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Crítica:LIBROS | NARRATIVA
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

Cárcel o evasión

Narrativa. Llega la tercera entrega de la serie del Cementerio de los Libros Olvidados, de Carlos Ruiz Zafón, y desde el título, El prisionero del cielo, trae el aire de La sombra del viento y El vuelo del ángel, siempre en la Barcelona del pasado, ahora los años cuarenta y cincuenta del siglo XX, ese mundo al que nos llaman las ilustraciones del libro, fotos de una ciudad inmaterial, casi un sueño. El prisionero del cielo empieza como un cuento de Navidad, familiar, en la librería de los Sempere, padre e hijo, donde no aparece la estrella de Oriente, sino un cliente enigmático que contagia su misterio a los personajes principales y los ilumina de intriga. Pertenece a la estirpe de los inmortales villanos del cine y de la literatura, cojo, manco y repulsivo, y tiene un don esencial: activa el suspense. Viene con una historia que merece ser oída: "La historia del hombre que perdió el alma y el nombre entre las sombras de aquella Barcelona sumergida en el turbio sueño de un tiempo de cenizas y silencio".

El prisionero del cielo

Carlos Ruiz Zafón

Planeta. Barcelona, 2011

382 páginas. 21,75 euros

El centro de la novela es el extraordinario episodio que, como tantas hazañas, se cuenta en una conversación de sobremesa, entre amigos: la fuga de una cárcel. Entramos así en un siniestro penal franquista, en 1939, Año de la Victoria. Un preso va a escapar del castillo de Montjuïc, evasión imposible si no fuera porque el cerebro que la planifica se basa en un modelo genial: las aventuras del conde de Montecristo. Pero el héroe deberá imponerse a un malvado antagonista: el director de la cárcel, bestial "hombre de letras de reconocido prestigio", tan refinado que "ha hecho retirar de la biblioteca de la prisión todos los libros de Alejandro Dumas, junto con los de Dickens, Galdós y otros muchos autores, porque consideraba que eran bazofia para entretener a una plebe con el gusto sin educar". Mediocre criatura fascista, de ojos azules, gafas redondas y pelo engominado, fue antes de la guerra "un modesto aspirante a literato", con una obra "de alta ambición cultural y baja circulación". Llegará a ministro.

En El prisionero del cielo, hombres buenos y valientes se enfrentan a miembros de la mezquina burocracia literaria que son también torturadores policiales. Como suele suceder en la gran novela popular del siglo XIX, la trama roza la alucinación o el absurdo, porque Carlos Ruiz Zafón celebra metódicamente los poderes fantásticos de la literatura popular, engarzando resurrecciones, fugas, falsas identidades, vida cotidiana, asesinatos, envenenamientos, secretos de familia, un tesoro perdido, venganzas. Pero lo fundamental del argumento es el anatema contra el enemigo demoniaco, crítico literario remilgado y cruel, impotente, egocéntrico hasta el desorden psíquico, personificado en el desagradable director del penal, celoso perseguidor de toda literatura que conquiste el fervor de muchos lectores. La obsesión y víctima preferida del carcelero literato es un preso, el novelista popular David Martín, heroico autor de El vuelo del ángel. El torturador de delicados gustos poéticos, escritor para minorías, se muere de envidia rencorosa ante el éxito público del incesantemente hostigado Martín.

David Martín firmaba con el seudónimo Ignatius B. Samson y, como todos los escritores que inventa Carlos Ruiz Zafón, Osvaldo Darío de Mortenssen o Julián Carax, me recuerda a otros personajes misteriosos, aquellos novelistas que en los años cincuenta y sesenta del siglo pasado escribían novelas populares firmadas por Keith Luger, Silver Kane, Curtis Garland o Clark Carrados, y que en realidad se llamaban Miguel Oliveros, Francisco González Ledesma, Juan Gallardo o Luis García Lecha, metamorfoseados en seres de fábula al entrar en la atmósfera literaria, como si lo que se entiende por novela popular fuera un encantamiento que suspende momentáneamente los poderes de la realidad y produce adicción entre su público. Acatando esa lógica festiva, Carlos Ruiz Zafón ha simplificado en El prisionero del cielo sus procedimientos, afilándolos hasta lo esencial: la intriga y el arte de llevar al lector de una página a otra, habilidad a la que también se le llama talento. En ninguna página encontraremos la solución final de todos los misterios porque estamos ante una novela por entregas, suficiente en sí misma, que nos deja en un ansioso continuará y en mitad de una dilatada venganza, el inacabable ajuste de cuentas de un escritor contra los adversarios de su literatura.

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