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CON GUANTES
Columna
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Código Binario

La verdad es que si tengo que hablar desde mi propia experiencia en este supuesto valle de lágrimas, diría que lo bueno le va ganando dos a uno a lo malo o, acudiendo al código binario original, cero a uno. No está tan mal, y un buen resultado fuera de casa se me antoja esencial porque algo me dice que no hay partido de vuelta. Esta pequeña e inane reflexión viene al caso de la extraña alegría que me proporciona la lectura de un libro de Jean Echenoz publicado por la editorial Trama: Jérôme Lindon, mi editor, y que trata efectivamente del editor de Echenoz y de Samuel Beckett y de Robe-Grillett y de Claude Simon y de Marguerite Duras, entre otros. En realidad trata de la relación de un joven autor con su editor, del miedo y el desasosiego y la felicidad que esta relación supone en la vida de un Echenoz ahora laureado pero que se remonta al momento en el que apenas empezaba a caminar por el estrecho pasillo de la gloria literaria. El libro describe con detalle y sin innecesarias demoras los momentos esenciales de dicha relación. No sé si a alguien ajeno al mundo de la escritura le producirá la misma emoción que a mí, pero este pequeño volumen, tan elegantemente escrito como editado, debería gustar al menos a todos los que habitamos cualquiera de los márgenes del asunto literario. Escritores o aspirantes a escritores, editores o aspirantes a serlo, lectores editoriales, agentes, críticos, libreros y por supuesto a esa legión silenciosa de verdaderos aficionados a la escritura.

"Nadie podría negar la decisiva presencia de un buen editor en la vida de un autor"

El profundo y seco sentido del humor de Echenoz, que no fuerza ninguna tuerca en esta preciosa y precisa construcción, va relatando con cierta distancia los distintos recuerdos que la muerte de su editor le devuelve puntualmente y al hacerlo consigue un retrato muy preciso no ya de una aventura personal, sino de una figura, la del editor, no siempre bien reivindicada, no siempre bien contada.

He tenido la enorme fortuna, a lo largo de mi propio camino, de encontrarme con editores ejemplares, no sólo aquellos con los que he trabajado directamente, sino otros que por razones evidentes he ido conociendo. Editores no de lo mío, sino de autores amigos (o respetados o admirados, nacionales y extranjeros, vivos y muertos), con los que he intercambiado comentarios, bromas, conocimientos, envidias, cotilleos, copas, noches, días.

El editor es para el lector en general una figura semidesconocida, y supongo que así debe ser, pero su influencia en la salud de la escritura es de una importancia capital. Todo escritor tiene una historia que contar sobre sus editores y sobre la delicada relación que nos une, tal vez no todos seamos capaces de contarla tan bien como Echenoz, pero nadie, creo, podría negar la decisiva presencia de un buen editor en la vida de un autor. Tampoco creo que exista escritor que no sepa la dificultad que conlleva encontrarse enredado entre los dedos de un editor mediocre.

Lo jugoso de esta relación es que no se limita a ninguna de las dos parcelas de la existencia de un autor, la vida y la escritura, sino que tiende a considerarlas una misma cosa. Un editor no es una madre, todos los escritores tienen ya una, ni es un profesor o un corrector, pero acaba desarrollando en ocasiones todas esas capacidades con la finalidad última de cuidar en lo posible no sólo la letra impresa, sino a aquellos que la producen. A veces habla Echenoz de las disputas sobre las comas en la edición final de un texto y a veces del enfado del editor ante la ropa elegida por su autor en tal o tal ocasión. Así se trenzan las experiencias casi familiares de dos desconocidos.

Sobra añadir que en estas líneas cuando se dice escritor se dice también escritora y que cuando se dice editor se dice también editora. Supongo que comprenden que resultaría demasiado pesado repetirlo todo el tiempo.

Si alguien de entre ustedes tiene cierto interés por saber cómo viajan juntos estos dos personajes, cómo se desarrollan a la par dos personalidades aparentemente tan opuestas, les recomiendo esta pequeña joya de Jean Echenoz, escrita de manera tan sencilla que resulta no sólo conmovedora, sino también esencial.

Por cierto, Jérôme Lindon recogió el Premio Nobel otorgado a Samuel Beckett en 1969, lo comento por si alguien tuviese alguna duda de la importancia de este hombre en la historia de las letras.

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