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Reportaje:

El Dalai Lama secreto

Una imagen inédita del jefe político y espiritual de Tíbet contada por su fotógrafo personal. Retrato de un monje atípico y fundamental que es tan experto en almas como en coches, en el arte de la meditación como en el de saltarse el protocolo.

Es el profeta de la no violencia, pero de pequeño veía las películas de John Wayne. Predica la aceptación serena de la muerte, pero cuando sube a un avión se siente aterrorizado y tiene que cerrar los ojos durante el despegue. No sabe usar un ordenador, pero es capaz de arreglar un automóvil averiado. Imágenes inéditas de la vida de un monje excéntrico. El Dalai Lama es todo esto: conocedor del alma, estudioso de física cuántica, maestro del arte de la meditación y hombre de ocurrencias fulminantes y frecuentes infracciones del protocolo. Durante una cena en la Casa Blanca se pasó por la cocina para saludar a los cocineros: "Llega un olor muy agradable desde esta zona…". De visita en París, paseando con la ex primera dama Danielle Mitterrand, se detuvo delante de la estatua de Buda: "Le presento a mi jefe".

El Dalai Lama es un personaje excepcional, que se sale de los esquemas, cuenta Manuel Bauer, su fotógrafo personal. Este suizo nacido en Zúrich en 1966 es la sombra del líder budista. Juntos han hecho más de treinta viajes, desde Estados Unidos hasta Japón. Sus retratos ofrecen una imagen nueva del jefe espiritual y político de Tíbet: un Dalai Lama secreto, nunca visto hasta ahora. Bauer está siempre a su lado. Incluso cuando el símbolo de la armonía y la paz espiritual se enfada como cualquier otro viajero al que le hayan perdido las maletas. "Ocurrió el año pasado en Madrid", recuerda el fotógrafo. "Estaba furioso con los encargados de los equipajes. Una hora después, cuando se arrepintió de su comportamiento, le dio un ataque de gastritis".

DE NIÑO. El fotógrafo suizo -que no es budista, pero siente un "aprecio infinito" por el jefe espiritual y político de Tíbet- se ha convertido en el guardián de muchas confidencias del Dalai Lama. "Mi madre", explicó el Dalai Lama a Bauer, "fue una mujer cariñosa, muy dedicada a la familia". El 6 de julio de 1935, ya había dado a luz 16 hijos. Sólo sobrevivieron siete, en la aldea de Takster, en lo que fue la Ruta de la Seda, entre montañas de 7.000 metros de altura. "De su padre, en cambio", afirma Bauer, "no le gusta hablar". Tenía un carácter irascible, y era famoso por no pagar los impuestos y robar los caballos a los pobres.

Tenía apenas cinco años cuando fue coronado en Lhasa como la decimocuarta reencarnación del Dalai Lama. "Pasé entre la multitud, los tibetanos bajaban la vista cuando yo pasaba", cuenta su santidad. Una antigua tradición prohíbe mirar a los ojos al nuevo dios-soberano. Y así, el niño Lhamo Thondup se convirtió en Tenzyn Gyatso (Océano de Sabiduría); es decir, el Dalai Lama.

"Creció como muchos otros niños", continúa Bauer. Era inquieto e indisciplinado. Se aburría mucho cuando, a los 12 años, tenía que presidir reuniones de gobierno y asistir a clases de filosofía budista, lógica, cultura tibetana, caligrafía, astrología, metafísica y retórica. De vez en cuando se escabullía y subía a la terraza del palacio real de Potala. Desde allí lanzaba grandes pompas de jabón o escupía para ver a qué velocidad caía la saliva al patio. Una vez cogió a escondidas el coche del decimotercer Dalai Lama: se chocó contra un árbol. Veía las películas de Tarzán y de John Wayne. Durante uno de sus muchos viajes, el Dalai Lama contó a Bauer una anécdota de su juventud que pocos conocen: "Estaba en Norbulingka, en mi residencia de verano. Quería asustar a un halcón que amenazaba a los pajaritos de mi jardín. Cogí un fusil para alejarle, pero no apunté bien y le maté".

Con la misma naturalidad, el guía espiritual de una religión que se remonta 2.500 años confiesa haber soñado con mujeres tan bellas como diosas que se acercaban a él, y haber imaginado que luchaba en una guerra. "Esto sólo demuestra que soy un hombre corriente", fue su único comentario.

LA VIDA DIARIA. Vivir al ritmo del Dalai Lama significa poner el despertador todas las mañanas a las 3.30. "A esa hora está listo para meditar", explica Bauer, que ha realizado unas bellísimas secuencias de las expresiones del Dalai Lama absorto en la meditación. Recita sobre todo mantra; hay uno que conoce desde que tenía 10 años. Reza por todos los seres vivos, también por los hermanos y hermanas chinos. Después se pone de rodillas y hace una serie de genuflexiones durante 10 minutos. Luego sube a la cinta y sigue meditando. También en el hotel, durante sus viajes, la cinta es una necesidad. Kundun (La Presencia), como es llamado el Dalai Lama, debe mantenerse en forma. "Con una mano sujeta el rosario, con la otra se sigue entrenando durante al menos 15 minutos". Después se da un baño y toma la primera comida del día, arroz tostado y porridge. A las 5.30 escucha las noticias en Voice of America en tibetano y la radio internacional de larga frecuencia o la BBC, "su emisora favorita; considera que es la única absolutamente imparcial".

El vestuario es siempre el mismo: la túnica roja y amarilla. Cambian los zapatos: si el tiempo no le permite usar chancletas se calza sus viejos oxford de piel. El reloj de pulsera no falta nunca: tiene una colección, entre ellos un Rolex de Franklin Roosevelt. No es el lujo lo que le fascina, sino la mecánica que regula los minutos y los segundos. "Si no hubiese sido Dalai Lama, habría sido ingeniero", respondió una vez a Bauer. "Era mi sueño de joven". Su santidad se relaja arreglando cámaras fotográficas, proyectores y automóviles. También le apasiona la ciencia. Participa con regularidad en encuentros de física cuántica, "porque en el misterio de las moléculas se esconde una verdad para el ser humano".

LOS ORÁCULOS. Sus ritos de iniciación están acompañados a menudo por "círculos luminosos, arco iris, tormentas de viento". Bauer jura que también él ha asistido a algunos de estos extraños fenómenos. El fotógrafo también ha documentado los encuentros del Dalai Lama con los oráculos y la consulta de antiguos métodos de adivinación. "Si tiene que tomar decisiones importantes, el Dalai Lama se confía a los oráculos: según él, son muy fiables".

Tenzyn Gyatso explicó a Bauer que fue precisamente un oráculo el que, la noche del 17 de marzo de 1958, le ordenó que huyera de Lhasa. Al día siguiente estaba prevista una ceremonia con las autoridades chinas. "Te secuestrarán", vaticinó. El Dalai Lama dejó inmediatamente el palacio de Potala bajo la nieve, cubierto por un largo abrigo negro y con un fusil al hombro, junto a una veintena de leales. "Fue el peor día de mi vida".

LOS ENCUENTROS. La fuga le abrió las puertas del mundo. Es el jefe político más longevo del mundo, aunque su Gobierno está en el exilio, en Dharamsala -al norte de la India-, desde hace 46 años. Ha frecuentado a los más poderosos del mundo del último medio siglo. Ha conocido a tres papas, y a los presidentes estadounidenses más importantes, desde Roosevelt en adelante. Después de su última visita a la Casa Blanca estaba entusiasmado: "Hemos tomado el té con George W. Bush. Le dije que me indicara cuáles eran los mejores pastelitos. ¡Me los indicó y no se equivocó!".

Ha confraternizado con algunos jefes de Estado. "¿A qué político aprecia más?", le preguntó una vez Bauer. "Si tuviese que elegir al mejor, elegiría a Willy Brandt. Me impresionó el papel que tuvo durante la guerra fría; sólo él consiguió construir una buena relación con Leonid Bréznev. Jimmy Carter fue un político afable, claro y práctico, y Tony Blair se le parece mucho". Para su enemigo histórico, Mao Zedong, el Gran Timonel chino, que declaró la guerra a Tíbet y le obligó a exiliarse, no tiene palabras de odio. "Era un hombre fuerte, muy pagado de sí mismo, emanaba energía como un imán. La única vez que le vi, en Pekín en 1953, estaba terriblemente cohibido".

LOS COLABORADORES. Entre bastidores, el secretario personal Tenzin Geyche Tethong es omnipresente: organiza la agenda del Dalai Lama, filtra todas las peticiones y hace de portavoz durante las entrevistas. "Nadie se acerca a su santidad sin su permiso", observa Bauer, que a menudo se ha visto sometido a sus elecciones. El entorno del Dalai Lama está constituido por pocas personas más. Está su consejero espiritual, el monje Tashi, inseparable maestro de ceremonias durante los viajes al extranjero. Otros dos monjes acompañan a su santidad en los pequeños gestos cotidianos de vestirse y preparar las comidas. La comida del Dalai Lama siempre se controla. Así se habrían evitado algunos intentos de envenenamiento.

La seguridad del Dalai Lama está garantizada por dos equipos de guardaespaldas, uno tibetano y otro indio. "El nuevo desafío para el Dalai Lama será enfrentarse a la vejez", prevé Bauer. "No me parece asustado. Sólo me ha dicho que desearía vivir lo suficiente para volver a morir en su país". Los oráculos tibetanos le dan buenas probabilidades. Han predicho que vivirá hasta los 112 años.

'Su santidad el 14º Dalai Lama. Viaje a la paz", con imágenes del fotógrafo suizo Manuel Bauer, se publica en la editorial Scalo. Información: www.scalo.com.

"¿Reencarnado? Podría ser, no importa" Por Renata Pisu.

Tiene más de medio siglo de vida y dice que cree haber sido de alguna utilidad a su pueblo. El Dalai Lama es un hombre sencillo, divertido y sin pretensiones, ni siquiera religiosas.

Su santidad el decimocuarto Dalai Lama, Océano de Sabiduría, desearía ser un tibetano cualquiera. Pero no lo consigue, aunque lo intenta. Habla libremente, pero la gente le escucha con demasiada seriedad, con lo que se le pasan las ganas de hablar porque tiene la impresión de que no entienden bien sus palabras, y entonces se siente "distanciado". Porque, se lamenta, "hay demasiado formalismo". Está seguro de ser la reencarnación de su antecesor, casi seguro. En 1989, nada más recibir el Premio Nobel de la Paz, contestó a un periodista que le preguntaba si creía ser la verdadera reencarnación del decimotercer Dalai Lama: "Parece ser que cuando era pequeño demostré que reconocía con gran exactitud los objetos pertenecientes a mi antecesor. Pero, verá usted, aparte de eso creo que en 54 años de vida he conseguido ser de alguna utilidad a mi pueblo. ¡Eso es lo importante! Por tanto, que sea o no la auténtica reencarnación, poco importa".

Dice que la reencarnación es algo muy misterioso. A él le ha tocado ésta, quién sabe si la próxima vez se reencarnará o qué hará. Porque puede que sea el último Dalai Lama, si el pueblo tibetano decide que, por lo que respecta al poder temporal, el jefe debe ser elegido democráticamente. Tiene grandes esperanzas en el futuro de Tíbet, todas progresistas. Sabe bien que en su país, cuando fue invadido -es decir, liberado de los chinos en 1950-, había muchas injusticias, y si hubiera tenido tiempo habría hecho lo posible por cambiar las cosas. Pero no tuvo tiempo; desde 1959 vive exiliado en India, en Dharamsala. Hoy espera que el Gobierno chino reconozca la autonomía de su Tíbet.

Le vi por última vez hace tres años, en Trento, y entre aquellas montañas se sentía como en casa. Era feliz y reía. El Dalai Lama ríe a menudo, de manera estrepitosa y contagiosa. Mientras reía declaró que sentía cierta envidia por la autonomía de Trentino. "Ojalá la tuviéramos también nosotros, los tibetanos". Y luego añadió: "Ustedes los occidentales piensan que en Tíbet la gente es triste, siempre salmodiando oraciones. Y en cambio, no es así: nos gusta bromear, siempre encontramos algo de lo que reírnos; para que el sentido del humor nos abandone tenemos que estar en unas condiciones realmente desesperadas". También cuando cuenta su día típico, el Dalai Lama lo hace con cierto humor. Se levanta a las cuatro de la madrugada; después, oración, meditación, una taza de agua caliente, genuflexiones devotas durante aproximadamente una hora -que, subraya, son un estupendo ejercicio físico, mejor aún que la bicicleta-, ducha, oración, desayuno, paseo, noticias de la BBC; luego, estudio, despacho de los asuntos pendientes, comida, meditación, el té de las cinco, televisión si hay algún programa interesante, meditación, de nuevo algo de estudio y oración, cena; a las nueve de la noche, a la cama, y enseguida un sueño profundo.

Desde luego, cuando viaja hay variantes. Por ejemplo, el avión es el sitio ideal para la meditación, a menos que haya turbulencias, porque entonces tiene miedo y nada más. En el coche no medita bien, se distrae, quizá porque le fascinan los automóviles. Es el primer objeto moderno que le llamó la atención cuando era un niño, ya Dalai Lama (lo fue a los cuatro años), y en Lhasa sólo había tres automóviles: dos Austin de 1927 y un Dodge naranja de 1931 transportados hasta el techo del mundo a lomos de yaks. Nunca usados. Él se moría de ganas de ponerlos en marcha, y al final lo consiguió. Le fascinaban los mecanismos, los engranajes precisos y racionales que encajaban unos en otros como esos relojes que abría para ver cómo funcionaban y luego volvía a montar. Pero los relojes digitales, confiesa riendo, nunca le han interesado.

Se divierte, pero no tiene vicios. Detesta sobre todo el humo. Cuando en 1989 el nuevo presidente de Checoslovaquia, Havel, recién salido de prisión (había sido condenado por sus ideas políticas), le invitó a Praga, le dijo, con una jarra de cerveza en una mano y un cigarrillo en la otra, que sentía que se parecía mucho al Dalai Lama, conocido por sus pasiones mundanas, su santidad auguró una segunda revolución en Checoslovaquia. "¿Cuál?", preguntó Havel sorprendido. Y el Dalai Lama: "¡Que no se fume durante las comidas!". Y me imagino que se echaría a reír, como sólo él sabe reír, incluso al decir cosas serias; cuando aboga, por ejemplo, por un Parlamento mundial de las religiones, que, especialmente en estos días de fanatismos triunfantes, es una idea de una inocencia que realmente encandila. Parlamento: al Dalai Lama le gusta esta palabra porque "está impregnada del sabor de la democracia". Y además le gusta el plural, religiones y no religión, porque implica diversidad de creencias, aspira a un sincretismo que le parece la única salida posible para los hombres de buena voluntad. También le fascina el relativismo.

En Roma, la primera vez que le vi, me dijo: "Creo que el budismo tiene algo que enseñarles a ustedes los occidentales, que tienen tanta ciencia, que podrían incluso vendernos a nosotros. Pero ustedes tienden a considerar que un efecto determinado depende siempre de una causa determinada, que hay una relación directa y muy estrecha. Así simplifican demasiado la realidad, que a nosotros, en cambio, nos parece fruto de una concatenación mucho más compleja, porque las causas son múltiples y variadas, igual que los efectos. La violencia, por ejemplo, ¿de cuántas y cuáles causas puede ser efecto? Y a su vez, ¿de qué efectos puede ser causa?". Objeté: "Así, todo puede ser relativo… y justificable". Respondió: "Relativo, sí, en el sentido de que un fenómeno está en relación con otros mil o cien mil. Justificable, también, lo que no significa que lo que se justifica sea lo justo. La rueda gira, ¿me entiende? No es sólo una metáfora, es la esencia de lo que nosotros llamamos apariencias".

¿Un hombre que no es vicario de alguien que vivió hace 2.000 años, sino que es la encarnación del mismo? Relativamente hablando podría ser, pero no viene al caso profundizar más; me dijo también que si viera a unos trabajadores manifestarse en la calle se uniría al cortejo. También otras cosas, como: "Poseo varios relojes preciosos; con su venta podría construir cabañas para los pobres, pero aún no lo he hecho. También sé que si fuese vegetariano no sólo daría buen ejemplo, sino que salvaría la vida de muchos animales inocentes. Por tanto, debo admitir que se dan en mí contradicciones. Pero mi lema es: 'Hago todo lo que puedo, sin llegar a extremos".

Sé que entonces insistí. Hoy lo volvería a hacer. Le pregunté: "Si hubiese elecciones libres en Tíbet, su santidad ¿a quién votaría?". No lo dudó: "A los ecologistas". Y me describió su edén de niño en el techo del mundo: manadas de yaks y asnos salvajes que pastaban libres en las grandes llanuras. De vez en cuando, manadas centelleantes de tímidas gacelas tibetanas, y él, a los 15 años, en los salones oscuros de Potala, el palacio de invierno de Lhasa, veía cómo caía la tarde y se desesperaba por no poder estar con sus coetáneos, pastores y pastoras, que cantaban y reían.

Quizá por eso ríe, ríe siempre. Para consolarse y porque tiene sentido del humor, la única salvación, relativamente hablando.

© La Repubblica / EL PAÍS.

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