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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Bulla, bulla

Javier Marías

Mientras se afianza la dictadura sanitaria contra todo lo que provoca algún placer -el triunfo de la Iglesia Católica a través de sus representantes seglares, muchos de los cuales además se creen de izquierdas-, a nuestras autoridades cada vez les trae más sin cuidado el mal que hace el ruido en nuestro país, pese a estar comprobado que es el que más arma del mundo después del Japón. Qué digo, no les trae sin cuidado: lo causan, les entusiasma, lo fomentan, le brindan todas las facilidades y les parece poco el que ya hay. La mayoría de los ayuntamientos, por ejemplo, ayudan a la proliferación de terrazas con que los hosteleros intentan paliar los nocivos efectos económicos de la nueva ley antitabaco. De tal manera que la ausencia de humo en el interior de los locales -mucho más vacíos- ha traído un brutal aumento del guirigay en las calles y del insomnio de los vecinos, sin que ese empeoramiento de la salud y los nervios de los ciudadanos les importe lo más mínimo ni a la Ministra de Sanidad ni al persistente y sofista Doctor Córdoba, ex-presidente del Comité Nacional para la Prevención del Tabaquismo al que este diario tanto ampara.

"A nuestras autoridades les trae sin cuidado el mal que hace el ruido en nuestro país"

Leo en un artículo del New York Times titulado "El silencio de los parques, otra especie en extinción", en el que se habla de lo dañino que es el ruido para la vida salvaje (flora y fauna) y para la humana. Según el Servicio de Parques Nacionales de los Estados Unidos, "la tranquilidad es un componente del bosque tan vital como las agujas verdes de los árboles o los repentinos rayos transversales de la luz solar". En el Muir Woods National Monument, de California, situado en una zona metropolitana de siete millones de habitantes, se ha visto cómo, tras una década de limitar los ruidos causados por los humanos (incluyendo la petición a los visitantes de bajar el tono de voz y un aparato que mide sus decibelios, algo impensable en España), especies que lo habían abandonado hacía tiempo, como las nutrias, los pájaros carpinteros cabecirrojos, los búhos moteados y las ardillas listadas, han regresado y lo vuelven a habitar. Antes de que se tomaran medidas para restaurar el silencio en este templo de secuoyas, el mero ruido del aparcamiento y de la tienda de regalos, a la entrada, "se extendía hasta 400 metros por el interior del bosque". Imagínense cuántos se extenderá el de una trompeta o una verbena con altavoces, de los que están plagados nuestros parques, sobre todo en primavera y verano.

Mientras los directores del Gran Cañón del Colorado piensan exigir a los operadores turísticos que adquieran avionetas y helicópteros cada vez más silenciosos y se abstengan de volar al amanecer y al anochecer, aquí las máquinas que recogen las hojas caídas y limpian son cada vez más atronadoras (en los parques y en las calles), deferencia de nuestros ayuntamientos criminales que ustedes acaban de reelegir. Las noches son tomadas por estruendosas músicas que, con sus amplificadores (celebran fiestas todos los colectivos imaginables, y no hay ni uno que no desee el ensordecimiento), alcanzan los oídos de todo un vecindario al que no le queda sino fastidiarse. El estrépito es sagrado en España, "bien cultural" o tal vez "patrimonio intangible". Ante las quejas de quienes viven en el centro de Madrid por los mal llamados músicos callejeros que se instalan en un punto y no paran de tocar la misma insoportable melodía, a Ruiz-Gallardón no se le ha ocurrido otra gracia que responder: "Hay pocas cosas que me gusten más, en esta y en cualquier ciudad, que oír música en la calle. El sentido común, y en el 99% de los casos el buen gusto, invitan a que no haya ningún tipo de penalización sobre los músicos callejeros". En Barcelona esto le habría costado el cargo.

Gallardón presume de melómano y de ser sobrino-bisnieto de Albéniz, pero si le parecen de "buen gusto" las fanfarrias y murgas que destrozan los tímpanos de los madrileños, es que nada sabe de música ni heredó el fino oído de su tío-bisabuelo. Espantosas bandas de mariachis y de supuestos jazzistas se alternan en Sol, frente a la Comunidad de Madrid, lo cual prueba que ni Esperanza Aguirre ni sus consejeros ponen pie allí para trabajar, porque a cualquier ser medio normal le sería del todo imposible hacerlo bajo semejante permanente tortura. Los presuntos músicos aducen que han de ganarse la vida, lo cual comprendo; pero nadie tiene derecho a ganársela de una manera que impida ganársela a los demás y desde luego descansar, ni a imponerles su matraca. Los vecinos de la Plaza Mayor van más lejos: sostienen que los músicos ni siquiera son tales, sino "verdaderas mafias" que se enfrentan entre sí. Esos vecinos, que ya padecen las expansivas favelas de durmientes que se instalan en los soportales, y a menudo deben entrar en sus casas saltando sobre montañas de cuerpos tirados, hablan de "enloquecimiento" y "desesperación". No le vendría mal a Gallardón mudarse a esa plaza unos meses, a ver si le seguía alegrando tanto "oír música en la calle". Es obvio que donde él vive no hay ningún tío tocando la trompeta o el acordeón todo el santo día y parte de la noche. Ya sé que he hablado de estos asuntos muchas veces y me disculpo, pero es que todo va siempre a peor. El ruido es dañino para las plantas, los animales y los humanos, y eso lo sabe cualquiera, no sólo en los Estados Unidos. Excepto los españoles, que no sólo no ponen remedio, sino que quieren más. Bulla, bulla. Con el beneplácito y el aliento de quienes dicen -hipócritamente- preocuparse tanto por nuestra salud.

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