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Reportaje:

Arquitectura de buena cepa

Anatxu Zabalbeascoa

La verdad del vino sigue entrando por la boca. Pero se está convirtiendo en norma que las bodegas deslumbren la mirada. Hoy, el aspecto de éstas busca resultar tan revelador como la denominación de origen de sus vinos. La fiebre de las bodegas de vanguardia comenzó en España a principios de los noventa. Casi veinte años después, cuando la arquitectura se cuestiona la herencia del star system, los viticultores tienen opinión propia. Los vinos son otros, las bodegas se han convertido en reclamos turísticos y los empresarios manejan cifras que respaldan sus ambiciones monumentales.

Como la gastronomía, el vino ofrece una cultura que entra sin esfuerzo. Por eso varias marcas supieron ver que, en la globalización del vino, la arquitectura de impacto podía convertirse en una potente herramienta publicitaria. Los nuevos reclamos funcionarían tanto para popularizar los caldos como para fortalecer el ecoturismo, que entonces no tenía nombre, pero hoy mueve peregrinaciones. Tal ha sido el éxito de esa combinación entre cata de vino y descubrimiento turístico que el fenómeno ha hecho saltar la alerta entre la aristocracia del vino. Incluso los antiguos châteaux bordeleses han bajado la vista para contemplar lo que está sucediendo en el norte de España.

Incluso los Chateaux bordeleses bajan la vista para ver qué sucede en España
Los nuevos edificios añaden su denominación de origen a la del vino
La relación no es nueva. arquitectos modernistas ya firmaron bodegas hace décadas
Hoy, tanto las bodegas de solera como las nuevas recurren a la vanguardia

Cuando en 1997 Frank Gehry concluyó su Museo Guggenheim en Bilbao, declaró: "Nunca antes me había sentido tan libre". Tenía 68 años. Y se hizo tan famoso que fue incluso personaje de Los Simpsons. El Guggenheim, y su efecto en el renacimiento de Bilbao, parecía irrepetible. Pero alguien pensó que aquella revolución podía trasladarse al mundo del vino.

Cuando el titanio del museo bilbaíno estaba en boca de todos, en las bodegas Marqués de Riscal trataban de cuajar una estrategia para su expansión. Y alguien tuvo la gran idea: invertirían en un Gehry. Asociarían la alegría creativa del canadiense a su bodega de Elciego (Álava). Se trataba de construir el anuncio y de esperar el eco de la prensa mundial. "Hemos conseguido que nuestra bodega aparezca en medios de tanto prestigio como CNN, The Financial Times, Wine Spectator... Es ahí donde se está viendo rentabilizada la inversión. El coste de la inversión publicitaria que tendríamos que haber hecho en todo el mundo para aparecer en medios con reportajes de alta calidad nos habría costado más". Ramón Román, responsable de comunicación, lo ve claro hoy. Pero a finales de los noventa el asunto no fue tan sencillo.

Para empezar, Gehry no era un experto en vinos. Entre el paisaje de cepas y la oscuridad de la bodega centenaria, la clave la dio una botella. Era del año 1929 (el del nacimiento del arquitecto), y Alejandro Aznar, el presidente de la compañía, la degolló para celebrar su visita. Estaba espléndido y Gehry debió de sentir esa parte sagrada del vino: firmó el contrato. Poco después, embotellaron un reserva que ha encabezado la lista de los 75 mejores vinos españoles de la Guía Repsol 2009: el Marqués de Riscal Frank Gehry Selection 2001. La idea alocada resultó ser una intuición cabal: el hotel de Gehry, que costó sesenta millones de euros, es hoy una ciudad del vino, con spa de vinoterapia y restaurante de lujo. Tras su inauguración en 2006, las exportaciones a Estados Unidos aumentaron un 20%. Y las visitas se dispararon hasta superar los 60.000 visitantes.

Aquel sorbo de 1929 forma parte de la leyenda que relaciona hoy arquitectura de vanguardia y vino. Se cuenta tanto como la no-visita de la diva de la arquitectura, Zaha Hadid, a las bodegas López de Heredia en Haro, donde firmó un espectacular pabellón. Sin embargo, a María José López de Heredia le cuesta poco disolver el mito de una arquitecta que no hace visitas de obra: la iraquí no acudió porque se le pidió un edificio itinerante, "un techo para el antiguo pabellón de vinos construido en 1910 para la Exposición Universal de Bruselas". Así, la directora de una de las pocas bodegas con taller de tonelería propio disfruta de su Hadid, que llaman la Boutique, "como quien disfruta de un Picasso".

A finales de los noventa, con Gehry y Hadid haciendo su revolución arquitectónica en la élite del vino español, la combinación entre tradición y vanguardia cuajaba. Pero la bodega pionera de este nuevo marketing era un folio en blanco. De padres andaluces con siglos de experiencia en el lanzamiento de vinos y coñás, las bodegas Ysios en Laguardia (Rioja alavesa) llamaron a Santiago Calatrava para darse a conocer. Cuando la bodega se inauguró en 2001 se convirtió en una de las más visitadas. Ocho años después, la nave ondulante de Calatrava sigue siendo espectacular. Su cubierta de aluminio contrasta con la imagen, discreta y sólida por fuera y oscura y mohosa por dentro, que uno tiene de una bodega. Existe un acuerdo generalizado en que fue ella la que impulsó en La Rioja la fiebre por relacionar vino antiguo y arquitectura de futuro. Sin embargo, la idea no era nueva. Sus dueños, los Domecq, habían levantado en 1974 una monumental bodega en Jerez que fue conocida como La Mezquita por los arcos de herradura de la estructura ideada por Javier Soto López-Doriga. Entonces celebraban los cien años de su coñá insignia: Fundador. Un cuarto de siglo después, los Domecq miraban al norte en busca de nuevas cepas.

La relación entre arquitectura de vanguardia y vino no es nueva. Algunos arquitectos modernistas, como César Martinell (1888-1973), llegaron a firmar hasta 40 bodegas en el marco reducido de tres denominaciones de origen. En Terra Alta (Tarragona), la bodega del sindicato agrícola Pinell de Brai permanece inalterada setenta años después de su conclusión. Y todavía se visita. Martinell fue un discípulo de Antoni Gaudí, que a su vez firmó en Garraf, cerca de Barcelona, unas bodegas para su patrono Eusebi Güell en 1897. Por esas mismas fechas, Josep Puig i Cadafalch dibujaba el celler de los cavas Codorníu, en Sant Sadurní d'Anoia. Dos décadas, de 1895 a 1915, le costó construirlo. Pero desde 1976 la bodega es intocable: fue declarada monumento histórico-artístico.

A los cellers catalanes de principios de siglo y las monumentales bodegas andaluzas se suman ejemplos riojanos que, influidos por el hacer de Burdeos, miraban con buenos ojos a cuanto se hacía en Francia. Así, y para las bodegas Viña Real, Gustav Eiffel firmó entre 1890 y 1909 una nave innovadora. Recientemente, CVNE encargó a otro francés, Philippe Mazières, la renovación de su bodega Viña Real. Éste respondió con una monumental tina de madera, hormigón y acero: un homenaje a la barrica donde deben descansar los grandes vinos.

Hoy, tanto las bodegas con solera como las nuevas recurren a la vanguardia internacional de la misma manera que lo hicieron en California en 1987. Allí, el viticultor Clos Pagase organizó un concurso para elegir al arquitecto de sus bodegas. Michael Graves se hizo con el premio. La posmodernidad era el estilo del momento y su bodega dio la vuelta al mundo. Pero la que convenció a los arquitectos no fue la de Graves, sino la que levantaron una pareja de discretos suizos en 1990 cerca de Basilea, donde todavía viven. La bodega Dominus disparó la reputación de la arquitectura de Herzog & De Meuron tanto como centró la atención en el valle del Napa. Su cúmulo de piedras de basalto encerradas en malla dio la vuelta el mundo. Ellos, con sus futuros proyectos (la nueva Tate en Londres, el edificio de Prada en Tokio o Caixafórum en Madrid), la darían después.

Dominus desató el flechazo entre arquitectura y vino. Los nuevos edificios añadían una denominación de origen arquitectónico: la identificación entre un vino y la fama de un diseñador. Así, un edificio espectacular, enigmático o austero es un manifiesto de intenciones. Indica si un vino propone fiesta o si prefiere madurar en silencio. En esa línea, la bodega Protos, en la Ribera del Duero, optó por encargar a Richard Rogers un mensaje menos llamativo. Ha supuesto un desembolso de 36 millones de euros invertidos más en espacio y tecnología que en imagen. Una tecnología punta que servirá para elaborar vino paradójicamente "de cepas viejas con uva seleccionada a mano", declara su director general, Antonio Objeta, que confía en que las nuevas instalaciones permitan aumentar un 35% la cifra de facturación. El nuevo edificio inaugurará esta primavera otra era en la historia de Protos: su entrada en el ecoturismo.

Hoy, arquitectos tan insignes como Rafael Moneo han dado el salto y juegan también al otro lado de la barrica. Tras diseñar unas bodegas para Julián Chivite en La Horra (Ribera del Duero), Moneo centró sus desvelos en la finca La Mejorada, cerca de Olmedo, donde en 2004 pudieron almacenar sus primeros vinos. "Tenemos mejores vinos que nuestros mayores y no sé si tenemos mejores edificios", considera Moneo. Algo parecido, "valorar la cepa por encima de la bodega", es el mensaje de María José López de Heredia, cuarta generación al mando de las bodegas que llevan su apellido.

Desde el lado de la restauración, Josep Roca, el enólogo de los hermanos Roca de Girona, entiende la euforia constructiva. Pero al final "el arte y la belleza tienen que venir de la viña". Por eso no cree que la arquitectura de las bodegas lleve a sobrevalorar el vino. "Unas bodegas discretas pueden producir un vino excelente. El ejemplo está en la Borgoña", dice. También, desde San Pol de Mar, Carme Ruscalleda afirma que "la arquitectura impresionante hace que unas bodegas den la vuelta al mundo", pero insiste en que, como en la gastronomía, es "la calidad del producto lo que mantiene la marca de una casa".

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