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Reportaje:

Ciudad Z

A principios de abril de 1925, el coronel británico Percy Harrison Fawcett, considerado como el más experimentado explorador del Amazonas del momento, se desvaneció misteriosamente junto con su hijo en una remota región cercana al río Xingu, en el Matto Grosso (Brasil). Fawcett buscaba los restos de una fabulosa ciudad perdida, la cual calificó como Z para no dar pistas a sus competidores. Años atrás, en 1914, había descubierto una tribu de indígenas de narices y bocas perforadas, que bautizó como maxubi, cuyos miembros le hablaron sobre las leyendas de sus antecesores, que vivían en ciudades muy pobladas, dotadas con caminos y estructuras difíciles de concebir en un lugar como el Amazonas. Fawcett se había sorprendido al descubrir comunidades indígenas que, lejos de la imagen habitual que se tenía de las tribus, estaban compuestas por centenares de personas; y aún más cuando describió, para enorme sorpresa de los expertos de la Sociedad Geográfica Americana, lo que parecían pinturas ancestrales hechas en las rocas, tallas humanas y elaborados artefactos de cerámica. La imagen de esta enigmática ciudad empezó a tomar forma en su mente a raíz del hallazgo de un manuscrito hecho de pergamino que había sido escrito por un soldado mercenario de Portugal en 1753, y que reflejaba en parte las descripciones hechas por los exploradores españoles siglos atrás sobre ciudades "que refulgían de blanco" en medio de la selva.

La desaparición de Fawcett dio lugar a muchas otras exploraciones. Gente que también cayó en la fascinación de encontrar una ciudad perdida ¿Qué legitimidad podría tener una persona que cree en los poderes paranormales y se deja arrastrar hasta la muerte en la selva amazónica? Otro asunto intrigante es el descubrimiento de geoglifos, formas geométricas excavadas en el suelo, de la franja amazónica noroccidental de Acre
"Fawcett, en su obsesiva búsqueda de la enigmática ciudad, se forjó paralelamente un aura de explorador inexpugnable a los rigores de la selva"
La creación de mitos ha propiciado que exploradores y comerciantes se adentraran en territorios que de otra forma no se hubieran conquistado

A lo largo de los años, y con esta obsesión incontenible, Fawcett se forjó paralelamente un aura a su alrededor como un explorador inexpugnable a los rigores de la selva, descrita en la época como "el infierno verde" para el hombre blanco. Razones no faltan. A las feroces tribus, muchas de ellas caníbales, se les unían serpientes y ranas cuyo veneno era capaz de matar en segundos. Aunque nada era comparable al infierno desencadenado por la infinita variedad de insectos y la infinita variedad de torturas que ejercían sobre el que se aventurase en sus dominios.

Estas torturas las describe el periodista David Grann, de la revista New Yorker, en su último libro, La ciudad perdida de Z (Plaza & Janés), en el que sigue los pasos de Fawcett para averiguar qué le pasó. Hay hormigas bravas que pueden reducir a jirones la ropa en una sola noche; gusanos parásitos que causan ceguera, o moscas que atraviesan la piel humana para usar brazos y piernas como criaderos de larvas casi imposibles de extirpar, alimentándose de los tejidos; especies de chinches cuyas picaduras atormentan hasta la locura, garrapatas que son la peor versión de las sanguijuelas, mosquitos llamados jejenes tan diminutos que atraviesan sin problemas las mosquiteras y que se dedican a chupar la sangre, tapizando el cuerpo de ampollas sangrantes, y dejando las manos y pies hinchados como globos; o abejas que lamen el sudor de los ojos, emborronando la visión. Al cabo de las semanas y los meses, los fornidos exploradores se transformaban en una suerte de esqueletos andantes de músculos temblorosos, enfermos de fiebres, e incapaces de encontrar alimento. Fawcett logró sobrevivir en lugares donde la mayoría morían, hasta el punto de que las palabras finales de la última carta que él mismo despachó a su esposa -carta que fue llevada a través de la jungla por emisarios- se reflejaba la frase que definió todo cuanto hizo: "No temas al fracaso".

Su desaparición fue el comienzo de una "fiebre por encontrar a Fawcett" que movilizó a exploradores y personajes de todo pelaje en busca de un trozo de gloria. En 1928, tres años después de su última carta, la primera expedición de rescate, comandada por un miembro de la Royal Geographical Society, George Miller Dyott, partió en su busca. Dyott se llevó una radio inalámbrica y, acompañado de cuatro hombres y una cámara cinematográfica, envió sus progresos mediante mensajes radiofónicos, que produjeron estupendos titulares de la época. Logró llegar al Puesto Bakairí, el último poblado conocido en el que habían visto a Fawcett con vida, y le dio tiempo a radiar que estaba a punto de perecer por culpa del ataque de indios hostiles, escapando de milagro. Dyott declaró que Fawcett había muerto precisamente a manos de los mismos indígenas que estuvieron a punto de asesinarle a él y a sus hombres.

Pero nadie le creyó. No tardaron en surgir testigos que afirmaban que habían visto a Fawcett vivo, aunque retenido por una tribu desconocida en medio de la selva; o que había encontrado su ciudad perdida, quedándose en ella viviendo al margen de la civilización occidental. Los rumores se multiplicaron como una serpiente de verano. Dyott protagonizó una película en Hollywood en 1933 sobre el tema. Y otro actor de tercera categoría, Albert de Winton, que había participado en papeles secundarios en películas selváticas, buscó durante meses a Fawcett sin resultado, pero recobró protagonismo. Volvió a la selva y desapareció finalmente en 1934.

Hubo expediciones lideradas por "alemanes, italianos, rusos y argentinos", e incluso Peter Fleming, el hermano del autor de James Bond, trató de encontrar al perdido coronel británico. Según algunos cálculos, cerca de un centenar de emprendedores y aventureros murieron en la selva en su empeño de encontrar al coronel desaparecido durante las siguientes décadas. "La gente pensó que estaba vivo, especialmente su familia. Y, en parte, esta creencia se debió a que Fawcett se había mostrado tan indestructible en el pasado que se hizo muy difícil creer que había perecido", responde Grann en conversación telefónica a El País Semanal. Encontrar los huesos de Fawcett hoy día es imposible en un lugar como la selva, aunque su conclusión es que fue asesinado por indios hostiles.

Grann añade que la gente que le buscó también había caído presa de esa obsesión por encontrar una ciudad perdida en medio de la jungla. Hollywood prepara ahora el estreno de una película protagonizada por Brad Pitt, La ciudad perdida. Los arqueólogos suelen enfadarse cuando se les menta a Indiana Jones -cuyo personaje muy bien podría haber nacido de la inspiración desprendida por un aventurero como Fawcett- y reniegan de cualquier similitud. La prestigiosa revista Archaeology, del Instituto Arqueológico de América, despacha con bastante dureza la aventura de Fawcett, calificándola como "un viaje enfermo" al corazón de Brasil para tratar de encontrar una "Atlántida", una "búsqueda patética" por parte de un aficionado que se convertirá en la nueva película del "ídolo Brad Pitt" (usando el término con segundas), ya que destaca que el explorador británico sí se llevó consigo una figurita de un sacerdote barbudo hecha en basalto que le fue entregado por el famoso escritor H. Rider Haggart, autor de obras como Las minas del rey Salomón.

La figurita no es más que una burda falsificación; parece "vestida con el traje de Hércules" salido de una producción de serie B, y sostiene una tabla de glifos que, de acuerdo con Archaeology, no tiene ningún paralelismo con objetos arqueológicos reales: son inventados. Pero terminó de convencer a Fawcett de que su ciudad perdida era real. Para colmo, Fawcett creía en el ocultismo -mantenía una amistad con Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes y ávido creyente en las fuerzas del más allá- y reclamó la ayuda de un médium para interpretar el significado de la figura, llegando a la conclusión de que pertenecía a Z. Así que ¿qué legitimidad podría tener una persona que cree en los poderes paranormales y se deja arrastrar hasta la muerte perdiéndose en un remoto lugar de la selva amazónica?

A pesar de ello, Grann asegura que esta locura es parte de una historia más amplia, en la que el coronel británico fue perdiendo el buen juicio sobre todo después de haber servido en el frente tras la Primera Guerra Mundial. "Algunos le ven como un chiflado que creía en lo oculto y sacrificó su vida". Sin embargo, asegura, en su etapa anterior había construido su teoría de forma más "pragmática", recogiendo evidencias como "caminos, calzadas, fragmentos de cerámica antigua y leyendas orales". ¿Qué hay de cierto en ello? ¿Acaso los indios con los que conversó estaban también chiflados?

La gran paradoja de la selva tropical es que resulta un lugar nefasto para el hombre sedentario. Es un paraíso ecológico, pero el suelo en general es muy pobre y no permite cultivos a gran escala. Así que ¿cómo podría la selva albergar una población de miles de individuos sin una agricultura establecida? Los ecólogos aseguran que los cultivos allí no tienen futuro. La tala de árboles para clarear zonas y plantar las cosechas termina a la larga arruinando los suelos, dejándolos impracticables. Sin duda, los historiadores españoles y los cronistas de la época debían de estar equivocados al describir poblaciones numerosas de indígenas, por lo que Fawcett sería un loco cegado más. ¿Fin de la historia? "Hasta hace unos quince años, si mencionabas este aspecto a los arqueólogos, creían que estabas completamente chiflado. Pero en tiempos más recientes, algunos arqueólogos, mediante el uso de imágenes de satélite y fotografías tomadas con radar, están encontrando evidencias de ruinas antiguas en el Amazonas, incluyendo la zona en la que Fawcett desapareció buscando su ciudad Z", insiste Grann.

Uno de estos expertos, Michael Heckenberger, de la Universidad de Florida, ha encontrado asentamientos precolombinos en la zona de Puesto Bakairí, próxima al campamento del Caballo Muerto, donde Fawcett abandonó los huesos blanqueados de uno de sus caballos de carga que murió en pasadas expediciones. En 1993, Heckenberger llegó a la región del alto Xingú para estudiar a la tribu kuikuro. En apenas un par de semanas empezó a desenterrar las primeras evidencias de asentamientos: hexágonos, círculos, formas geométricas excavadas en la tierra y caminos interconectados, junto con utensilios de cocina y cerámicas. Estos antiguos pobladores hacían uso de recursos económicos como el cultivo de mandioca y la pesca. "Tenían una economía similar a sus contemporáneos, pero a una escala más grande; una agricultura que conformaba paisajes de jardines de cultivo, árboles e incluso praderas. Se trataba de asentamientos entre diez y quince veces mayores que los actuales, densamente poblados". En la zona de Xingú, los asentamientos estaban construidos en tierra seca y elevada, a salvo de las inundaciones, y estaban rodeados de "grandes muros", con colinas adyacentes a caminos y plazas, dice Heckenberger.

En otras regiones de la Amazonia, como la parte más oriental de Bolivia, las tierras de baja altitud son bastante pantanosas. Durante cuatro o cinco meses al año están cubiertas por el agua de escorrentía que baja de los Andes, y luego se secan durante el resto del año. Parece una zona bastante inhóspita como para ocuparla durante cuatro o cinco meses. Sin embargo, sus antiguos moradores eran capaces de construir archipiélagos, cientos de estos montículos o colinas, uniéndolas mediante conductos. De esta forma lograban crear extensas plantaciones sumergidas -quizá cultivando arroz- bien expuestas a la luz solar. La edad de estos asentamientos no se ha determinado aún, pero podrían remontarse a centenares de años.

Y otro asunto intrigante es el descubrimiento de geoglifos, estructuras en forma de círculos, rectángulos y otras figuras geométricas excavadas en el suelo de la franja amazónica noroccidental, en el Estado brasileño de Acre, que han revelado las imágenes de satélite. Vistas desde el aire, recuerdan a las espectaculares líneas de Nazca, en la costa de Perú. Según el corresponsal científico Charles Mann, de la revista Science, estas formas geométricas fueron seguramente excavadas cuando no estaban cubiertas por la selva. La antropóloga Denise Schaan, de la Universidad Federal de Pará, en Belém, también ha documentado la existencia de decenas de estas estructuras al norte de Bolivia, en la frontera con la parte más oriental del Estado de Acre. En un artículo publicado en la revista Antiquity el pasado invierno sugiere que el tamaño de la población necesaria para que se pudieran elaborar estas estructuras, quizá de carácter defensivo o ceremonial, podría alcanzar las 60.000 personas. La edad de estas estructuras podría remontarse al año 1250, es decir, el siglo XIII.

Estos hallazgos, de acuerdo con Heckenberger, sugieren el establecimiento de sociedades complejas antes de la llegada de Colón. Pero no sustentan en absoluto las fantásticas visiones de un explorador que perdió el juicio al buscar una ciudad perdida en medio de la jungla, la Atlántida. "Estaba equivocado fundamentalmente en lo que estaba buscando". En sus escritos, Fawcett describió una ciudad mediterránea. Y al hablar con los indígenas del lugar se topó con elementos que sugerían que pertenecían a sociedades más sofisticadas, lo cual fue toda una sorpresa. "Creyó que o bien esta antigua ciudad se colapsó y sus antiguos habitantes se esparcieron en comunidades más pequeñas en la selva como atlantes, o bien que estos aspectos más sofisticados que él encontró en los indios se explicaban porque se mezclaron en el pasado con ellos. Fawcett no estaba preparado para admitir que los nativos de la Amazonia podrían realizar cosas sofisticadas al igual que otras pequeñas poblaciones urbanas en otras partes del planeta".

Fawcett no supo interpretar algunas de las pistas que obtuvo a lo largo de su vida. ¿Es justo juzgarle como un chiflado más? En el contexto histórico en el que vivió, e incluso antes que él, en el siglo XIX, la gente buscaba la Atlántida en los lugares más remotos, explica Heckenberger, "y no era algo tan descabellado como ahora".

Las selvas tropicales constituían un reino tan impenetrable como misterioso. "Los arqueólogos actuales se reirían ante la posibilidad de una ciudad como El Dorado, en la que la gente se cubre de oro, pero hay cada vez un número creciente de expertos que piensa que la Amazonia pudo contener poblaciones grandes y sociedades sofisticadas", añade David Grann.

El Dorado, que se remonta a las primeras descripciones hechas por el historiador Gonzalo Fernández de Oviedo en el siglo XVI, "ha cautivado la imaginación de muchos desde hace siglos. Creo que la idea de encontrar una civilización perdida está casi impresa en la naturaleza humana, en nuestros genes". Esa leyenda se alimenta de precedentes bien establecidos, que no están precisamente ubicados en la selva. "El mito de El Dorado, el cacique indio que cubría diariamente su cuerpo desnudo con polvo de oro, nació en Quito hacia 1541. Si aztecas e incas habían cubierto de oro y de gloria a Cortés después de entrar en Tenochtitlán y a Pizarro en El Cuzco, ¿cuántas riquezas no habrían de aguardarle al que descubriese el imperio del príncipe que se permitía semejante derroche, espolvoreando el codiciado metal sobre su cuerpo un día sí y otro también?", se pregunta Javier Jayme, escritor y viajero, autor del libro Pioneros de lo imposible (Alianza Editorial).

Para el arqueólogo Sebastián Celestino Pérez, del Instituto de Arqueología de Mérida del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), el reclamo del oro jugó un papel esencial, ya que "el desánimo que cundió entre los conquistadores españoles que se adentraron en la selva tropical debió propiciar la creación del mito, y mantuvo la tensión y la penetración en un territorio que de otra forma hubiera sido difícilmente conquistado".

Celestino Pérez comanda un equipo de expertos que busca restos de población de los tartesios en las marismas de Doñana. Los tartesios constituyeron una cultura real bien documentada, en paralelo a la cultura griega y fenicia, que se organizó en ciudades principales que ocuparon buena parte de lo que es hoy Andalucía, el sur de Portugal y Extremadura desde el siglo IX al VI antes de Cristo. Los romanos escribieron sobre Tartessos quinientos años después de su desaparición, describiendo su centro social como una ciudad opulenta. "Los griegos necesitaban abrir nuevos mercados en el extremo occidente, pero para que los comerciantes se aventuraran a ir a lo que entonces era el fin del mundo había que inventar mitos que lo propiciaran. De esta forma, según la mitología griega, en Tartessos vivía Gerión, un monstruo con tres cuerpos, o la Gorgona Medusa. Para despejar el campo, los griegos situaron uno de los trabajos de Hércules en esta zona, el robo de los toros de Gerión, dando muerte al temido monstruo", explica este experto a El País Semanal mediante correo electrónico. "Por su parte, a Perseo también se le atribuye una visita a esta zona del extremo occidental para dar muerte a la Gorgona Medusa. A partir de ese momento, el camino hacia Tartessos está expedito, y para animar a los comerciantes griegos se crea la historia de una ciudad regentada por un rey bondadoso, Argantonio, cuya ciudad rebosaba de plata y otras riquezas. Por tanto, el mito de Tartessos se crea para fomentar el comercio en un territorio hasta ese momento inaccesible. Las leyendas como la de la ciudad de Tartessos o El Dorado responden a los mismos intereses". Algunos han querido ver una Atlántida en Doñana -al igual que la búsqueda de Fawcett en Brasil-, pero este experto coloca las cosas en su sitio. "La Atlántida es una fantasía que escapa a cualquier análisis científico, por lo que está restringida a los aficionados a la arqueología-ficción".

La razón por la que "estas historias resultan tan fascinantes para la gente es una cuestión de psicología de masas de la que no tengo la menor idea", admite Guillermo Algaze, profesor de antropología de la Universidad de California en San Diego, que ha publicado extensos estudios sobre el origen, ascenso y colapso de civilizaciones antiguas. "Los que están fascinados por estas civilizaciones perdidas suelen creer que surgieron de golpe, de la nada, cuando lo cierto es que se trata de una evolución histórica que tarda centenares de años", explica. Incluso el adjetivo "perdida" da lugar a equívocos. "¿Perdida por quién?", se pregunta este experto. "La gente local sabe que estas cosas están ahí. Es decir, están "perdidas" para nosotros. La rúbrica de la civilización perdida no tiene lógica".

A pesar de ello, hay precedentes en los que la ortodoxia científica lanzó sus más feroces ataques sobre visionarios y románticos aventureros, y se equivocó. "¿Qué se entiende por 'búsqueda sin sentido'?", reflexiona Javier Jayme. "Recordemos que esa fue la acusación que el mundo académico lanzó sobre Heinrich Schliemann (un millonario alemán apasionado por la arqueología), tachándole de visionario obcecado, antes de que éste encontrase los restos de Troya, incorporando definitivamente su leyenda a la historia y demostrando al mundo que su búsqueda sí tenía sentido".

Fawcet y un grupo de hombres que le acompañaron en una de sus expediciones
Fawcet y un grupo de hombres que le acompañaron en una de sus expedicionesTHE ESTATE OF COLONEL PERCY HARRISON FAWCETT

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