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Crítica:PURO TEATRO
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Big Daddy en el cielo con diamantes

Marcos Ordóñez

Hace años, una actriz argentina que acababa de interpretar La gata sobre el tejado de zinc me dijo: "Es un regalo envenenado. La obra se llama así, pero Maggie no es la protagonista. Ya puedes dejarte la piel en el primer acto: llega Big Daddy, te roba la función, y sólo vuelves a llevar la voz cantante en la escena final. Es como si Tennessee Williams no hubiera sabido qué hacer con ella". Me temo que mi amiga tenía bastante razón. El dramaturgo afirma en sus memorias que Can On a Hot Tin Roof es su obra favorita, pero se apresura a señalar que el despótico y agonizante Big Daddy es "su mejor creación". La mayoría de las obras de Williams son, en esencia, duettos. Hay una confrontación muy vigorosa entre dos personajes y los demás actúan un tanto como satélites. En este caso hay un extraño deslizamiento, ignoro si casual o deliberado, y la confrontación pasa de marido y mujer a padre e hijo. No es su único problema. Ustedes saben que no soy partidario de las versiones aligeradas, pero por una vez le doy la razón (con reparos) a Àlex Rigola, que para reinaugurar el Lliure de Gràcia (excelente sala y gran éxito) ha dejado la función en hora y media y el reparto en seis actores. De entrada, Rigola tiene el detalle de señalar que Gata sobre teulada de zinc calenta (versión catalana de Joan Sellent) es una "adaptación libre" que como tal asume y dirige. Su poda tiene sentido: el original rebosa palabrería; "informa" en vez de mostrar o sugerir; los personajes de Gooper y Mae, cuñados de Maggie, parecen villanos de opereta (sureña), y sobra por completo el desfile de secundarios: el cura, el médico, los niños, los criados.

Hay un extraño deslizamiento, y la confrontación pasa de marido y mujer a padre e hijo
Rigola ha dejado la función en hora y media y el reparto en seis actores. Su poda tiene sentido: el original rebosa palabrería

Hay en el trabajo de Rigola resoluciones admirables (la forma en que Big Daddy intuye la verdad de boca de su hijo, mucho más sutil que en el original) y, qué vamos a hacerle, un poco de lo mismo que le reproché a Tolcachir en Todos eran mis hijos: parece que a veces no es fácil encontrar un equilibrio entre la retórica y el telegrama. En su reenfoque del texto también hay ganancias y pérdidas: Rigola humaniza a Gooper (Santi Ricart) y Mae (Ester Cort), pero convierte a Big Mama (Muntsa Alcañiz), que quiere realmente a Big Daddy (Andreu Benito) y en el tercer acto tenía peso y emoción, en una criatura errabunda y casi fantasmal, por no decir cercana a un zombi.

La escenografía de Max Glaenzel ya indica un intento de maridaje, no siempre feliz, entre naturalismo y estilización: la cama bajo un árbol muerto, la floración de arbustos de algodón, el piano atestado de botellas, y el rótulo en neón que indica, por si hiciera falta, el mantra de la obra: Why Is It So Hard To Talk? En los sesenta habrían dicho que La gata era un texto sobre la incomunicación; quizás sea más preciso decir que versa sobre el autoengaño, sobre lo que rechazamos saber hasta que no queda más remedio: el origen de la culpa de Brick, la enfermedad de Big Daddy. Hablando de incomunicación, el primer acto roza, en manos de Rigola, la parodia de Antonioni. Es sugestivo que Brick (Joan Carreras) beba susurrando canciones junto al piano, como si su mente estuviera en un bar de las afueras de Marte, mientras Maggie (Chantal Aimée) clama por su retorno al tálamo, pero no me parece buena idea la insistencia en tenerles a seis metros y hablándose de perfil, distancia sólo interrumpida por un fallido intento de felación.

El clima creado por el espléndido pianista Raffel Plana, que parece tocar realmente desde otro planeta, como si las notas heladas se derritieran al contacto con la tórrida atmósfera terrestre, es notabilísimo, aunque la iluminación lóbrega y el calor de la sala empujan la magia hacia una cierta letargia. Carreras interpreta a Brick como un golden boy caído, empapado en alcohol, exhalando asco hacia todo y especialmente hacia sí mismo: parece un primo hermano de Seymour Glass y de los antihéroes de Fitzgerald. Es muy difícil interpretar desde el arrasamiento y embocar el punto justo: Carreras lo consigue. No puedo decir lo mismo de Chantal Aimée, que se entrega pero no convence, quizás porque su combinación de agonía anímica y desborde pasional resulta un tanto forzada. Falta más viveza en sus parlamentos, a ratos demasiado enfáticos. Quizás, curiosamente, requeriría algo más de texto, algo más de la verborrea nerviosa del original. Quizás, a fin de cuentas, el pugilato entre Brick y Maggie no tenga un interés superlativo. Todo cambia, y cómo, con la entrada de Andreu Benito, que interpreta a Big Daddy con su mezcla habitual de autoridad y melancolía (muy cercano a su Dorn en La gaviota de la Villarroel), pero con una fuerza y unas embestidas de rabia que nunca le había visto. El brutal anhelo de sinceridad del personaje centuplica el voltaje de la función: por fin pasan cosas, por fin se coge el toro por los cuernos, por fin nos sentimos implicados en el conflicto (aunque, la verdad, suena muy raro que Brick le llame "abuelo").

Benito y Carreras no sólo bordan un mano a mano de antología: el careo entre Brick y Big Daddy es la función, es lo que nos toca y lo que se recuerda; lo demás es planteamiento y desenlace, estructuralmente necesarios pero con muy inferior garra dramática. Incluso me atrevería a decir, cargando un poco la mano, que la historia se entendería perfectamente sólo con ese tramo. El desenlace sigue las pautas formales de un oratorio, iniciado en la culminación emocional del segundo acto con Song to the siren, de Tim Buckley/This Mortal Coil. Aquí Rigola está muy cerca de sus escenas del desierto en 2666 o de las nítidas fantasmagorías de Castellucci: los personajes contra la pared, como oficiantes de un ritual arcaico; los algodonales relumbrando en la penumbra como vírgenes fluorescentes; la música girando sobre sí misma, en un loop infinito, como una elegía funeral o una tormenta acercándose. La intensidad poética es sobresaliente, aunque a costa de forzar la nota pesimista. A la amputación del personaje de Big Mama, señalada al principio, hay que sumar la condena de Maggie a la inoperancia: sin lanzamiento de botellas, sin reafirmación vital, sin redención para su hombre. Pero así lo ha querido el director y adaptador.

Gata sobre teulada de zinc calenta,de Tennessee Williams. Traducción de Joan Sellent. Dirección de Àlex Rigola. Teatro Lliure de Gràcia. Barcelona. Hasta el 12 de diciembre. www.teatrelliure.com.

Joan Carreras (izquierda) y Andreu Benito, en una escena de <i>La gata sobre el tejado de zinc caliente,</i> de Tennessee Williams, con dirección de Àlex Rigola.
Joan Carreras (izquierda) y Andreu Benito, en una escena de La gata sobre el tejado de zinc caliente, de Tennessee Williams, con dirección de Àlex Rigola.ROS RIBAS

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