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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Cine sin alfombra roja

Las informaciones negativas que puntualmente recibimos de los críticos sobre los grandes festivales de cine -Cannes, Venecia; San Sebastián es otra cosa: un espacio cinematográfico muy bien trabajado y resistente- nos quitan a todos las ganas de ir a las salas. Pero hay otro tipo de festivales, pequeños, modestos en brillos y oropeles, pero sumamente ambiciosos en eso que solemos llamar películas y que ahora el mercado suele sustituir con productos para infantes necios.

Lavrion es una población situada en el sureste del Attica, en Grecia. En verano llega a tener hasta 50.000 habitantes, pero en septiembre, cuando se marchan los turistas, vuelve a sus 20.000 y a esa vida tranquila, deliciosamente provinciana pero llena de sabiduría, que le permite acoger a una tropa de cine nada convencional. Alberga el anfiteatro más antiguo del país -del 1600 antes de Cristo- y unas minas de plata -cuando las descubrieron supieron cómo utilizar el metal, aunque todavía ignoraban el secreto de las aleaciones- que dio origen a una aristocracia refinada: de ahí la necesidad temprana de ir al teatro. Pero en el teatro se representaban piezas populares dedicadas a Dionisos, y a la aristocracia eso le tocaba grandemente la pera. Nadie pudo con Dionisos, el rey de la risa y de la juerga: a la larga, nadie puede nunca, sólo uno mismo, cuando cede ante el aristócrata o cualquier otro represor de guardia.

"Este festival tiene una característica muy griega y muy inteligente"

Desde hace cuatro años, decía, Lavrion cobija el Festival de Documentales Mediterráneos, que hogaño ha cumplido su duodécima edición. Antes lo hacían en la isla de Samos, pero no iban ni los dioses, sólo los cinéfilos. Con Lavrion es distinto, porque ésta no es una ciudad sólo de turismo y veraneo, que también. Es un antiguo enclave minero, con bullicio cultural. En los tiempos modernos aquí se ha trabajado el carbón y, cuando esa actividad quedó arrumbada por las exigencias de los tiempos, las fuerzas vivas y las instituciones culturales tuvieron el buen sentido de rehabilitar los bellísimos edificios surgidos en torno a la minería; conservaron maquinaria y vagonetas, que hoy forman parte del mobiliario urbano; tienen galerías en donde se exhibe el pasado con orgullo, y un excepcional museo de minerales.

En uno de esos caseríos -parece que estés en Avilés, pero a pocos kilómetros del templo de Poseidón en Sunion y del Mediterráneo- se ha visto durante estos días cine, y cine del bueno. ¿Documental?, se preguntarán ustedes. Pues sí, resulta que el cine, cuando es excelente y está hecho para el público, es también un documento, un informador, un comunicador. Sin embargo, este festival tiene una característica muy graciosa y muy griega y muy inteligente: se saltan las normas y no se imponen límites. Y si, por ejemplo, se enamoran de un espléndido poema de Terence Davies (Of time and city) acerca de su ciudad, Liverpool -no la de los Beatles, aunque también: de Liverpool como símbolo de este mundo nuestro tan desajustado, como recuerdo de infancia-, pues lo proyectan aunque sea del norte. Porque su espíritu no lo es.

Tampoco hay premios, ni dinero, ni alfombras. Cenas en familia, un hotelito discreto, charlas -sobre cine, claro- entre gente que hace películas con sus ahorros, que sabe de correr de un despacho a otro buscando un poco de dinero… Gente de verdad, como sus películas. Un festival sin competición mejora mucho las relaciones humanas, créanme.

El gran director griego Vassilis Vafeas es el padre del asunto, ayudado por un equipo incansable y de afabilidad extrema. Pasé en Lavrion unos días muy hermosos y, francamente, incluso visitar ruinas me pareció secundario, porque la vida latía en la pantalla. No tengo espacio aquí para reseñar a todos los participantes: sí quiero recordar al más que excelente fotógrafo y director griego Nick Kavoukidis, guardián de la memoria, que nos trajo imágenes de la lucha de su país por la democracia y de los incendios del Peloponeso. Un tipo estupendo.

Griegos, croatas, palestinos, israelíes, franceses… Por España, Natalia Díaz clausuró con su documental sobre una mujer, Paquita Santana -que se interpreta a sí misma-, que descubre, en su edad madura, los mejores días de su vida en un pasado que vivió como bailarina de un cuadro flamenco en Beirut y en Atenas. Revisitándolo, comprende que aquello terminó. Y dan ganas de abrazarla y de protegerla.

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