story of 28,800 bath toys lost at sea and of the beachcombers, oceanographers, environmentalists, and fools, including the author, who went in search of them. Donovan Hohn. Penguin, 2011. 416 páginas. www.donovanhohn.com. antoniomuñozmolina.es

Imagen tomada en la costa de Manila en 2008.
Imagen tomada en la costa de Manila en 2008.Cheryl Ravelo / Reuters

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