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Reportaje:LIBROS

El 7º de Caballería del Siglo XXI

Estados Unidos recuperó la caballería en Afganistán como respuesta al 11-S. Las controvertidas Fuerzas Especiales se convirtieron en la punta de lanza contra los talibanes. Un libro rescata las aventuras de aquellos soldados al galope.

Carles Geli

Su emblema es una punta de flecha roja con un puñal cruzándola por el centro. De inspiración apache. Pero se las habían arrancado, como el nombre bordado de sus ropas. Ellos mismos: se trataba de pasar lo más inadvertido posible entre el resto de soldados afganos de la Alianza del Norte. Y, si no fuera por un esporádico pantalón tejano, algunos iris azules y alguna que otra melena rubia, la mayoría lo conseguían: longas y sucias barbas y cabellos, delgadez extrema por jornadas sin comer, polvo pegado a la piel de demasiados días sin baño ni agua, rostros demacrados por la tensión y el pavor ante la dureza del enemigo talibán.

Estaban vivos por puro azar, un poco por la misma causa por la que habían llegado hasta allí. Nunca hasta entonces los helicópteros del Ejército de Estados Unidos habían volado por encima de los 3.000 metros de altitud y las montañas del norte de Afganistán superaban tranquilamente los 5.000. Lo pudieron contar de milagro porque a partir de los tres kilómetros de altura "era como volar dentro de una pelota de pimpón", según los pilotos: una desconocida mezcla de arena y nieve generaba una especie de manto que hacía imposible divisar nada más allá del morro del avión. ¿El radar? Se apagaba solo apenas sobrepasar los 1.500 metros. La soldadesca no se enteraba: la hipoxia les dejaba desmayados y, al despertar cuando bajaban de los 3.000 metros, debían preocuparse de unos insoportables dolores de cabeza.

Los americanos montados a caballo y con láser se convirtieron en una obsesión para los talibanes

Buena parte de la "información confidencial" recibida sobre el país y sus habitantes provenía de un montón de viejas revistas de National Geographic y de vídeos de Discovery Channel. El Gobierno de EE UU tenía, en verdad, poca información sobre Afganistán en octubre de 2001. Menos tranquilizador aún era saber cómo se había reclutado a los compañeros nativos de combate: no hacía ni un mes, miembros encubiertos de la CIA habían cargado tres cajas de cartón con un millón de dólares cada una en billetes de cien. Estaban destinadas a alquilar la lealtad de caudillos militares afganos, que incluso entre ellos habían sido enemigos no hacía mucho. Era el caso del uzbeko Eashid Dostum (amante del alcohol, las mujeres y la música) y el tayiko Atta Mohamed Noor (que rezaba a Alá cinco veces al día). La entente fue de rebajas: apenas 250.000 dólares.

El sargento primero Sam Diller se preguntaba muchas noches, tumbado en la cueva cubierta de excrementos de caballo y mula (apestoso pero excelente aislante del frío), qué diablos hacía ahí y si iba a salir de esa. Todo un especialista en operaciones de inteligencia, que utilizaba más el GPS y disparaba con más frecuencia el láser del aparato que le daría las coordenadas del enemigo que su modernísimo fusil M-4, sangrando por la entrepierna irritada de tantas horas de montar esos ponis creciditos con los que se movían clandestinamente por las montañas. Todo un miembro del grupo V de las Fuerzas Especiales del Ejército de EE UU, con visores nocturnos, paradigma del soldado moderno del siglo XXI, a caballo todo el día en una guerra de guerrillas contra incombustibles talibanes como si fuera un apache o estuviera a las órdenes del inestable general Custer.

Su historia y la de una veintena de compañeros más es la que narra al milímetro, tras más de un centenar de entrevistas, el periodista Doug Stanton en Soldados a caballo (Crítica), uno de los episodios militares menos conocidos de la respuesta que EE UU dio a los talibanes y a Bin Laden tras el atentado de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001. En menos de un mes devolvió el ataque la maquinaria de guerra estadounidense bombardeando sin cuartel los santuarios talibanes en sus refugios montañosos de Afganistán. El resultado, un fiasco: escondidos aquellos en cuevas y búnkeres perforados en las rocas, el lanzamiento de bombas desde más de 6.000 metros de altura era demasiado azaroso en su resultado y un despilfarro infinito. Se necesitaba una mejor localización de los objetivos sobre el terreno, amén de intentar forjar alianzas contra los fundamentalistas y mejorar las tropas afganas.

La situación debía ser desesperada para EE UU como para que por vez primera en su historia militar se contara con las Fuerzas Especiales como punta de lanza en un conflicto. Desprestigiadas durante la guerra de Vietnam (eran las que tenían mayor número de pelos largos y consumidores de droga, amén de tan sangrientas como gratuitas máculas en sus operaciones) no habían recuperado la confianza del alto mando, a pesar de que cualquiera de sus hombres sabía disparar muy bien, poner bombas, conectar y manejarse con una radio vía satélite, realizar atención médica de urgencia y, en varios casos, hablar diversos idiomas. Tampoco servía cualquier soldado. Las filas del enemigo estaban infestadas de talibanes extranjeros (paquistaníes, chechenos, chinos), los más fanáticos de las madrazas más radicales de Pakistán. Y la guinda: entre 500 y 600 miembros del grupo de élite de Bin Laden, la Brigada 055, con su mortífera capacidad de inmolarse haciendo estallar sus granadas de mano.

Divididos en dos comandos de una docena de hombres, las Fuerzas Especiales se unieron a las tropas de Dostum y Noor. La virtud de las primeras era pillar a los talibanes por sorpresa porque accedían por los lugares más insospechados. El arma secreta era que iban a caballo, unos ejemplares lanudos, de delgadísimas piernas y bajos. Nadie diría que esos buscados equinos (100 dólares, sueldo de un año en Afganistán), sin herrar, eran descendientes de los que dejó Genghis Kan a su paso.

Tres tablas de burda madera unidas por bisagras y cubiertas con una eximia piel de cabra hacían de montura de una mayoría de sementales que se divertían peleándose y repartiendo coces a sus jinetes. Estribos muy cortos donde no cabían las botas, así como senderos que en muchos casos no sobrepasaban los 60 centímetros de anchura antes de convertirse en pedregosos acantilados, generaban tensión. A las órdenes de los generales afganos, el objetivo era reconquistar la ciudad de Mazar-i-Sharif y su cercana fortaleza de Qala-i-Janghi, desde hacía siete años en manos de los talibanes. Quien controlara esas dos posiciones controlaría el norte. Y quien controlara el norte, controlaría Kabul. Y desde ahí ya se podían lanzar ataques a Kandahar y hasta la frontera con Pakistán. O sea, dominar Afganistán.

El plan pasaba por, siguiendo el curso del río Darya Suf, ir escalando hacia el norte hasta Mazar destruyendo las tropas enemigas y alcanzar el desfiladero de Tiangi, última ratonera-obstáculo hasta Mazar. Sencillo sobre el mapa, un viaje al infierno desde tierra. Diller, junto a sus colegas encastado en las tropas de Dostum, atisbaba las tropas talibanes, les disparaba con su láser que traducía la distancia en coordenadas y las enviaba por radio vía satélite a los aviones norteamericanos, que bombardeaban con más o menos precisión (más de una bomba mataba a afganos aliados, con la consiguiente crisis) para, con la confusión, lanzar el ataque. O algo parecido, entre lo tragicómico y lo heroico-suicida: con las riendas en una mano, disparando con la otra los AK-47, los afganos iban al galope contra los talibanes, pertrechados estos con ametralladoras y lanzacohetes fijados en todoterrenos y con los tanques T-52 (de cinco a siete proyectiles por minuto, 45 toneladas, 55 kilómetros por hora), temibles restos de la fallida invasión rusa de Afganistán. Los americanos montados a caballo y con láser se convirtieron en la obsesión de los talibanes, que pusieron precio a la cabeza de Diller, por ejemplo: 100.000 dólares, más del doble de lo que cobraba él mismo en un año, unos 4.000 al mes. En el caso del capitán Dean (del grupo de Noor), era objetivo de los terroristas suicidas.

Acciones sobrehumanas, errores de tiro y decenas de peripecias llevaron al final a las tropas de la Alianza del Norte a conquistar Mazar el 10 de noviembre de 2001. La campaña había arrancado el 19 de octubre. Llegaron periodistas occidentales, pero no vieron bandera norteamericana alguna ni pudieron fotografiar a los míticos soldados con láser y a caballo: quienes lo lograron perdieron esas fotos en las mismas calles de Mazar. Top secret.

Hubo hasta poca resistencia. Se explicaría apenas 15 días después: 600 talibanes se rendían ante la fortaleza de Qala-i-Janghi, según habían pactado, al parecer, Dostum y el mulá Faisal. El estupor de las escasas tropas norteamericanas que se habían quedado en la guarnición, mientras sus compañeros ya iban a la conquista de Kunduz, fue enorme. Los temores occidentales se cumplieron: destinados incomprensiblemente a estar presos en el interior de la fortaleza, mal cacheados por los afganos (la prohibición musulmana de tocar íntimamente a otro hombre), los talibanes no tardaron en sacar armas y bombas de los pliegues de sus ropas e iniciar una sangrienta batalla dentro del fuerte. Otro bombardeo salvador (que se llevó, eso sí, a 70 afganos e hirió a un buen número de los norteamericanos) redujo a nada la sangrienta contraofensiva que a punto estuvo de dar al traste con un mes de guerra infernal y de cambiar la historia reciente de Afganistán.

En Afganistán, EE UU retomó la más pura caballería en el siglo XXI. Pero la conclusión era otra: con, al final, 350 soldados de las Fuerzas Especiales, un centenar de agentes paramilitares de la CIA y unos 15.000 soldados afganos, en pocos meses y con apenas 70 millones de dólares en inversión, se desmoronó (ni que fuera parcialmente) a un ejército talibán de 50.000 hombres. La suma de tecnología y adaptación a las necesidades de los lugareños bastó para reducir un conflicto bélico sin necesidad de tomar un país. La lección no quedó, sin embargo, muy clara. Apenas dos años después, en febrero de 2003, en la invasión de Irak fallecieron tres de los primeros 24 miembros de las Fuerzas Especiales, aquellos ya jinetes de leyenda que habían llegado a Afganistán sin saber montar a caballo.

Soldados a caballo (Crítica) sale a la venta el 8 de abril.

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Sobre la firma

Carles Geli
Es periodista de la sección de Cultura en Barcelona, especializado en el sector editorial. Coordina el suplemento ‘Quadern’ del diario. Es coautor de los libros ‘Las tres vidas de Destino’, ‘Mirador, la Catalunya impossible’ y ‘El mundo según Manuel Vázquez Montalbán’. Profesor de periodismo, trabajó en ‘Diari de Barcelona’ y ‘El Periódico’.

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