Comentario de texto

Un país pobre, destrozado por una guerra larga y cruenta que acaba de terminar. Un pueblo grande, otro pequeño, una ciudad.
En el primero, las tropas ocupantes reúnen a todos los resistentes y los van tirando vivos, uno por uno, en varios pozos secos, profundos. Sobre los últimos cuerpos derraman una capa de cal viva, para asegurarse de que nadie pueda salir. Durante muchos días, casi una semana, los vecinos del pueblo escuchan los lamentos de los enterrados en vida, que van muriendo muy despacio, de asfixia o de hambre, mientras la cal resplandece cada noche. Pero deciden que esos gritos de desesperación no son humanos, sino obra de brujería, y siguen viviendo, conviviendo todos los días con los hijos, las viudas de los hombres enterrados en los pozos.
En el segundo, unos hombres entran en una casa y se llevan al padre por la fuerza. Antes de marcharse, uno de ellos se dirige a su hija, una niña de 11 años. Dentro de una hora puedes venir a por los zapatos, si quieres. No creo que podáis aprovechar mucho más, pero he visto que sus zapatos están bastante nuevos. A lo mejor os sirven a alguno, te lo digo para que después no digáis que os los hemos robado... Una hora después, la niña de 11 años descalza al cadáver de su padre, se lleva sus zapatos y los guarda en una caja. Sus hijos, sus nietos, han crecido viendo esa caja y los zapatos que contiene. Y también, todos los días, a los asesinos del último hombre que los calzó.
En la ciudad llevan a los condenados a muerte al cementerio, de madrugada. Al pasar por una esquina, una lluvia de papelitos cae al suelo. Los ocupantes del camión los dejan caer con disimulo para que sus guardianes no los vean. Todos esos papeles son adioses, palabras de amor destinadas a seres queridos a quienes nunca volverán a ver, que nunca volverán a verlos vivos. Cuando el camión se marcha, una mujer sale a la calle, mira a su izquierda, a su derecha, toma precauciones y recoge los papeles, ocultándolos en su ropa. Los hombres que los han escrito no la conocen, y ella tampoco conoce a ninguno, pero eso es lo único que puede hacer por ellos y por ella misma, por el sueño que han defendido juntos. La mujer sabe que, si algún día la pillan, ella misma acabará en un camión, pero sigue madrugando y ocultándose tras una esquina para recoger y repartir esos adioses.
¿Qué quiere expresar la autora de este texto? ¿Cuáles son los conceptos clave que refleja? ¿Crueldad, odio, injusticia, barbarie, asesinato, horror, terror, dolor? ¿Con qué otros adjetivos describiría el lector estas tres historias? ¿Terrible y desoladora la primera, terrible y conmovedora la segunda, terrible y hermosa la tercera? ¿Cómo definiría la experiencia de los descendientes de los hombres que mueren en estas tres historias? ¿Terrorífica, injusta, inconcebible, torturante, indigna, insoportable, atroz? ¿Qué conceptos añadiría si supiera que esos hijos, esos nietos, en lugar de clamar venganza o tomársela por su mano, han seguido viviendo, y conviviendo, mejor o peor, con los verdugos y con sus descendientes, y contribuyendo así, más que nadie, al progreso y a la paz de su país? ¿Dignidad, serenidad, responsabilidad, civismo, frustración, dolor, injusticia, pesadilla?
Si ha contestado sí a alguna de estas preguntas, el lector está muy equivocado. Porque estas tres historias, que son rigurosamente ciertas, sucedieron en España. La primera en Arucas, Gran Canaria; la segunda en una aldea de la provincia de León, la tercera en Madrid, en lo que hoy se llama avenida de Daroca, todas después de la Guerra Civil. La autora, que sabe muchísimas más, las ha escogido porque conoce personalmente a una hija de un sepultado vivo, a un nieto de la niña que descalzó el cadáver de su padre, a una nieta de la mujer que madrugaba para recoger las palabras de amor de los condenados. Y el Estado español, en lugar de reparar de alguna manera, siquiera simbólica, tanto horror, tanto dolor, tanta injusticia, tanta barbarie, no ha sido capaz de producir siquiera, en 30 años de democracia, una triste declaración parlamentaria de repulsa de la sanguinaria dictadura militar que fue el franquismo. El tímido, descafeinado, insuficiente avance que supuso la aprobación de la Ley de la Memoria Histórica se ha visto paralizado por la actitud de la Audiencia Nacional, que, por lo visto, es una institución que no tiene nada que ver con la justicia, sino exclusivamente con el ordenamiento jurídico. ¿Y qué quieren? ¿Acaso las leyes de este país contemplan los pozos, los zapatos, los adioses, el maltrecho corazón de los españoles?
Así que la autora recomienda al lector que vuelva a leer este texto y lo interprete de la manera correcta, es decir, achacando todo lo que dice a la personalidad del juez Baltasar Garzón.
Igual que si no hubiera sucedido nunca.
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