Caminos enlazados
Una mañana de domingo en Madrid resulta más rotunda y completa cuando uno la perpetra con amigos y museos. Mi última visita a la ciudad en la que viví casi veinte años contó, además, con ese tramo mágico del paseo del Prado que va de las proximidades del Reina Sofía hasta el Thyssen (esos árboles por cuya supervivencia yo encadenaría personalmente a Ruiz-Gallardón).
Dos museos, pues, en una mañana, y entre medias, un corto y precavido trote desde la exposición Manhattan, uso mixto hasta Ghirlandaio y el Renacimiento en Florencia. Es decir, un parpadeo desde la década de los setenta (y más adelante, pero básicamente los setenta) y el último cuarto del siglo XV. ¿Debería haber realizado el viaje a la inversa, iniciar mis miradas de domingo en compañía del Retrato de Giovanna degli Albizzi Tornabuoni? Ghirlandaio la pintó póstumamente en 1489, pues la frágil aristócrata florentina había fallecido un año atrás, durante su segundo embarazo. No, decididamente no habría preferido llevarla conmigo en mi visita virtual a Manhattan.
"Del Reina Sofía al Thyssen para curiosear en el Renacimiento florentino"
En el Reina Sofía me encontré con la Nueva York que conocí mejor, la de mis primeros asombros. Ante esas 400 fotografías, que a veces parecen ojeadas furtivas, a veces confesiones bastardas, a veces declaraciones de amor y deseo, y que en no pocas ocasiones se pegan al ojo como si no existiera la imagen fija, como si uno se estuviera arrojando al aire de los muelles por una ventana, saltando por encima de marcos herrumbrosos Bueno, quería decir que es una gran experiencia que satisfará especialmente a la gente de mi generación, a aquellos que empezamos a viajar a NY en los sesenta y que continuamos haciéndolo, fascinados por aquel escenario trepidante, paradójico, que podía ser fábrica de glamour o de escalofríos cuatro pasos más allá de una calle, de una esquina. Aquella Nueva York en la que el Lower Manhattan todavía conservaba la sordidez de unas ruinas a cuyo extremo más meridional se alzaba la ciudad inicial, Wall Street, con su corazón de cuarzo.
La exhibición trata de la "zonificación y uso del suelo" (el catálogo dixit) de esa parte, de la escenificación arquitectónica que supuso el nacimiento del Soho. De repente, mientras tragaba glotonamente las imágenes, me vino a la memoria una película de terror bastante curiosa, Wolfmen, que protagonizó Albert Finney en uno de los momentos bajos de su carrera, en 1981. El filme trataba de lobos (el jefe de la manada, blanco, era hermosísimo) que habitaban en los edificios en ruinas de otro sur, el del Bronx, y que asesinaban, o mejor dicho ajusticiaban, a los especuladores del suelo que amenazaban su refugio y que tenían sus lujosos despachos en el distrito bancario. Recuerdo que en la película existía un extraño nexo entre estos lobos en extinción y otra especie no menos en peligro, la de los trabajadores indios que se encaramaban en los andamios de las nuevas construcciones.
Se trata, pues, de una muestra inquietante, y despierta en mí estas evocaciones porque, en cierto modo, abarca el alma de Nueva York: muchachas en azoteas como pájaros fugaces, homosexuales haciendo el amor entre detritus, una meada de perro que, junto a un bordillo, deviene espuma de los días. Estímulos neoyorquinos múltiples, en todo caso, con vídeos, voces, sombras.
Y de ahí, al luminoso mundo florentino; de la deliberada frialdad de la instalación del Reina Sofía, espectacular, al recogido y sigiloso espacio dispuesto en el Thyssen para curiosear en el Renacimiento florentino y penetrar en el universo de colores y formas que surgió de las eras oscuras del Medievo. Acariciando con la mirada la tersura de cutis post mortem de la joven Giovanna en el recuerdo (magnífica la sala dedicada a un detallado Technical Study de esta obra), pensé que su época, aquella época, fue la de Lorenzo el Magnífico, el Médicis cuyo segundo hijo, convertido en el papa León X, prohijó y protegió y dio nombre a nuestro Hassan bin Muhammed, expulsado por nuestro catolicismo cuando la conquista de Granada, convirtiéndolo en León el Africano. De ahí a reflexionar: mientras Ghirlandaio y allegados nos regalaban el esplendor de su paleta, los españoles estábamos tirando a sobrios y mitad monjes, mitad soldados. En fin, que el mundo es un pañuelo.
Museos, mañanas de domingo, asociaciones de ideas. ¿Quién da más?
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