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Reportaje:

El Cigala con alma de tango

Después del último aplauso tardó 35 horas en volver a dormirse. Y cuando cerró los ojos todavía le pasaban por la cabeza aquellas imágenes electrizantes del Gran Rex, las 20 ovaciones, la cara de Amparo, la guitarra de Juanjo, el bandoneón de Néstor, la extraña tormenta de granizo y los paseos por San Telmo. Algunas de esas escenas habían quedado registradas en el documental que hicieron mientras Diego El Cigala caminaba por los barrios porteños: en un parque se le ve conversar con un imitador de Gardel que cree sinceramente ser su reencarnación; en una callejuela es reconocido por una murga, acepta una pandereta y un palo y se entrega a una larga batucada.

Ahora que todo terminó, Diego no tiene problema en que sus músicos vean el documental o la filmación del concierto que acaban de ofrecer. Pero ha prohibido escuchar el disco en directo que grabaron de un tirón. El gitano sabe por experiencia que todos, incluido él, oirán las canciones buscándoles los pequeños defectos, y esta noche postrera en Buenos Aires está hecha para saborear el triunfo y para nada más. Diego se duerme por fin. Tal vez sueña con el granizo.

"Si en el Gran Rex uno solo hubiera abucheado, no habría podido cantar"
"El Cigala es un chico de barrio y a la vez un bohemio", dice Néstor Marconi. "Aparece él y se enciende todo"
Algunas canciones no le iban bien. Unas pocas le ganaron el alma: "Elegí solo aquellas que hacen daño"
"Su fraseo y su caudal vocal lo hacen un elegido", dice Calamaro
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Hace 15 días cantaba "acaricia mi ensueño el suave murmullo de tu respirar" cuando de pronto una lluvia de meteoritos helados ametralló la casa. Miles de trozos de hielo del tamaño de un limón bombardearon Buenos Aires ese domingo de niebla. El granizo destrozó el techo de tejas de la casa victoriana que Diego había alquilado, reventó los muebles del jardín y dejó hecho un colador el cristal de la piscina cubierta.

El extraño fenómeno no duró más de cinco minutos, pero se ocupó de convertir en hojalata retorcida el coche de Juanjo Domínguez, el eximio guitarrista que lo acompañaba en ese ensayo fundacional. El campamento entero de El Cigala entró en zozobra y Rafaelito, su hijo de cuatro años, vino llorando del susto. Cuando el cañoneo cesó, en el cuarto del niño lucía un orificio del diámetro de una tortuga de las Galápagos, y desde su cama no había más remedio que contemplar las nubes y las estrellas. Alucinado por el azote, Diego preguntó a los locales si esto era habitual en Argentina. "Para nada", le respondió uno de ellos. "¡Este temporal insólito es por ti, lo ha convocado tu energía, la tremenda energía de lo que estás haciendo en esta casa!". Diego sonrió entonces con todos los dientes y con sus ojos negrísimos, como si el desastre fuera lo que finalmente fue: solo un buen augurio.

Crónica de un ensayo

Al día siguiente de ese granizo voraz comienza el momento más importante en un comedor con consolas, micrófonos y gruesos telones que los organizadores han convertido en improvisada sala de ensayos. Es un encuentro histórico lleno de tanteos entre dos tradiciones, dos culturas, dos formas de expresar un mismo sentimiento. El Cigala se ha instalado en el centro. A su derecha, abiertos en abanico, tocan sus músicos. A su izquierda se abren los argentinos al mando de Néstor Marconi: ese bandoneón mágico que dobla con virtuosismo acompañó a Goyeneche y a Salgán. Su sabio violonchelista se llama Diego Sánchez e integra la Sinfónica Nacional; su extraordinario violinista, Pablo Agri, es hijo de Antonio, un talento mítico que tocó con Astor Piazzola y Paco de Lucía. Estamos en presencia de la aristocracia del tango argentino, y Marconi oficia de gran orquestador. Diego lo llama a cada rato "maestro" y traduce a su propia formación los ritmos secretos y complejos del tango que Marconi sugiere. El mismo El Cigala utiliza su voz como instrumento, y pone la piel de gallina con sus fraseos altos y sostenidos. Aunque advierte de cuando en cuando, no sin angustia, que su voz tiene esta tarde el tamaño de una nuez. Diego está resfriado. Entre el estrés del granizo y la humedad porteña, nota que sus cuerdas vocales se fatigan. "Miel, más miel", pide mientras fuma dos o tres cigarrillos.

En segundo plano oímos entonces como si fuera por primera vez los versos de Yupanqui, Gardel, Luna, Castaña. Las letras parecen escritas para él. Tres meses atrás, El Cigala comenzó a escuchar día y noche las antologías de tango que le habían regalado en la gira de Dos lágrimas, su anterior disco, y también a ver en YouTube a los grandes cantores. Fue probando canciones como quien se prueba trajes. Algunas no le iban, le holgaban o apretaban, le resultaban imposibles. Unas pocas le ganaron el alma. El Cigala se apropió de ellas. "Elegí solo aquellas canciones que hacen daño", confiesa.

Piensa El Cigala que tango y flamenco tratan de lo mismo: pequeñas tragedias humanas que suceden por la noche. Penas de amor que se desahogan cantando o en la barra de un bar solitario que jamás cierra. Dicen los especialistas que el flamenco está en los orígenes del tango argentino, que existe un hilo conductor entre los tonos andaluces y los versos y ritmos criollos. Son parientes que tomaron distintos caminos, que se alejaron y que hasta hoy parecían antagónicos. Tuvo que venir un artista descomunal desde la otra parte del mundo para demostrarles que siguen siendo familia.

Es extraño cuántas reparaciones históricas y personales enlaza el destino en esta lujosa visita a Corrientes 938, en Olivos. También es enigmático por qué razón, teniendo a su disposición tantas calles ignotas de la periferia bonaerense, los gitanos fueron a dar con esa otra calle Corrientes en la localidad de Olivos. En esta casa se llevará a cabo casi todo el encuentro creativo, ensayo, función y pregrabación de una obra nueva. Porque todo será una carrera contra el reloj: llegar y congeniar los deseos con los arreglos, verse las caras extrañas, practicar con músicos de las distintas orillas un tercer género entre el flamenco y el tango, poner a consideración del público el material y finalmente grabar el disco en el templo mayor de la verdadera calle Corrientes: el Gran Rex, a 200 metros del Obelisco.

El gitano llegó con la convicción de no tratar de emular a los cantores clásicos, de no abandonar su propio sello. Nunca intentó tanguear los tangos, sino aflamencarlos. Ahora bebe cucharaditas de miel y entona con vehemencia "en su repiquetear la lluvia habla de ti". Vestido de estar por casa, todo enjoyado, le busca palmas a canciones transidas de dolor convirtiéndolas en una celebración de la pena, como si dijera "la vida es dura, tío, pero aquí estamos poniéndole el pecho a las balas". En un momento, Marconi derrama un solo de bandoneón; a su lado, El Cigala grita: "¡Ole!". No hay mayor síntesis simbólica que ese intercambio. Remata el fuelle (chan, chan) y el gitano vuelve a gritar: "¡Ole!". Y a los testigos se nos hiela la sangre.

en el ocaso de la tarde abordan las dos canciones más extrañas del repertorio. La primera es Youkali, del alemán Kurt Weill, un tango habanera. "La más difícil de cantar, joder", advierte El Cigala. Pocos conocen ese tema en Argentina, pese a que incluye algunos compases que recuerdan Libertango. Después se dedican al tema de El Padrino, que El Cigala y Marconi convierten lisa y llanamente en un tango romántico. Diego me mira con sus ojos relucientes, convertido en un morocho del arrabal. Ese arrabal puede quedar en el Abasto o en Lavapiés. Da igual, es arte plebeyo, hondo y excelso, y eso es lo que importa.

Ya no hay miel suficiente para la voz de El Cigala; deciden dejar las cosas como han caído y se van todos a picar algo al cuarto de estar. "Es necesario dejar un poco librado al momento y al azar", sostiene uno de ellos. "Porque si todo es mecánico, se vuelve aburrido". Se ve que la música, como el amor, está más viva en la incertidumbre.

Suceden enseguida unas horas de anécdotas y risas, pura distensión. Sirven pizza y pinchos de salami y queso. Pablo Agri me dice en un murmullo: "Este tipo tiene una voz increíble, puede cantar en cualquier tono y nivel". Su jefe y mentor cuenta cómo y dónde se conocieron. Marconi jamás había oído hablar de El Cigala ni había escuchado sus discos. Cuando lo llamó desde España, pensó que se trataba de un veterano cantaor de tablao. Le prestó atención porque Diego pronunció la contraseña mágica: "Menotti". El ex entrenador de la selección argentina de fútbol, César Luis Menotti, es un amigo común del maestro y el cantante. El Flaco le dijo en Madrid a El Cigala: "Si quieres hacer tango en Buenos Aires, llama a mi amigo Néstor Marconi". Dicho y hecho. Diego le envió por e-mail cinco canciones grabadas con su grupo y Marconi le armó una estructura musical con arreglos de dos por cuatro.

Llega Rafaelito, y El Cigala asegura que el niño canta de punta a punta Garganta con arena. De tal palo, tal astilla. Diego lo tuvo en el regazo mientras cantaba algunos temas durante el ensayo de la tarde. Y Andrés Calamaro jugará con él largo rato al día siguiente en esa misma casa, a la que asiste siempre con un vino argentino bajo el brazo. Calamaro es una especie de primo hermano de El Cigala. Le gustan los toros y los tablaos. Y fue quien tendió el puente entre Diego y Juanjo Domínguez, virtuoso guitarrista que acompañó durante años a Roberto Goyeneche.

Los tangueros se acaban de marchar, y El Cigala me cuenta que se va a la cama todos los días a las 12 y que duerme 10 horas sin parar. Necesita estar descansado para la faena. Pasa un asistente y lo mira a los ojos: "No me fallarás esta noche, ¿no?", le pregunta. El asistente le jura que no. Juegan antes de dormir al FIFA 2009 en la PlayStation. Diego es fanático del Madrid y del Boca. Nos abrazamos. Miro desde la vereda la casa atacada por el granizo. Todavía se siente una vibración laboriosa. Y recuerdo una respuesta que El Cigala me dio cuando lo llamé hace unos días y le pregunté qué sentía frente a este desafío: "Estoy acojonado, primo".

Nervios en el Gran Rex

Faltan 40 minutos para la hora de la verdad y Diego se ha encerrado en su camerino a llevar a cabo los rituales previos. Noto que El Cigala anda nervioso. Durante la prueba de sonido de hace un momento se ha fastidiado por pequeñísimos desarreglos, y ahora se pasea descalzo frente a los espejos encendiendo cigarrillos y peinándose obsesivamente la larga cabellera negra. Bebe sorbos cortos de un vaso de whisky mientras su esposa, Amparo, le plancha amorosamente la camisa, y calienta su voz: "Desde mi triste soledad veré caer las rosas muertas de mi juventud". Es fácil adivinar que, a pesar de su experiencia, tiene una viga clavada en la boca del estómago. El torero saldrá al ruedo frente a un público culto y experto en tangos y le plantará, cara a cara, su versión sobre los clásicos, y eso ocurrirá mientras se graba enterito y de una vez un disco que quedará para siempre y que no puede tolerar errores. Habitualmente, los músicos interpretan en vivo su pasado, los temas ya probados por ellos mismos. Este músico eligió interpretar en vivo su futuro, y hacerlo en un género ajeno, con músicos recién conocidos, en un país remoto y con sólo 15 días de preparación. Un salto mortal. El toro de lidia más peligroso del mundo.

El Cigala está tratando de olvidar las canciones, las obligaciones, el desafío. Y está buscando con un gesto que el Morao -discípulo de Paco de Lucía- toque un tema de flamenco puro, un rezo laico y conmovedor. Su guitarrista no se hace desear. Y el jefe bate palmas y hasta taconea, y canta unos versos que mencionan a piratas en el peñón de Gibraltar. La bulería toma el camerino y ya es una íntima fiesta gitana. Y Diego se ríe y me relata su visita a la cancha del Boca, el domingo pasado, cuando compró una trompeta, pisó el césped, cantó "es un sentimiento, no puedo parar" y leyó esa leyenda: "La Bombonera no tiembla, late". "Luego me comí dos choripanes", cuenta, y es como si el reto de esta noche ya no existiera.

Lo dejo tranquilo unos minutos para deambular por la trastienda. Hay una sorpresa en cada camerino. Juanjo ni siquiera templa su guitarra criolla fabricada en Tokio: la tiene guardada en espera. Es un Buda tranquilo, vestido de civil. "Lo escuché en Lágrimas negras, Diego es un cantante extraordinario", me dice. A pesar de ser tan distintos, tienen el mismo código musical. "Me preocupa la seguridad de Juanjo", decía El Cigala en los ensayos. Domínguez es un improvisador nato. "Todas las veces que toqué con él lo hice de manera distinta", revela sin pestañear. "No sé qué arreglos haré esta noche. Y El Cigala tampoco puede saberlo. Ahí radica toda la magia".

Viene hasta allí el eco de los juegos que hace Marconi con su bandoneón. Hace tres días filmaron con Diego un videoclip en la planta alta de La Ideal, una confitería que tiene casi cien años, donde bebían café Maurice Chevalier, Vittorio Gassman o Robert Duvall. "El Cigala es un chico de barrio y a la vez un bohemio; yo puedo estar cansado, pero cuando él aparece se enciende todo", me asegura. Lo que más valora de su interpretación es que no quiera cantar como Julio Sosa o Gardel. Muchos artistas se equivocan en este punto. El Cigala le pelea al tango un duelo, le da estocadas y le entra al bulto con su propia espada. Creando un arte nuevo y puro. Para hacer eso, como en la literatura, hay que arrojarse a la piscina corriendo el riesgo de que esté vacía. Y salir airoso.

Calamaro llega a las entrañas del Gran Rex con su bella mujer, la actriz Julieta Cardinalli, y su pequeña hija, que busca rápidamente a Rafaelito para jugar. Es extraño ver a Andrés de chaleco, camisa y corbata. Se abraza con El Cigala. Diego era su ídolo mucho antes de conocerlo en persona. Hace años lo vio en un show con el Niño Josele y sintió que tenían el mismo poderío que los Rolling Stones. Luego alguien los presentó y se hicieron carnales. "Tiene una gran importancia esta aventura de El Cigala con la música rioplatense y criolla", opina con ojo crítico. "Diego es dueño de un fraseo, una afinación y un caudal vocal que lo hacen un elegido entre todos los cantantes del mundo". ¿Qué te une a El Cigala, Andrés? "Me une el afecto genuino, el respeto, la familia y la música", responde, y se detiene: "El destino, quizá".

Me entero por un técnico que hace rato abrieron las puertas. El Gran Rex está lleno y espera. No tiembla, pero late. Siento que el corazón se me salta del pecho. Tengo las manos frías. Estoy muerto de miedo. Hay una serie de movimientos y los músicos se acomodan detrás del piano, la guitarra, el cajón y el contrabajo. Las grabadoras se encienden, las cámaras listas, los micrófonos abiertos. Diego le da un abrazo eléctrico a Marconi, avanza hasta el borde del escenario, se corre el telón, y en ese último segundo, todavía en sombras, recibe un vaso de agua de Amparo, bebe un trago y la besa, y sale a la arena con los ojos muy abiertos.

Ruge el público al verlo. Y Rafaelito, oculto por el decorado, contempla en primera línea cómo su padre se rompe en el lamento de Garganta con arena. Irrumpen los primeros aplausos y atruenan en el final. Veo que Diego sonríe y respira hondo. Me confesará luego que en ese resoplo simulado se le ha ido definitivamente el susto. Ya no tiene la viga en el estómago, solo tiene fría calentura de matador.

Juanjo improvisa una introducción pellizcando la guitarra y arrancando alaridos. Calamaro desata marejadas de amor local. Esa clase de amor que todo lo pide y todo lo perdona. Marconi, con su trío, se suma al grupo de El Cigala: parecen una filarmónica, una máquina de hacer pájaros, un artefacto musical donde confluyen varias culturas y juegan y se reproducen. Diego pone los énfasis en lugares muy distintos a los habituales del tango, como si le emocionaran otras cosas. Pasa por encima de los accidentes geográficos consabidos, y descubre picos y cumbres y laderas donde no estaban. No resalta los mismos versos que conmovían a Gardel, Goyeneche y los demás ilustres. Las canciones de siempre se transforman de esa manera en canciones flamantes, y el público se entrega a ellas con devoción. Diego los tiene hipnotizados. La gente corea algo que solo le dedican a Maradona: "Olé, olé olé olá, Diego, Diego".

El Cigala no se hace rogar, regresa varias veces para los bises, donde agrega algunos pasajes de sus anteriores obras. El entusiasmo es tan grande que ahora varios músicos improvisan. Agri le saca brillo con sus golpes de violín a Nieblas del riachuelo.Vuelven a salir todos juntos, abrazados, inclinándose hacia delante. Con las luces encendidas, son un espectáculo esas caras brillantes de quienes fueron amados por este embrujo, por este cante jondo canyengue.

Se cierra definitivamente el telón y los técnicos de grabación levantan sus pulgares. El Cigala entra en la oscuridad de las bambalinas y por un momento resuella solo, como fuera de este mundo. Me mira con ojos nublados. Está volviendo en sí, le está regresando el alma al cuerpo. Después se agarra el corazón con las dos manos: "Tengo que contarte alguna vez lo que es la música", me dice enigmáticamente.

Se está acabando la noche. Confirmamos que aquella lluvia de meteoritos helados que azotó Corrientes 938 era la profecía de que algo grande estaba por suceder. Sucedió, y aquí estamos todos para el brindis del epílogo. Hay champán, fotos y risas. Diego me dice que en el último minuto siempre piensa lo mismo: "Anda, Cigala, sal y canta". Si hay corazón y honestidad artística, y la voz tiene el tamaño adecuado, la noche saldrá bien. "Hace 15 días, primo, venía con ese puñado de temas que hacen daño, y nada más. Hace 15 días no tenía nada". Ahora lo tiene todo.

Último tango en Madrid

Dos semanas más tarde estamos en su casa española, y su mujer y mánager me confirma que la gira comenzará en Manhattan y que darán la vuelta al mundo. Amparo atiende el negocio mientras nos sirve el café y cocina para sus hijos. Diego despliega el videoclip, el documental, el DVD y al final el disco, que sigue masterizando en largos insomnios. Filetea segundo a segundo los temas para ecualizar los sonidos. Diego duda sobre el tema de El Padrino. "Ya tengo muchas canciones, tal vez deba dejarla fuera". Le ruego que no lo haga: es una muestra de cómo funciona su sublime arte de apropiación.

El Cigala es un fanático de la saga de Coppola, y cuando vio aquella escena en la que el hijo tenor de Michael Corleone tomaba prestada en Sicilia una guitarra y cantaba para su padres, ya ancianos, aquella antigua canción de amor, el gitano saltó de la silla y se dijo: "¡Tengo que hacerla, es un tango!". Esa clase de intuiciones le permite convertir todo lo que toca en algo nuevo y personal. A veces escucha un tema en la radio y se dice: "Éste es gitano y no lo sabe". Puede coger cualquier canción y recantarla a su modo: esa tiene un ritmo interno, un duende que se amolda al cante jondo cigaliano. Es un artista privilegiado. Puede entrar en el pop, la lírica, el blues, el rock, la canción brasileña, y lograr que todo le sirva y todas las ropas le queden pintadas.

Oímos los temas de Cigala&Tango y recordamos anécdotas. "Si en el Gran Rex hubiera escuchado el abucheo de una sola persona, ya no habría podido cantar", revela. Está tan metido en este género que le resulta muy duro seguir con la gira de Dos lágrimas. "Ahora solo quiero cantar esos tangos, primo", me dice como si rezara. "Solo quiero volver a sentir aquel milagro".

Cigala&Tango, el nuevo disco-libro de Diego El Cigala, a la venta en exclusiva con EL PAÍS a partir de hoy. Disponible en España (9,95 euros), Argentina, México, Brasil y República Dominicana.

Diego el Cigala
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