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PALOS DE CIEGO
Columna
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Chéjov y la farsa

Javier Cercas

1

Este verano, un amigo me pidió un favor. No siempre se puede complacer a los amigos, pero en este caso es fácil: se trata sólo de que cite en esta columna unas líneas de Chéjov. Como Chéjov, mi amigo es médico; un buen médico, de hecho, igual que lo fue Chéjov. Desde hace un par de años, sin embargo, mi amigo ya no ejerce; siempre trabajó en la medicina pública, pero dejó de hacerlo, y no porque dejara de creer en la medicina pública, sino porque sentía que lo que estaba haciendo ya no servía para nada. Debo advertir que mi amigo es un radical: para él, la medicina no es un negocio, sino un servicio público, así que nunca practicó la medicina privada y siempre ha vivido con lo justo. Por lo demás, no considera que la medicina pública en España sea mala; al contrario: considera que es muy buena, pero también que podría ser mejor, y que para serlo sólo le hace falta una cosa, y es que los médicos puedan relacionarse con los pacientes como personas, que les dejen hablar, que les den tiempo de contar lo que les pasa, aunque lo que les pase no sea nada, o sobre todo entonces, porque si no les pasa nada, es que eso es precisamente lo que les pasa, y es grave. Mi amigo, como se ve, cree que las palabras curan tanto como los antihistamínicos, si no más, y las palabras se fabrican con tiempo; según él, no se trata de que el médico se haga amigo del paciente, sino sólo de que no le trate como en aquel chiste en que un hombre entra en la consulta diciéndole al médico: "Doctor, nadie me hace caso", y el doctor contesta: "¡Siguiente!". En fin, quizá son sólo cosas de mi amigo; yo no sé: me limito a decir lo que él dice (y, por cierto, a omitir su nombre, para que las cartas de protesta no se dirijan contra él, sino contra mí, que cobro por esto). En cuanto a Chéjov, las líneas que siguen las escribió en un relato de 1890, pero según mi amigo reflejan el estado de ánimo de muchos médicos que se sienten como él: "Al principio, Andrei Yefímich trabajaba con mucho afán. Visitaba enfermos desde muy temprano hasta la hora de comer, hacía operaciones e incluso atendía partos (...) Pero con el tiempo se fue aburriendo notablemente, tanto por la monotonía del trabajo como por su inutilidad. Hoy tienes treinta pacientes y al día siguiente ya te han caído treinta y cinco, y al día siguiente cuarenta, y así un día tras otro, un año tras otro (...) Ofrecer una ayuda seria a cuarenta enfermos, desde por la mañana hasta la hora de comer, es físicamente imposible, o sea que, aunque no lo quieras, resulta que todo es una farsa. En un año de ejercicio he visitado doce mil pacientes; o sea que, en pocas palabras, he engañado a doce mil personas".

2

Ya se sabe lo que tienen los clásicos: dicen una cosa hace siglos y sigue valiendo ahora mismo, o nos parece que sigue valiendo. Quizá por eso -y desde luego porque mi amigo me había hablado de Chéjov- este verano, apenas estalló el conflicto de Osetia del Sur, me puse a leer a Chéjov, para ver si entendía algo: al fin y al cabo, ningún analista internacional parecía explicarse cómo se le había ocurrido al presidente georgiano, Mijaíl Saakashvili, invadir Osetia, sabiendo como debía de saber que Rusia no iba a quedarse de brazos cruzados; a menos, claro está, que todo fuera una farsa, que Saakashvili contase con la salvaje reacción rusa y que, con un cinismo que ni los analistas más descreídos se atrevían a atribuirle, pensase sacar provecho de ella, quiero decir de la solidaria reacción norteamericana. Al principio, Chéjov no me sirvió para nada, la verdad, cosa que atribuí al hecho de que, aunque hubiera sido un buen médico, además de ruso, políticamente estaba en la luna, o al menos eso es lo que aseguran algunos biógrafos. Pero una mañana vi una foto; todos ustedes la vieron: la traían todas las portadas de los diarios y mostraba a Saakashvili casi tumbado en el suelo y con cara de pánico, enterrado entre guardaespaldas; parecía una escena bélica, pero sólo era una escena de farsa: según las crónicas, durante una visita a Gori, la segunda ciudad de Georgia, el presidente había oído a lo lejos el vuelo de un avión, había salido corriendo y había obligado a los guardaespaldas a trabajar de balde, porque nadie había corrido ni el más mínimo riesgo. Viendo la foto, pensé que quizá no hace falta que un político sea valiente, pero también pensé que, si se decide a montar una guerra que provoca centenares de muertos, no está de más que procure mantener un poco las formas, y, como soy un sentimental, empecé a sospechar que un tipo así era capaz de un cinismo incalculable; enseguida lo descarté: al fin y al cabo, me dije, ni siquiera Chéjov había sido capaz de crear un personaje de esa calaña. Pero aquella noche, leyendo a Chéjov, comprendí que eso no significaba nada, porque en una carta de 1887 escribió lo siguiente: "Hechas las sumas y las restas, no hay literatura capaz de superar el cinismo de la vida real; no se emborracha con un vaso a alguien que se ha bebido un barril entero". Yo no sé, pero desde entonces ya no soy capaz de apartar la sospecha de que todo ha sido una simple farsa, sólo que con centenares de muertos; si lo he entendido bien, a algunos analistas internacionales -hayan leído o no la carta de Chéjov- les está pasando lo mismo.

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