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Reportaje:

China a la conquista del mundo

El cielo de Jartum (Sudán del Norte) se descompone en infinitas tonalidades de rojo y violeta cuando el vehículo avanza en dirección al Sur, destino a la granja de Fan Hui Fang. Retumban por toda la ciudad los ecos de los muecines llamando a la última oración del día, mientras el Toyota desvencijado de Awad serpentea por la avenida del Nilo, enclavada entre la orilla del río y, del otro lado, los centros de poder de la República Islámica: edificios ministeriales, embajadas, el palacio presidencial y, sobre todo, la sede de la petrolera estatal china Sinopec, considerada por la élite local como "la empresa más poderosa del país".

En el extrarradio de una ciudad atestada con más de cinco millones de habitantes, donde en vez de asfalto y edificios hay solo caminos de tierra y casas de adobe, Fan aparece sonriente para agasajarnos con hospitalidad china a la entrada de su pequeño imperio. En esta finca de cinco hectáreas produce, cada año, 1.400 toneladas de verduras chinas que vende a las corporaciones asiáticas que emplean a miles de chinos en la construcción de presas sobre el Nilo o en la explotación del petróleo. "La idea surgió mientras trabajaba como peón para Sinopec, en 2003", recuerda.

China va conquistando con silenciosa estrategia mercados y recursos
Con 110.000 millones en créditos, hoy es el mayor prestamista del mundo
El envío de cientos de miles de obreros chinos por todo el globo es una revolución
En países como Laos, Siberia o Argentina, los fajos de yuanes son irresistibles
"Nos sacrificamos más. Los occidentales invierten un dólar y quieren ganar dos"
Excepto la tala, los chinos controlan ahora el negocio maderero en Rusia

La experiencia como agricultor en su Shandong natal y un agudo olfato para los negocios -rasgo típico del pueblo chino- le sirvieron para identificar el nicho de mercado. En Sudán hay agua, abundante sol y buena tierra, y sus compatriotas suponen una demanda estable, razona. Así que se lanzó a por ello. "Compré la parcela e importé semillas. Hubo dos años malos por las plagas y el calor, pero ahora todo va bien. Tengo planes incluso para exportar", señala, ante la atenta mirada de su esposa e hija, compañeras de viaje en su aventura desde el norte de China hasta Jartum.

Las mujeres disponen los preparativos para la cena de bienvenida y sobre una mesa redonda sirven las especialidades sichuanesas, mientras el humo del tabaco comienza a invadirlo todo. Las charlas pronto diluyen la suspicacia de los huéspedes, en especial la de dos cuadros medios de Sinopec que Fan ha invitado para departir con nosotros sobre la presencia china en el país. Un último empujón lo acaba de poner todo en orden: Fan descorcha una botella de licor de arroz con sonrisa pícara, sabedor de que ese pequeño tesoro está fuera de la ley en un país islámico como Sudán. "¡Cortesía de la Embajada china!", exclama, antes de dar inicio a una retahíla de brindis que dan paso a las primeras confidencias de la noche.

"Estoy orgulloso de que China esté desarrollando Sudán. Si no estuviéramos aquí, los sudaneses no tendrían futuro. No tenían nada hace ocho años. Ni carreteras, ni coches. China ha sido decisiva", arroja Fan, buscando la complicidad de Gong, uno de los representantes de la petrolera. Este recoge el guante: "Los sudaneses querían desarrollarse y pidieron ayuda a los occidentales, pero se negaron. Así que fuimos nosotros quienes se la dimos. Ahora los occidentales nos tienen envidia al ver los beneficios que estamos obteniendo", señala con el rostro todavía entumecido por el último latigazo alcohólico. "Efectivamente, los americanos vinieron aquí a tirar bombas", apunta Fan, en referencia al ataque con misiles lanzado en 1998 por EE UU contra un laboratorio sudanés, "mientras nosotros, por el contrario, estamos aquí para construir carreteras y levantar edificios y hospitales. Hemos venido a traer la felicidad a los sudaneses".

La consultora Consultancy Africa Intelligence lo confirma: antes de la escisión del país en julio de este año, China (1.300 millones de habitantes) era el primer inversor en Sudán y compraba el 71% de las exportaciones del país africano. Es precisamente haciendo uso de esta silenciosa estrategia, diferenciada del estruendo del poder militar, como China está conquistando mercados y accediendo a recursos naturales por todo el mundo en desarrollo. Se trata de una ofensiva que, en Sudán, ha convertido al gigante asiático en el actor dominante de sectores como el del petróleo o la construcción, al tiempo que se erige necesariamente en cómplice del dictador Omar al Bashir. El vacío dejado por las desinversiones de las potencias occidentales en la década de los noventa, destinadas a aislar económicamente al brigadista y a su régimen islamista, solo sirvió para echar en brazos de Pekín a un país rico en recursos.

El empuje del gigante se deja sentir por igual en otros países de África, Asia y América Latina, donde es ya un socio ineludible. No solo porque abastecer de minerales, soja o madera al país más poblado y con mayor ritmo de crecimiento del planeta supone para muchas naciones un oxígeno vital para su economía, sino también porque la profundidad de sus bolsillos constituye un comodín ganador en medio de la actual crisis global. De esta forma, sin apenas hacer ruido, China se ha convertido en el mayor prestamista del mundo al conceder 110.000 millones de dólares en créditos entre 2009 y 2010, superando al Banco Mundial (según una investigación reciente de Financial Times). Sus empresas públicas, espoleadas con la financiación casi ilimitada de sus bancos y con los "intereses nacionales" como principal leitmotiv, se erigen en punta de lanza de la conquista.

Lo comprobamos a lo largo y ancho de 25 países del mundo en desarrollo a los que viajamos durante los dos últimos años para entender y describir cómo China se está convirtiendo en la potencia hegemónica del siglo XXI. Un periplo de más de 235.000 kilómetros que nos ha llevado a la remota Amazonia ecuatoriana, donde China construye una presa; a los bosques amenazados de Mozambique, o a las aldeas pesqueras del río Mekong para entrevistar a los protagonistas y afectados por la expansión china. Este viaje al corazón del mundo chino nos ha hecho testigos de excepción de una ascensión, la china, que se intuye imparable y poderosa. Y temible. En nuestras retinas perdura aún la imagen de un buzo peruano en las aguas de la playa de San Juan de Marcona con bloques de arena infectada con mineral de hierro en sus manos, a causa de la irresponsabilidad medioambiental de la minera china Shougang. O el torso sudoroso de Celso, un obrero mozambiqueño que fruncía el rostro al explicar las condiciones laborales deplorables que le imponen a él y a sus colegas las constructoras chinas en la excolonia portuguesa. La carga emocional ha sido siempre muy intensa, no solo por los más de 500 personajes entrevistados, desde expresidentes hasta contrabandistas, sino también por los peligros a los que nos hemos visto expuestos, cruzando 11 fronteras por tierra, recorriendo carreteras imposibles con cunetas flanqueadas de vehículos siniestrados o sufriendo el hostigamiento de alguna de las peores dictaduras del planeta.

Un esfuerzo necesario para observar y comprender el despliegue de tentáculos que, acelerado por los estragos económicos en EE UU y Europa, está permitiendo a China acaparar activos, garantizar el suministro futuro de materias primas y ganar influencia en lugares tan dispares como Kazajistán, Arabia Saudí o Costa Rica. Las cifras son reveladoras: el centro de estudios The Heritage Foundation estima que China ha invertido o cerrado contratos por más de 260.000 millones de dólares en África, Asia y Latinoamérica desde 2005 hasta junio de 2011. El gigante está desanudando a golpe de chequera el statu quo heredado de la época colonial y del fin de la guerra fría, con el objetivo de devolver al país el aura que tenía hasta el siglo XIX. Preludio, sin duda, del futuro abordaje a Occidente y, quizá, de su ascensión como potencia global.

Un ejemplo paradigmático de todo ello acontece en los confines del desierto de Karakum, en territorio del recóndito Turkmenistán. Al norte del río Amu Daria, frontera informal de esta antigua república soviética con Uzbekistán, en medio de un paisaje lunar de dunas y veranos con el termómetro anclado en los 60 grados, se alzan cuatro asentamientos de la estatal China National Petroleum Corporation (CNPC). Allí viven un millar de trabajadores chinos y un centenar de turkmenos que remachan, ataviados con monos naranja y a ritmo militar, la construcción de una tubería de 7.000 kilómetros de longitud. Una lombriz metálica por cuyo vientre circula ya el gas que alimentará durante al menos treinta años las cocinas de Shanghái y las acererías de Cantón.

Financiada por los mandarines, que han concedido al país más de 8.000 millones de dólares en créditos, la infraestructura escenifica la irrupción de China en un territorio -el centroasiático- que ha sido zona de tradicional influencia de Moscú. Hasta ayer, claro, porque el nuevo gasoducto elimina la dependencia histórica que Turkmenistán tenía respecto a la red de distribución rusa para poder exportar gas. Los acuerdos de suministro se han triplicado en apenas dos años y para 2015 China recibirá 60.000 millones de metros cúbicos de gas, el equivalente a tres veces el consumo actual de Brasil.

En los centros de poder chinos poco importan las excentricidades de un régimen que, como el turkmeno, pugna seriamente con Corea del Norte por el título de dictadura más extravagante del planeta. En la capital china no interesan sus índices de desempleo superiores al 60%, la construcción de edificios de mármol italiano ni las estatuas doradas por la gloria del mandatario que proliferan por toda la nación a golpe de decreto presidencial. Menos aún preocupa adónde van a parar los miles de millones de dólares procedentes de la venta de gas en un país que la organización Transparency International sitúa como el sexto más corrupto del mundo en una lista de 178. En Pekín, solo el hidrocarburo cuenta.

El rostro humano de la expansión china lo aportan obreros que, como Lei Hong, llevan tres años soportando estoicamente el sopor del desierto y las duras condiciones impuestas, a partes iguales, por la climatología y el régimen del presidente turkmeno, Gurbanguly Berdymujamedov. "Se ha instaurado un toque de queda nocturno para los chinos y todos tienen que dormir en el campamento. Las autoridades han reaccionado al nacimiento de bebés con rasgos chinos en Farab [la ciudad más cercana, a medio centenar de kilómetros] prohibiendo el contacto sexual entre locales y chinos", comenta Anatoly, nombre ficticio de un empleado turkmeno de CNPC que aporta su testimonio a condición del anonimato. Lei acepta esta vida de confinamiento y sacrificios a cambio de triplicar su sueldo, unos mil dólares mensuales. "Quiero una vida mejor para mi hijo", explica este hombre menudo, mientras juguetea dando saltos sobre la línea fosforito que cerca el campamento. "Es un repelente para serpientes. Se cuelan por la noche en las habitaciones y ya han mordido a dos compañeros".

Para un pueblo cuya historia ha estado marcada por la aversión del Estado al contacto con el extranjero, el envío de cientos de miles de obreros chinos por todo el globo es una revolución. La protagonizan los mismos héroes que acicalaron, con enormes sacrificios, los cimientos de la nueva China: los trabajadores migrantes (mingongs, en mandarín). Sacaron al país de la ruina del maoísmo con sus jornadas eternas en fábricas terribles a cambio de sueldos grotescos; ahora devuelven el halo internacional a su nación construyendo carreteras, iglesias y estadios de fútbol en Irán o la República Democrática del Congo. Solo en África, las cifras oficiales -nada fiables, por debajo de lo real- hablan de 750.000 chinos residentes.

Esa cantera inagotable de mano de obra permite a Pekín ofrecer un tentador paquete como moneda de cambio para la extracción de recursos. El nuevo Mesías pone encima de la mesa financiación blanda, tecnología y capital humano para erigir infraestructuras más rápido y barato que nadie. Para acceder a estos proyectos llave en mano, el país receptor solo tiene que ceder sus minas aún por explotar o abrir el grifo que haga fluir el oro negro que alberga el subsuelo. La retórica oficial china lo etiqueta como un trueque win-win (ganador-ganador), pero sus detractores lo tildan de neocolonialismo, por el expolio de los recursos sin crear valor añadido.

Esta estrategia alcanza en Angola -segundo mayor suministrador de petróleo a China- una dimensión sin parangón. Una población china que ronda los 200.000 efectivos se emplea como albañiles, soldadores, electricistas, ingenieros y arquitectos para reconstruir las entrañas de un país que sufrió la guerra civil más duradera de África -27 años- y cuya economía, impulsada por el aumento de los precios del crudo, registra tasas de crecimiento asiáticas. A 20 kilómetros al sur de la capital, Luanda, un proyecto representa mejor que ningún otro la magnitud china en el resurgir de la excolonia portuguesa: el complejo residencial de Kilamba Kiaxi.

En una extensión de 56 kilómetros cuadrados, una marabunta de 15.000 empleados a sueldo de la estatal china CITIC trajina entre cementeras y grúas móviles con el propósito de levantar la primera ciudad angoleña totalmente nueva desde la independencia, en 1975. A distancia, la obra inmobiliaria más grande del planeta, cuyo presupuesto ronda los 10.000 millones de dólares, se asemeja a un conjunto de inmensos panales cuyas abejas se arremolinan y revolotean sin descanso. En el corazón del proyecto, las cosas se ven desde otro prisma. Lin Bao camina decidido -y sin arnés- sobre el andamio de bambú que lo sostiene a 20 metros de altura, desde donde comanda a un grupo de peones angoleños. Su estancia en el país -donde la presencia china es bienvenida por las autoridades, pero empieza a crear rencor entre los locales- es una simple transacción comercial. "Aquí gano más que en China. Eso es lo que me trae aquí", remata.

Sus jefes, algo más curtidos en el esgrima dialéctico con el extranjero, exponen su rango gracias a los walkie-talkies que cuelgan de sus cinturones. Pero las condiciones en las que trabajan y viven no son mejores: comparten junto a yeseros y lampistas las literas instaladas en el interior de contenedores de barco, sin más lujo que una mosquitera y un pequeño lavamanos donde se amontonan los cepillos de dientes. El almuerzo se extiende lo que dure el cuenco de arroz con verduras. Cuando los plazos de entrega apremian, ni siquiera hay tiempo para sentarse a comer: se engulle el rancho en cuclillas para aportar algo de combustible al cuerpo y se vuelve al tajo. Nada que ver con los sueldos de cinco cifras, los todoterrenos de lujo y los apartamentos de máximo confort que distinguen la vida del expatriado occidental.

"Los chinos nos sacrificamos más, tanto en lo personal como en lo corporativo. Los occidentales invierten un dólar y quieren ganar dos. Nosotros nos conformamos con ganar 10 centavos. Ello explica que los chinos triunfen donde los occidentales no pueden hacerlo", resume Zhang, responsable del proyecto que la estatal Feza Mining tiene en Likasi, una localidad de la provincia de Katanga, en pleno corazón minero de la República Democrática del Congo. Después de siete años de residencia en uno de los países más conflictivos de África, tiene claras sus lealtades: "Lo hago por responsabilidad con la empresa y lealtad a China", confiesa. Indudablemente, no todo es adaptación al medio: la habitual inobservancia de mínimos estándares laborales o medioambientales desempeña un papel indiscutible en la cuenta de resultados de las empresas chinas.

El entorno para los negocios -recalca- es terrible: burocracia infranqueable, sobornos constantes, inseguridad jurídica y una logística por tierra, mar y aire imposible que en un país con un tamaño casi cinco veces superior a España convierte el día a día en un infierno. ¿Por qué resistir? "Este lugar acoge las reservas de cobre y cobalto más abundantes y de mayor calidad del mundo. Estamos aquí porque con esos minerales hacemos en China cables eléctricos, tinta, motores y baterías para móviles y coches", insiste, mientras pasea a sus huéspedes por la precaria estructura de hierro que cobija los hornos de la fundición, ante la apática mirada de un guardia de seguridad con fusil de asalto al hombro.

Toda esa riqueza natural de la provincia de Katanga ha atraído a cientos de sociedades chinas, tanto públicas como privadas, que han copado el sector en un lustro. El ansia por hacerse rico rápidamente trajo a este salvaje oeste africano -tierra de mafiosos, temibles militares, armas y contaminación- a Gu, un intermediario en el negocio del cobre y el cobalto que a sus 30 años se declara millonario. Su fórmula responde al patrón clásico por estos lares: compra barato a los productores locales, vende caro a sus clientes chinos y entre medias paga un soborno a las autoridades congoleñas. "Tengo ya diez almacenes y exporto mil toneladas de mineral al mes", asegura, mientras da órdenes a sus empleados africanos, quienes, con el torso desnudo, deambulan por un precario almacén con pesados sacos de mercancía sobre sus espaldas.

Como él, miles de pequeños empresarios chinos han salido al nuevo mundo para hacer fortuna, muchos de ellos aventurándose en cruzadas inverosímiles que en ocasiones han desembocado en historias repletas de éxito. Nos hemos cruzado con ellos en las plantaciones de caucho del norte de Laos, en las reservas madereras de la Siberia rusa o en el corazón de la Argentina rural, en busca de la soja que garantice la seguridad alimentaria de las generaciones futuras del gigante asiático. Esas inversiones ofrecen pingües beneficios para las élites locales, pero no comportan un derrame económico para la población, especialmente en los monocultivos. Son lugares donde los fajos de yuanes son sencillamente irresistibles en medio de la pobreza imperante, mientras todas esas materias primas sin procesar son clave para que el dragón mantenga activos millones de empleos, aportando valor añadido a esos recursos, antes de ser exportados como productos finales a Europa y EE UU.

En un tren desde Mandalay hasta Myitkyina, la capital del conflictivo Estado birmano de Kachín, coincidimos con Xiang, un buscavidas oriundo de Shanghái que se dirige a Hpakant, la capital mundial del jade imperial. "Un lugar muy peligroso, donde hay violencia, peleas y robos, además de ser territorio prohibido para los extranjeros", describe, para zanjar cualquier posibilidad de que le acompañemos. Dos veces al año se las apaña para llegar hasta allí, comprar jade en bruto y sacar la mercancía de contrabando a través de un "canal seguro" hasta la frontera china en Yunnan. "En Birmania, comerciar con jade por la vía legal implica pagar muchos impuestos", advierte descarado. En sus inicios, explica, él mismo iba a bordo del camión que hacía la ruta de 200 kilómetros hasta China, arriesgándose a la cárcel o jugándose la vida en cada control militar, porque el desembolso de entre 2.000 y 3.000 euros en cada uno de ellos no siempre le garantizaba impunidad.

Con casi 40 años, Xiang es el primer eslabón en China de un negocio del jade que, en las joyerías de Hong Kong o Shanghái, ofrece productos acabados de la gema talismán china a un millón de euros la pieza, para regocijo de la clase opulenta. Lugares donde no llega el eco del drama que, con la complicidad de la dictadura birmana, se vive en Hpakant: un desastre medioambiental, unas condiciones laborales próximas a la explotación, la adicción a la heroína de decenas de miles de mineros y una prostitución y sida desatados. Al calor de los jugosos beneficios que brinda la gema verdosa, el oro o los recursos madereros, entre uno y dos millones de chinos se han asentado en el norte de Birmania en los últimos años, según The Economist.

Otros lo hicieron décadas atrás en lugares más remotos -además de étnica y culturalmente menos próximos-, como América Latina o la propia África. Los chinos del sur (Cantón, Fujian) fueron los pioneros en emigrar, huyendo de la pobreza, el caos político, la guerra civil y las barbaridades de Mao Zedong, todos ellos azotes sucesivos de la población china desde finales del siglo XIX. Así apareció, de Perú a Indonesia, el fenómeno de los chinos de ultramar: comunidades de ciudadanos de etnia china repartidos por todo el planeta que, pese a perder la nacionalidad originaria, mantienen el ADN de su lengua y cultura como si fuera un tesoro. En total, fueron entre tres y siete millones los que, desde el siglo XVII hasta inicios del XX, lo dejaron todo en busca de una nueva vida. Ellos iniciaron una estirpe que, pese a la diferencia generacional, comparte con los nuevos emprendedores chinos un mismo fin: su deseo por prosperar y abrazar el bienestar económico.

Ejemplo visible de ello se vive en el centro de Maracay, a 100 kilómetros al oeste de Caracas. Entre aceras atiborradas de peatones que transitan junto a inmensas fotografías de Hugo Chávez emerge el corazón comercial de la localidad, tomado literalmente por los chinos. No hay negocio de electrónica, productos del hogar, ferretería, ropa o quincallería diversa donde el apellido Fung -el más corriente en la localidad cantonesa de Enping- no presida la entrada. Almacenes de precio imbatible y surtido infinito que atrae a locales y foráneos.

Fung Xi Mao es el artífice y pionero de ese desembarco. Llegó a Venezuela en 1947, cuando residían únicamente 3,5 millones de personas -frente a los 28 millones actuales- y el país latinoamericano era tierra de oportunidades, recuerda, todavía con rastros de su lengua materna en el español con el que se expresa. "Pasé una semana sobrevolando el Pacífico para llegar: de Hong Kong a Manila y Honolulú, y de ahí a San Francisco, Managua y Caracas".

Alcanzar la oficina de Fung Xi Mao, situada en el último piso de una de sus tiendas, da cuenta de las dificultades que afrontan los chinos lejos de su patria, donde son víctimas de la inseguridad o la xenofobia. Un empleado interroga a los visitantes y confirma a través del interfono que el señor Fung espera una visita. Al subir las escaleras, una puerta de rejas de hierro es el último escollo. Unas medidas que justifica uno de sus colaboradores, aduciendo que en esta época cualquier precaución es poca, no solo porque la delincuencia venezolana se ha disparado a niveles dramáticos desde que Chávez tomó el poder, sino porque el objetivo del hampa es ahora la comunidad china. Una parte de los 180.000 chinos que se estima residen en Venezuela están volviendo a su país de origen ante la ola de atracos y secuestros exprés que sufren en medio de un clima de impunidad total.

Pero sus dificultades se remontan a mucho antes, justo al momento de poner el pie en la tierra prometida. "Durante los primeros años dormía en un cafetín, donde trabajaba 12 horas diarias y ganaba 100 bolívares al mes [unos 15 euros]". Las fotografías que cuelgan de las paredes de su oficina, en las que sale inmortalizado con expresidentes venezolanos y otras personalidades, dan fe de que aquellos años quedaron definitivamente atrás. "Un amigo me prestó 12.000 bolívares, monté una quincallería y luego una distribuidora. Importaba de China cien contenedores al año", apunta. A base de sacrificio personal, intuición para los negocios y un talento único para bajar los costes pudo prosperar con -precisamente- las mismas armas que los emigrantes chinos de hoy.

Con sus beneficios diversificó sus negocios: una fábrica de juguetes, una cadena de supermercados, un canal de televisión y, finalmente, la construcción. Así logró convertirse en millonario, jefe del clan y, en paralelo, en el principal soporte crediticio de la comunidad china de la región. "Durante estos años muchos chinos me han pedido dinero prestado. Todos me lo han devuelto, ni uno solo me ha fallado. Con la palabra basta. En China la palabra es como un documento", dice solemnemente.

A imagen y semejanza del propio Fung, la expansión mundial del made in China ha sido el factor que ha catapultado a la riqueza a millones de compatriotas, dentro y fuera de las fronteras del Imperio del Centro. La entrada de China en la Organización Mundial del Comercio (OMC), cuyo décimo aniversario se cumple en diciembre, no solo redujo drásticamente las barreras arancelarias a los productos chinos, sino que fue también el espaldarazo definitivo para apuntalar al gigante como el centro productor mundial. Los datos hablan por sí solos. El comercio de China con el resto del mundo se ha multiplicado por seis: de los 510.000 millones de dólares en 2001, a los 2,97 millones en 2010. Todo ello es especialmente visible en los mercados centroasiáticos, como el mayor de Almaty, en Kazajistán, que acoge 60.000 puntos de venta y sirve de base para la reexportación al resto de Asia Central, donde algunos expertos apuntan que entre el 60% y el 80% de las mercancías de primera necesidad provienen del Imperio del Centro.

Más evidente aún es la huella del made in China en el Dragon Mart de Dubái, que con sus 15.000 metros cuadrados es el mayor mercado mayorista de productos chinos del mundo y sirve de centro distribuidor para Oriente Próximo y África. La producción china, que en la última década ha arrasado en no pocos países industrias enteras como el textil o el calzado, continuará inexorablemente su avance. A ello contribuirá el deshielo en el Ártico que, como consecuencia del calentamiento global, permitirá en quizá una década que las mercancías chinas accedan a los mercados europeos y a la Costa Este de Estados Unidos en la mitad de tiempo que necesitan hoy. La nueva ruta marítima, que será navegable varios meses al año, permitiría reducir la travesía en más de 6.000 kilómetros.

Todo ese despliegue chino por el planeta supone, por supuesto, un coste social y ecológico acorde con la magnitud del fenómeno. El impacto medioambiental tiene en la localidad siberiana de Dalnerechensk, en el extremo este ruso, un inequívoco exponente. En una estación ferroviaria que huele a resina fresca y a leña recién cortada, varias locomotoras con medio centenar de vagones cargados de troncos de maderas nobles de los bosques siberianos esperan luz verde para enfilar hacia Suifenhe, ciudad china al otro lado de la frontera. A diario, 3.000 metros cúbicos de madera cruzan desde allí al gigante asiático desde que, en 1998, el Gobierno chino prohibiera la tala en su territorio por las continuas inundaciones. Desde entonces, uno de los ecosistemas más diversos del mundo está en peligro de muerte.

Anatoli Lebedev, ingeniero, intelectual, exdiputado regional, explorador del Ártico y exagente del KGB reconvertido en activista medioambiental en defensa de los bosques de Primorsky, lo vincula a la imparable demanda china, pero responsabiliza del drama a las autoridades rusas y a las prácticas de corrupción y desmanes de ambos pueblos. "La mercancía es talada en su mayoría ilegalmente, pero entra en el circuito legal después del correspondiente soborno. Certificados de origen, especie y cantidad, licencias de corte y exportación. Todo. Nada es imposible si se barajan las cantidades adecuadas", apunta este hombre de modales exquisitos y 73 años. Después de décadas de subordinación china al vecino soviético, ahora las tornas han cambiado y en ese territorio vasto pero recóndito de Rusia los chinos y, sobre todo, su dinero son quienes marcan ahora las reglas del juego. Excepto la tala, controlan el resto del negocio maderero verticalmente. Y por tanto son los que más se lucran.

El medio ambiente paga el precio de las ambiciones de unos y otros. La tala indiscriminada ha dejado un bosque muy fragmentado, reduciendo drásticamente las poblaciones de especies nobles -como el roble-, lo que ha provocado un drama ecológico en cadena, como si a un castillo de naipes se le hubiera extraído una carta que lo sostiene. Ello ha llevado al borde mismo de la extinción al ejemplar más emblemático de la fauna autóctona: el tigre siberiano. "Ha desaparecido la bellota, que es clave para la alimentación del jabalí. Estos buscan como consecuencia nuevos hábitats, lo que lleva al tigre a cambiar también su comportamiento y hábitos alimenticios", explica Nikolái Salyuk, geólogo y activista con 25 años de residencia en la zona. "Por naturaleza, el tigre caza solo. Pero ahora a veces caza en grupo o ataca a los perros en los asentamientos humanos. Yo he sido incluso testigo de episodios de canibalismo", remata.

'La silenciosa conquista china', de Juan Pablo Cardenal y Heriberto Araújo, se publica el próximo 27 de octubre en la editorial Crítica.

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