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Reportaje:

Babel en Barcelona

Jordi Soler

Hace unos meses, una fría mañana de octubre, me planté, con las manos en los bolsillos, en el plató donde iba a empezar a rodarse Biutiful, la nueva película de Alejandro González Iñárritu. Aquí el término plató es opinable, porque en realidad me encontraba en el vestíbulo de un hospital, en la periferia de Barcelona, rodeado de gente que iba de arriba abajo, poniendo luces, tirando cables, sacando brillo a las paredes metálicas de un ascensor o aplicando destornilladores y alicates a una mampara que dividía el hospital real, por donde entraban y salían pacientes reales, del hospital de ficción, donde estaba a punto de comenzar el rodaje. Cuando salí del aturdimiento inicial y consideré que mi pasividad, con lujo de manos en los bolsillos, empezaba a ser un escándalo en medio de aquel frenesí, pregunté por Isolda, la asistente del director, a un hombre fornido de walkie-talkie que ya venía hacia mí, con la firme, e irreprochable, intención de echarme a la calle. Mi coartada para estar ahí era sólida y, simultáneamente, pírrica: "Soy amigo del director", dije al hombre fornido, e inmediatamente pensé que ésa era una declaración ridícula, una frase que podía esgrimir cualquiera. Cuando pensaba que el hombre fornido iba a echarme efectivamente a la calle apareció, providencialmente, Isolda, que llegó a rescatarme y a decirme que la cosa iba para largo y que procurara no perderla de vista, una orden que puede parecer sencilla de cumplir, pero que, en medio de aquel enjambre de trabajadores, no lo era tanto.

La forma en que construye sus escenas me recuerda al método de los novelistas
Monta un 'frankenstein' de chino, castellano, mímica y sentido común
Filma en la frontera entre realidad y ficción; le gusta trabajar con no actores
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Isolda se echó a andar y yo tras ella; salimos del hospital, atravesamos los jardines y llegamos a la zona donde estaban aparcados los tráileres de producción; mientras ella hablaba con un grupo de gente, yo, procurando no perderla de vista, cogí un vaso de café y un donut de la mesa del catering y me puse a husmear en el interior de un tráiler donde había una pila de cajas de plástico con una palabra misteriosa, escrita con rotulador: "Marambra". Más adentro, casi en el fondo, había otra pila, oculta en la penumbra, que al ser alumbrada con mi mechero reveló la palabra "Uxbal", un vocablo, por cierto, no menos misterioso. Anotaba yo estas palabras en mi libreta, que eran en rigor las primeras coordenadas de mi inmersión en el rodaje de Biutiful, cuando una voz a mis espaldas me hizo brincar: "Te he dicho que no me pierdas de vista", dijo Isolda, y un segundo más tarde ya había brincado fuera del tráiler y se dirigía a toda velocidad rumbo al hospital, hablando por walkie-talkie y volteando, de cuando en cuando, para asegurarse de que no la perdía de vista.

Cinco minutos después ya estaba yo sentado junto a Iñárritu, observando el set que habían montado dentro de uno de los tres ascensores que utilizan normalmente los pacientes y los médicos del hospital; la escena, que yo veía a ojo limpio enfrente de mí y también en el monitor del director, estaba montada alrededor del doble de luces, un hombre con la altura y el físico aproximado de Javier Bardem cuyo trabajo consistía en ocupar el espacio que más tarde ocuparía el actor para que el iluminador y el fotógrafo pusieran a punto su instrumental.

La escena era de una normalidad muy poco cinematográfica, y mientras la preparaban noté que los figurantes que hacían de camilleros, médicos y enfermos empezaban a confundirse con el personal del hospital y los pacientes de verdad, que esperaban la llegada de los otros dos ascensores; en medio de aquella confusión vi a una señora, evidentemente enferma, en una silla de ruedas, que empujaba un médico que trataba de abrirse paso entre los figurantes. "¿Por qué no dejan pasar a esa pobre señora?", le dije a Iñárritu, que trataba de descifrar algo en su monitor, un codo de más o un brillo molesto en el cuadro que preparaba; el director miró fugazmente hacia la señora y, con los ojos de vuelta en la pantalla, me dijo, lacónica, pero incontestablemente: "Son actores".

Aquel episodio me dio la clave de lo que iba a ver, durante los siguientes meses, en los distintos sets que iría montando por Barcelona. Iñárritu filma en la frontera entre la realidad y la ficción, su cuadro de actores tiene siempre un montón de personas que no han actuado nunca; pocas cosas le apasionan tanto como sacarle un guiño, un gesto, una expresión altamente cinematográfica, a una persona que, un minuto antes, no sabe actuar. "Conseguir que una persona normal actúe es muy complicado, pero, una vez que lo consigues, logras una naturalidad que difícilmente puede darte un actor profesional", dice el director. Cuando la escena del ascensor quedó técnicamente montada, Javier Bardem sustituyó al doble de luces, y el encuadre, que todo ese tiempo me había parecido desabrido y simplón, cobró con su presencia, inmediatamente, un hondo calado cinematográfico. Bardem desamarra una suerte de alquimia ambiental; a medida que se desplaza va transformando el mundo real en una película.

¿Y que hacía yo sentado con González Iñárritu en un set donde la prensa no tenía acceso? La historia es simple y, simultáneamente, rocambolesca, y la cuento porque de esa forma, de aquí en adelante, podré decirle Negro al director, como le hemos dicho a este hombre toda la vida. Resulta que hace 20 años Iñárritu era disc jockey de una estación de radio en Ciudad de México, y que yo lo era de la estación rival; él envenenaba a su auditorio con Rod Stewart y Elton John, mientras que yo intoxicaba al mío con Led Zeppelin y Jethro Tull. Durante una década cultivamos una sólida enemistad que hoy, dos décadas después, nos tiene a partir un piñón.

En perfecta contraposición con la película de Woody Allen, que presenta una Barcelona de tarjeta postal, Iñárritu ha rodado una historia en los barrios populares de la ciudad; uno de los sets fue montado en una iglesia de Santa Coloma de Gramenet, donde los chinos del barrio van a misa, pero ese día el equipo de producción llenó la nave con un tropel de gitanos que, a cambio de unos euros, aceptaron trabajar de figurantes en la película. Para llegar hasta ese plató tuve que recorrer toda la línea 1 del metro barcelonés, hasta una estación, la última, de nombre muy sugerente: Fondo. Que se llame precisamente así, Fondo, esa estación de metro, me pareció, esa mañana fría y lluviosa, una señal sobre el futuro de la ciudad.

A pesar de que me había dibujado un mapa del sitio adonde tenía que ir, tiré para el lado contrario y me perdí; estuve caminando durante media hora por calles que subían y bajaban, mitad perdido y mitad fascinado por la increíble diversidad del vecindario; al lado de una mercería de nombre La Princesa había un salón de belleza que anunciaba sus servicios en caracteres chinos, y después, en el mismo trozo de manzana, un bar donde un grupo de gitanos y africanos bebían cafés y cañas. Como tenía que llegar al sitio adonde iba, pregunté a dos personas, con las que me crucé en la acera, por la calle de Massanet, uno era chino y el otro venía de algún país de Europa del Este, y ninguno de los dos entendió nada de lo que intentaba preguntarles en catalán y en castellano. El nombre Fondo de la estación, de acuerdo con lo que puede verse alrededor, y echando mano de su carga literaria, no tiene tanto que ver con el final de algo, sino, más bien, con esa parte esencial, ese conjunto de elementos del que dispone una ciudad para renovarse de forma permanente. De estos barrios multiétnicos de la periferia saldrá, sin duda, la Barcelona del futuro.

Dentro de la iglesia abarrotada de gitanos el ambiente era claustrofóbico, el humo de los efectos especiales multiplicaba el calor y el agobio. Los gitanos del barrio habían asistido con sus mejores galas y seguían disciplinadamente las instrucciones de Javier, el asistente de dirección que iba gritando, como el contramaestre de un barco, las instrucciones de Iñárritu.

La escena era complicada, Bardem recorría a lo largo la iglesia, entrando y saliendo a saco de una cola multitudinaria que inundaba el pasillo central, hasta que llegaba, a un lado del altar, a darle el pésame a un individuo que debía de ser colega suyo -no estoy seguro porque desde el primer día le dije al Negro que prefería no leer el guión para enfrentarme en estado virginal al rodaje, sin expectativas ni prejuicios, "me apetece ser un testigo accidental, un colado, un espía", le dije-.

A esas alturas del rodaje ya había averiguado el significado de los dos vocablos que coronaban las pilas de cajas de plástico que había visto en el tráiler: Uxbal es el nombre del personaje que encarna Bardem, y Marambra, el de Maricel Álvarez, la actriz que lo acompaña. La caminata de Uxbal entre los gitanos se repetía una y otra vez porque algo fallaba siempre, alguien miraba a la cámara, alguien se reía o lloraba exageradamente, y mientras el asistente de dirección reacomodaba a gritos a la multitud, Bardem se refugiaba en la sacristía y trataba de concentrarse para la siguiente toma debajo de un crucifijo y de una fotografía del Papa. De pronto estalló un motín, se interrumpió la filmación y el líder gitano expuso, jaleado por sus vecinos, que el pago por ese trabajo, que se había alargado más de lo previsto, era insuficiente; la negociación, que tendría que haber sido parte de la película, tenía una violencia histriónica; el asistente de dirección, alarmado por el caos que empezaba a apoderarse del plató, gritó: "¡Un poco de respeto, que estamos en la casa de Dios!".

La potencia de tarjeta postal que tiene la esquina del paseo de Gracia y Consejo de Ciento quedó matizada por la escena que el Negro rodó ahí. Uxbal cruzaba la calle para encontrarse con un inmigrante africano que se dedicaba al comercio en manta y que, a todas luces, tenía negocios con él; durante el rodaje de esa escena, el Tiburón, el hombre responsable del sonido, me presta unos cascos para que pueda oír el diálogo que sostienen, a lo lejos, los actores; entre toma y toma, como me dejo los cascos puestos y los actores siguen bajo el boom, oigo cómo Bardem le dice a Iñárritu que cruzar el paseo de Gracia tantas veces empieza a pesarle. Cuando más concentrado estoy en mi espionaje auditivo, Nicolas Giacobone, el guionista de la película, me advierte: "Si te ven aquí sin hacer nada, van a ponerte a cargar algo o a jalar cables", y entonces yo saco una libreta, y mientras hago como que escribo, oigo al asistente de dirección que le dice al Negro: "Hay que interrumpir el rodaje, viene una manifestación de bomberos bajando por el paseo de Gracia".

Unos días más tarde, el equipo de producción de Biutiful se instala al principio de Las Ramblas, otro encuadre de tarjeta postal debidamente neutralizado por la escena que va a rodarse. El Negro está nervioso porque sus extras, una panda de inmigrantes africanos del top manta, tienen que correr Ramblas abajo, perseguidos por la policía, y escabullirse entre la gente que pasea; como es domingo, en Las Ramblas hay un hervidero de turistas y nativos. Las tomas se suceden una tras otra, la policía golpea a los inmigrantes con sus macanas, algunos caen al suelo y otros logran escabullirse entre la multitud; no toda la gente que contempla el espectáculo sabe que es una película, muchos corren despavoridos creyendo que se trata de un follón policial auténtico. Igual que en el hospital, la ficción se confunde con la realidad, y una señora va a reclamarle a un policía real, que contempla la escena, la poca solidaridad que observa con sus compañeros que se baten en esa escandalosa y multitudinaria aprehensión; "es una película", se defiende el policía; la señora no le cree y se va refunfuñando de esas cosas que antes no pasaban en Barcelona.

Unos días más tarde el plató se instala en una callejuela del barrio del Raval, el antiguo barrio chino que inmortalizaron las novelas de Vázquez Montalbán; pero el montaje no se hace en una de esas calles que últimamente ha hermoseado el Ayuntamiento, sino en una zona oscura, llena de pátina, que corresponde al paisaje cinematográfico que propone Iñárritu, esa Barcelona donde ni barceloneses ni turistas suelen poner los pies. El equipo de producción cerró el paso, y la vista, a la callejuela con unas mamparas, y yo me instalé afuera con la parte del equipo que coordinaba las acciones en la calle porque, me parecía, en esa zona estaba el reverso del cine, su espalda, eso que no se ve, pero que es indispensable para que exista el anverso, es decir, la película. El equipo eran cuatro individuos que empezaban a operar medio minuto antes de que Iñárritu gritara ¡acción!; en ese momento, uno de ellos, que estaba situado a 25 metros del set, se colocaba en medio de la calle e invitaba a los motociclistas, que pasaban por ahí todo el tiempo, a que apagaran el motor y pasaran enfrente del set empujando silenciosamente su motocicleta. Mientras tanto, los otros tres gritaban a todo pulmón: ¡silencio, por favor!, una petición común, pero que, en mitad de la calle, en ese barrio bullicioso, parecía una impertinencia. Sin embargo, la gente se callaba y los motociclistas apagaban el motor de buena gana; en cuanto terminaba la toma, el grito de ¡corte! se reproducía en la calle, y entonces, toda esa gente que, con moto y sin ella, había quedado en vilo durante el minuto y medio que duraba la escena, se ponía en movimiento, entraba en acción cuando gritaban corte, como no podría ser de otra manera en el reverso de la película.

Una semana más tarde, el plató estaba en un piso de Poble Nou, un barrio barcelonés lleno de naves industriales. Brigitte Broch, la directora de arte, reprodujo el interior de una maquiladora china con un asombroso nivel de detalle; dentro de ese plató era muy evidente la cantidad de artificios, de piezas de ficción, que se necesitan para representar, de manera convincente, la realidad. La escena que ahí se rodaba era típica del Negro; las mujeres chinas que actuaban como trabajadoras de una maquiladora clandestina no eran actrices, eran trabajadoras de una maquiladora real, estaban ahí representándose a sí mismas, dándole puntadas en una máquina a un bolso falso de Louis Vuitton que, probablemente, ellas mismas habían fabricado en su maquiladora real. Las instrucciones en castellano del director iban siendo traducidas al chino por una intérprete, pero eran tantas y tan variadas, y la toma se había repetido tantas veces, que al final quedó establecido un frankenstein lingüístico entre el chino, el castellano, la mímica y el sentido común, que hizo al asistente del director, que desde luego no hablaba chino, dar la siguiente instrucción, que, por extravagante y florida, anoté en mi libreta: "Milén-sulién-pinpín". El efecto que produjo el "pinpín" en las mujeres fue pasmoso, y un minuto más tarde habían conseguido la toma buena.

Unos días después el rodaje se trasladó a casa de Uxbal, un pisito oscuro en una zona oscura de Badalona; hacía un frío de perros, y en la calle donde estaba el plató una familia numerosa de gitanos cocinaba algo en una hoguera. Aunque no eran ni las diez de la mañana, la fiesta llevaba una velocidad de crucero considerable, había guitarra, palmas y unos vasitos que, a juzgar por la atmósfera que reinaba en el lugar, debían de ser de aguardiente. Conforme recorría la calle pensaba en el método de dirección del Negro: en lugar de construir un set en un piso de, digamos, el Eixample barcelonés, lo monta in situ, en el barrio y en el piso donde vive Uxbal, su criatura de ficción, porque la calistenia emocional que provee el contexto del barrio a los actores termina siendo una herramienta invaluable a la hora de meterse en la piel del personaje. La escena era una conversación entre Uxbal y Marambra, en la mesa, con dos niños, sus hijos supongo, porque, como he dicho, no he leído el guión. Marambra habla compulsivamente, cuenta una anécdota crispante que saca de sus casillas a Uxbal, que, mientras la escucha, come un plato de espaguetis. La escena se repite una y otra vez; Rodrigo Prieto, el fotógrafo, está metido con su cámara en un pequeño hueco que hay entre la mesa y la pared, y en una de las múltiples tomas, cuando Alejandro dice "vamos a hacer la última", Rodrigo le contesta, desde su incómodo nicho: "Eso mismo dijiste hace tres horas". Al final, la toma queda lista, Marambra ha repetido su crispante parlamento tantas veces como Uxbal ha tenido que comerse medio plato de espaguetis; Bardem se levanta de la mesa lleno y hastiado, y el Negro, con su mejor gesto guasón, le dice: "Qué, Javier, ¿vamos a comer?".

La forma en que Iñárritu va construyendo sus escenas me recuerda al método que usamos los novelistas, que no es otro que ir pasando una y otra vez sobre cierto pasaje hasta que, a fuerza de reconstruirlo, conseguimos una escena decente; "claro que", le digo al Negro, "nosotros no incordiamos a nadie, no como tú, que cada vez que repites pones a trabajar a 25 personas". La última sesión a la que asisto es también en Badalona, en una nave industrial donde hace más frío que a la intemperie; la escena involucra a un montón de trabajadores chinos que duermen en el suelo. Para conseguir que sus actores, que no han actuado nunca, se acomoden en una posición "natural", convincente, el Negro apaga la luz y, durante media hora de oscuridad glacial, les imparte una terapia, simultáneamente traducida al chino, sobre el sueño profundo y sus confines. Cumplido el tiempo, enciende la luz por sorpresa y grita: "¡Que nadie se mueva!", y el cuadro que queda ahí expuesto es, efectivamente, el de un montón de cuerpos convincentemente dormidos.

Luego de tres meses y medio de rodaje, el Negro se meterá al cuarto de edición y saldrá con la película montada, pondrá orden en la historia que ha rodado a pedazos en esa Barcelona diversa, impetuosa y vital que no suele aparecer en el cine.

Iñárritu y Bardem, director y actor frente a frente.
Iñárritu y Bardem, director y actor frente a frente.JOSÉ HARO

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