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Reportaje:HISTORIA

Deslumbrados por los neones

Diego A. Manrique

Es el fiel soldado del capitalismo, en su vertiente más lúdica y consumista. No requiere una tecnología compleja, pero nunca veías neón en los países del socialismo real: era seña de identidad del enemigo. Sus colores artificiales, sus formas redondeadas, proclaman placeres fáciles de satisfacer: comida, bebida, baile, juego, compañía. Sugieren el esplendor democrático de Estados Unidos y encuentran su apoteosis en medio del desierto de Mojave, en el cegador oasis de Las Vegas.

Casi tienen la misma edad: Las Vegas adquirió personalidad jurídica en 1905, seis años antes de que el francés Georges Claude exhibiera un tubo de neón como elemento de iluminación apto para la publicidad. En realidad, aquella localidad de Nevada era casi invisible hasta que, en la década de los cuarenta, los mafiosos comenzaron a invertir en hoteles con casinos. Los refundadores de la ciudad se llevaban razonablemente bien entre sí -una vez que se eliminó a Bugsy Siegel, el pionero que no controlaba los gastos-, pero competían ferozmente por los dólares de los paganos. De ahí la carrera por erigir los rótulos más escandalosos. Con la ansiedad por el éxito del experimento, las autoridades locales no dijeron ni mu ante semejante asalto a la oscuridad.

Tom Wolfe: "Uno mira a Las Vegas y no ve edificios o árboles, solo rótulos. ¡Pero qué rótulos!"
Raymond Chandler: "Pude oler la ciudad. Era un olor viejo y viciado, pero las luces de colores te engañaban"

En 1963, enviado por la revista Esquire, Tom Wolfe se sumergió en la capital del condado de Clark. Wolfe todavía cargaba con demasiado esnobismo-del-Este para enamorarse plenamente de la Babilonia del Oeste, pero supo ver sus características excepcionales: "Las Vegas es la única ciudad del mundo cuyo perfil no está hecho de edificios, como Nueva York, o de árboles, como Wilbraham (Massachusetts). A una milla de distancia, viniendo por la Ruta 91, uno mira a Las Vegas y no ve edificios o árboles, solo rótulos. ¡Pero qué rótulos! Se imponen".

Wolfe terminaba por englobarlo todo bajo el paraguas de barroco moderno. Visitaba las oficinas de la principal empresa que nutría el skyline de Las Vegas, la Young Electric Sign Company. No advertía, sin embargo, la suculenta paradoja: la YESCO, como ahora es conocida, tiene su base en Salt Lake City, en Utah, un Estado colonizado por los mormones (que todavía constituyen las dos terceras partes de la población). Así que los letreros, paneles de rica miel que atraen a millones de moscas con el bolsillo rebosante, pueden ser obra de fieles de la apocalíptica Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días. Esto es América: el dinero no mancha.

Ocurre que Las Vegas es un paraíso en perpetua transformación, que renueva constantemente esos rótulos o que eleva nuevos edificios subordinados a la arquitectura de la luz. La YESCO se toma el trabajo de almacenar las obras dadas de baja, una vez desmontadas. Se conservan en lo que llaman El Osario, base del proyecto Neon Museum, que busca "coleccionar, preservar, estudiar y exhibir letreros de neón". Se trata de un museo desdichadamente pobre, dado que se necesitarían grandes inversiones para reparar por ejemplo la lámpara de Aladino (del Aladdin Casino).

No faltan los millonarios filántropos en Las Vegas, pero incluso allí pesa la "maldición de Coppola". Francis Ford Coppola se arruinó tras el fracaso de Corazonada (1982), una deslumbrante película que reconstruyó Las Vegas (incluyendo su aeropuerto y el Osario de YESCO) en los platós de American Zoetrope. Con un presupuesto original de dos millones de dólares, el largometraje terminó consumiendo 26.

En Los Ángeles existe otro Museum of Neon Art, conocido burlonamente como MONA, ahora cerrado, a la espera de instalarse en un edificio ad hoc en el cercano suburbio de Glendale. Los entusiastas del MONA todavía organizan viajes en autobuses abiertos que, partiendo de Chinatown, visitan algunos de los neones más memorables de la zona. Y abundan. En una de las novelas de Philip Marlowe lo decía Raymond Chandler: "Antes de llegar a Los Ángeles pude oler la ciudad. Era un olor viejo y viciado, como el de una sala de estar cerrada durante demasiado tiempo. Pero las luces de colores te engañaban. Las luces eran maravillosas".

Para apreciar esa belleza novedosa quizá convenía tener los ojos vírgenes de alguien criado fuera de Estados Unidos, como Raymond Chandler. O como el británico Alfred Hitchcock, que introdujo los neones en escenas clave de sus películas. En De entre los muertos, James Stewart y su enamorada yacen en una habitación de un hotel barato, iluminados por el verde viscoso de un anuncio exterior. En el blanco y negro de Psicosis, el aviso de un motel entre la lluvia lleva a Janet Leigh hacia un mundo aún más sórdido que aquel del que está escapando.

Fuera de Estados Unidos, los neones equivalían a modernidad triunfante, cuando no sugerían vicio. Proliferaban en el Pigalle parisiense, el Soho londinense, la calle de Reeperbhan de Hamburgo, De Wallen en Amsterdam. Y remarcaban el carácter mercantil de Tokio y Osaka, hasta que la reciente crisis energética obligó a reducir el consumo. En España, los neones no se implantaron hasta mediados de los años cuarenta. Y estaban sometidos a las miserias de la autarquía franquista: era obligatorio recurrir a la producción nacional para conseguir esos tubos de vidrio que contenían gases de neón y argón, y, según la leyenda, se rompían con demasiada facilidad. Fueron diseñadores como Joan Roura y Manuel Tabuyo los que cambiaron el aspecto de nuestras metrópolis. De los rótulos funcionales para bares, farmacias y discotecas se saltó a los grandes luminosos, a veces con la ilusión del movimiento: botellas que rebosaban burbujas, vasos que se llenaban y se vaciaban. Todo bajo la vigilancia atenta del franquismo, siempre presto a la censura. En la plaza madrileña de Callao, una tienda de música se intentó publicitar con el neón de una jacarandosa bailarina cuyo vestido subía con sus movimientos. Se prohibió.

Como el resto del país, las luces de neón solo se liberalizaron con la Transición. Asombra, con todo, comprobar cómo entonces se identificaba al neón con la aspereza, la agresividad, la degradación de la vida urbana. En su elepé de 1980, Rocanrol bumerang, Miguel Ríos arremetía contra La ciudad de neón ("con la violencia que le es habitual / se traga a la juventud"). Inicialmente escéptico ante la eclosión de la movida, en el mismo disco, Miguel avisaba en Nueva ola sobre "una mano luminosa / de neón de color rosa / se ha acercado a la ciudad".

Aunque aspiraba a quitarse el traje de cantautor y formar parte de la tribu del rock, el Joaquín Sabina de los ochenta también recelaba del neón. En su Corazón de neón, que cantaba Javier Gurruchaga en 1987, Sabina insistía en rimar "neón" con "hormigón", "polución" y, bueno, "cemento". Por el contrario, una oleada de músicos celebraban el neón como parte del fulgor de la vida contemporánea. En Neon lights, Kraftwerk desarrollaba un particular haiku que terminaba así: "Esta ciudad está hecha de luz". Marc Almond y su cómplice de Soft Cell se bañaban en una morbosa luz azulada para anunciar su Non-stop erotic cabaret.

En tiempos recientes están siendo artistas visuales los que exploran las posibilidades del neón. Tracey Emin lo utiliza para transmitir mensajes, tanto en sus instalaciones como en sus encargos. Y funciona todo un movimiento internacional de creadores que investigan el neón, a veces escondidos bajo nombres que parecen extraídos de las historietas de DC Comics: Krypton Neon, Capitol Neon, Aargon Neon, Flaming Gas Neon, Western Neon, Evening Neon, Lightwriters Neon. Caso aparte es Jeff Chiplis, que recicla rótulos en espléndidos collages. Y todos, todos adoran a Bruce Nauman, que comenzó sus indagaciones a finales de los sesenta, en la periferia del pop art.

Se puede imaginar un futuro cercano donde se encierre al neón en las iglesias del arte mientras es desterrado de las calles. Las autoridades municipales no se atreven con la contaminación atmosférica, que requiere decisiones políticamente costosas. Sin embargo, las ordenanzas contienen suficiente munición para asfixiar al neón. Basta con invocar la contaminación lumínica, la sobresaturación publicitaria o el sacrosanto ahorro energético.

Parece que nuestros ediles prefieren que las plazas céntricas se parezcan al Time Square neoyorquino, con despliegue de pantallas led que nos transportan a la teta universal de la televisión.

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