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Entrevista:Philippe de Montebello | ENTREVISTA

"Elitismo es hacer a la gente más cultivada"

Por espacio de 31 años, Philippe de Montebello ha estado al frente del Metropolitan Museum of Art de Nueva York, uno de los cargos más poderosos del mundo del arte. Durante los 138 años de vida que tiene el museo, ha sido el octavo director en desempeñar el puesto y quien lo ha conservado durante más tiempo. Hace unos meses, en el transcurso de una reunión de su Consejo de Administración, anunció a quienes durante años habían apoyado apenas sin fisuras su gestión que había tomado la decisión de retirarse antes de finalizar el año en curso. Tras unos segundos de silencio incrédulo, los miembros del Consejo se pusieron en pie y prorrumpieron en una ovación que duró más de 10 minutos. "Supongo que me aprecian", afirma, haciendo gala de su proverbial laconismo, cuando le pregunto por aquel momento, sin traslucir ninguna emoción. Cuando los periódicos dieron la noticia al día siguiente, a los neoyorquinos les costó trabajo asimilarla, y es que resulta difícil imaginarse al MET sin Philippe de Montebello. Durante las tres décadas que ha durado su gestión, el museo ha multiplicado por dos su espacio expositivo; ha abierto nuevas colecciones y galerías, las más recientes, dedicadas al arte griego y romano; se han adquirido 84.000 nuevas obras de arte, incluidas obras tan emblemáticas como Campo de trigo con cipreses, de Van Gogh; Estudio de una doncella, de Vermeer, o el delicado lienzo titulado Madonna con Niño, de Duccio di Buoninsegna. Las exposiciones especiales realizadas durante los años de Philippe de Montebello han sido tantas y de tal calidad, que sería un ejercicio absurdo intentar destacar unas cuantas. En una ciudad que es uno de los centros que atraen mayor número de turistas del mundo, el Metropolitan es el lugar con el número más elevado de visitantes, casi cinco millones a lo largo del último año. Todo ello, sin hacer la menor concesión a quienes demandan un menor nivel de exigencia a fin de acercar el arte a las masas. Desde que lo nombraron director en 1977, Philippe de Montebello sólo ha sido fiel a una idea: exponer en las salas del museo a su cargo obras de arte que respondieran al máximo ideal de excelencia y calidad. Como dice él mismo, con orgullo legítimo, un paseo por las salas del MET equivale a recorrer milenios de lo mejor de la historia del arte universal.

Su personalidad impregna todos los aspectos de la vida del museo. Toda su vida profesional ha transcurrido en este amplio complejo de edificios situado en la Quinta Avenida neoyorquina, a orillas de Central Park. Ni siquiera había terminado el doctorado cuando, en 1963, le ofrecieron trabajo como comisario ayudante en el departamento de pintura primitiva europea. Desde entonces, salvo un breve periodo de cuatro años, durante los cuales dirigió el Museo de Houston, sólo ha vivido para el MET. Costó aceptar

que había de ser así, pero finalmente se ha encontrado un sucesor, Thomas Campbell, uno de sus más fieles asesores, y todo está listo para la transición. Antes, a modo de despedida, el próximo viernes, se inaugurará una exposición que llevará el título de Los años de Philippe de Mon-tebello. Se trata de una muestra breve y exquisita organizada por los distintos departamentos del museo, coordinados por una de las más estrechas colaboradoras de quien durante años ha sido el alma del MET, Helen C. Evans, comisaria de arte bizantino.

La entrevista tiene lugar un día gris en su inmenso despacho, presidido por un enorme cuadro de Claudio de Lorena y por estanterías abarrotadas de los centenares de espléndidos catálogos que dan cuenta de los años de su gestión. Es un hombre alto, de porte aristocrático y voz profunda, que lleva gafas de montura metálica, y un traje de factura sobria y elegante, con chaqueta de botonadura cruzada. En la solapa luce una pequeña insignia, la rosette que lo acredita como miembro de la Legión de Honor, distinción que le fue concedida por el Gobierno francés en 1991.

Su biografía hace pensar más en un personaje novelesco que en un profesional que ha dedicado toda su vida a la gestión cultural.

Guy-Philippe Lannes de Montebello nació en París en 1936, en el seno de una familia aristocrática. Su madre, Germaine Wiener de Croisset, era descendiente del marqués de Sade, y su padre, Roger de Montebello, de uno de los generales favoritos de Napoleón, el mariscal Jean Lannes, a quien el emperador otorgó el título de duque de Montebello tras la victoria de sus tropas en la batalla del mismo nombre. Su bisabuela la condesa Laure de Chevigné fue uno de los modelos de los que se sirvió Marcel Proust para dar forma a la inolvidable duquesa de Guermantes. Su tía Marie-Laure de Noailles, a quien el pequeño Philippe trató asiduamente durante su infancia y primera adolescencia, yendo a visitarla en su mansión de la Place des États-Unis, fue una conocida y algo escandalosa mecenas del mundo de las letras y las artes de vanguardia en el París de entreguerras. En 1951, cuando Philippe contaba 14 años, su familia se trasladó con carácter definitivo a Nueva York. Tres años después, inició sus es-tudios en la Universidad de Harvard, con la certidumbre, que afirma tener desde los 11 años, de que durante el resto de su vida, el objeto de su devoción sería siempre, única y exclusivamente, el mundo del arte.

¿Cómo caracterizaría su legado al cabo de 30 años al frente del MET? No me corresponde a mí responder a esa pregunta; sería presuntuoso hacerlo. Otros han escrito que he marcado un rumbo firme y riguroso a la vez que innovador para el Metropolitan, pero incluso traer esto a colación resulta impropio. Sólo Napoleón estaría por encima de una ley así. Cuando le recriminaron su negativa a responder a las preguntas que le hacían, afirmó: "Yo soy mis propias respuestas".

Hoy día, muchos museos, algunos de renombre, parecen dar más importancia a los puntos de venta que al espacio expositivo mismo. Hay museos que parecen supermercados. ¿Ha vivido ese conflicto en el MET? Aplicado con carácter general, el juicio que acaba de emitir usted probablemente sea demasiado severo. Son bastantes los museos que han sabido evitar crear una atmósfera circense o comercial en su espacio. No niego que algunos hayan entrado de lleno en ese juego. En mi opinión, la clave está en el tratamiento que se elija dar a los espectadores que están deseosos de ver arte. El público que acude a los museos es gente alerta e inteligente, y hay que tratarlos como a tales. Los museos que adoptan medidas paternalistas, tratando de vendar los ojos a los visitantes u ofrecerles el sabor del día, tienen los días contados. El público quiere calidad, y si se pone a su alcance una experiencia artística y estética enriquecedora y de altura, jamás se cansará de volver.

Desde la atalaya que le proporciona la circunstancia vital en que se encuentra, ¿cómo ha evolucionado el concepto de museo desde sus orígenes hasta hoy? ¿Qué cree que va a ocurrir en el futuro? Como reza el título de un cuadro de Gauguin: D'ou venons nous? Que sommes nous? Ou allons nous? Las cosas han cambiado mucho desde que el Louvre abrió sus puertas en 1793. De un modelo aristocrático y exclusivista, sólo para unos pocos se ha pasado a un modelo abierto y democrático. Hoy día, los museos son auténticos laboratorios cuya función es preservar el conocimiento que representan las obras maestras de la humanidad, porque en ellas se encierran las claves de nuestro pasado histórico. En museos como el Metropolitan, las obras de arte expuestas permiten un estudio comparativo de todas las culturas de la humanidad. Literalmente, es posible efectuar un recorrido completo que abarca milenios. Ése es el activo con que contamos.

¿Y en cuanto al futuro? El reto mayor es cómo transmitir el sentido de tan formidable legado a las nuevas generaciones sin desvirtuarlo. No es fácil. Las encuestas ponen de relieve una alarmante falta de conciencia histórica entre los jóvenes. No es sólo una cuestión de ignorancia, sino de indiferencia, que es más grave. Las colecciones que alberga el Metropolitan no significan lo mismo para la mayoría de los jóvenes que para el público maduro. Si queremos que nuestra institución tenga sentido para la gente joven, las nuevas generaciones de comisarios y directores van a tener que estudiar y utilizar las herramientas de la comunicación. Es una de las razones por las que decidí dejar la dirección del Metropolitan. Nací antes de la II Guerra Mundial. Pertenezco a otra época. No me siento cómodo con las nuevas tecnologías.

¿Ha acariciado algún gran sueño o proyecto que al final se le haya quedado en el tintero? Podría hacer una larga enumeración de cosas que me gustaría hacer aún, pero prefiero concentrarme en los logros.

¿De cuáles se siente más satisfecho? Imposible aislarlos. En 31 años, los momentos importantes se cuentan por centenares. Veo las tres décadas durante las cuales he estado al timón del Metropolitan como una gran mancha en que se mezcla una miríada de recuerdos.

Siempre se le ha acusado de ser elitista. ¿Le molesta? No, porque para mí es un término que carece de connotaciones negativas. El problema está en la palabra misma. Para la mayoría de la gente, el vocablo encierra la idea de exclusión. Para mí, se trata exactamente de lo contrario. Elitismo, tal y como yo lo veo, es un símbolo de inclusión, un instrumento que sirve para conseguir que un número mayor de gente desarrolle un nivel de percepción y conocimiento más elevado, traer a la gente a una esfera de mayor refinamiento, hacerla más cultivada.

Otra acusación que le ha perseguido siempre es que no le presta suficiente atención al arte moderno. No es verdad. El Metropolitan exhibe obras de arte contemporáneo. Ahora mismo se pueden ver obras de artistas vivos en varias galerías. Está el Tiburón de Damien Hirst, tenemos obras de Terry Donovan, que tiene cuarenta y pocos años de edad. Hay fotografía contemporánea. El Metropolitan tiene como misión exponer el continuum de la historia del arte desde sus comienzos hasta nuestros días y todos los periodos están representados. Conviene no perder de vista que el MET se fundó en 1870, y si entonces se hubiera tomado la decisión de no coleccionar arte contemporáneo, hoy día no tendríamos la colección de arte impresionista y posimpresionista que tenemos. En el MET se puede ver arte contemporáneo, bueno y malo, porque, a diferencia del arte de la antigüedad, que ha pasado el test de la historia, el arte contemporáneo aún no lo ha hecho.

¿Qué cuadros le han conmovido más a lo largo de su vida? Muchos. Las meninas, de Velázquez; el Altar de Gante, de Jan van Eyck; el Altar de Portinari, de Hugo van der Goes, que se encuentra en la galería de los Uffizi. De los cuadros que hay en Nueva York, mi favorito es San Antonio en el desierto, de Giovanni Bellini, que está en la Frick Collection. Son tantos los monumentos inolvidables de la historia del arte... Et in Arcadia Ego, de Poussin, que se encuentra en el Louvre; La muestra de Gersaint, de Antoine de Watteau, que está en Charlottenburg; el Gran altar de Santa María, del maestro de Núremberg Wit Stwosz, en Cracovia..., y tantos otros.

¿Es cierto que el Ministerio de Cultura francés le propuso dirigir el Louvre? Más ajustado a la verdad sería decir que se me sondeó a fin de saber si estaría dispuesto a considerar la oferta. Como les di a entender que no aceptaría, jamás me lo llegaron a proponer formalmente.

Entonces, con la excepción de una breve estancia como director del Museo de Houston, toda su vida ha transcurrido en el Metropolitan. En Houston estuve cuatro años; el resto de mi vida se lo he dedicado al MET. Desde que entré en 1963 hasta hoy, jamás me he movido de aquí.

¿Le va a resultar muy difícil decir adiós a todo esto? Trato de imaginarme cómo será mi vida cuando deje de trabajar en el museo y no consigo hacerme a la idea. El día que me levante por la mañana y no tenga que venir aquí va a ser una experiencia surreal.

¿Qué le hizo tomar la decisión de dejar el cargo? En el plano personal, la voluntad de dejar el puesto en el punto culminante de mi carrera, gozando de buena salud y mentalmente alerta. Desde un punto de vista institucional, me pareció que, después de tres décadas, lo honesto era pasar el testigo a alguien perteneciente a otra generación, con ideas diferentes y deseos de explorar nuevas vías. De seguir más tiempo en el cargo, corría el peligro de convertir el Metropolitan en un museo de sí mismo. Por último, algo muy importante. Siento verdadera necesidad de pasar unos años sumergido en el mundo de las ideas sin el estorbo del trabajo de gestión. Al frente del Metropolitan, he logrado sacar adelante una enorme cantidad de proyectos, pero echaba de menos todo lo que conlleva el mundo de la reflexión, con toda la riqueza de matices que evoca en mí el verbo réfléchir en mi lengua natal: ahondar en la razón profunda de las cosas, sopesar detenidamente las ideas. Necesito calibrar a fondo la experiencia que he vivido, reflexionar sobre la idea misma de lo que es un museo, cosa que no podía hacer mientras estaba dirigiendo uno. Voy a impartir un curso de museología. Tengo verdaderos deseos de transmitir lo que sé, de ser una voz útil para los jóvenes.

Usted ha tenido palabras muy elogiosas para su sucesor, Thomas Campbell, pero, visto desde fuera, da la impresión de que su elección marca una línea de continuidad con su trayectoria. Sí y no. Sobre el papel da esa impresión. Como el resto de los directores del MET, menos dos, procede de la institución, pero en el momento en que asumimos la dirección del museo, lo llevamos por caminos muy distintos al heredado. Cada individuo deja inevitablemente su impronta.

¿Va a formularle alguna petición especial? Ya lo he hecho.

¿Y qué es? Es un secreto entre mi sucesor y yo (se ríe). Se sabrá en su momento.

Dentro de unos días se abrirá al público la exposición 'Los años de Philippe de Montebello'. ¿Cómo se ha llevado a cabo la selección? Se trata de una exposición que se me hace a modo de homenaje con piezas elegidas por los comisarios responsables de los distintos departamentos del museo. Yo no he intervenido; hubiera sido un detalle de pésimo gusto.

¿Cuáles son sus piezas favoritas entre las seleccionadas? Me resulta imposible contestar esa pregunta.

Me refiero simplemente a si algunos de los objetos expuestos tienen un significado especial para usted, como la guitarra de Andrés Segovia. Fue un momento maravilloso. Interpretó piezas con las guitarras que donó al museo. Una la tenía desde hacía años, y otra se la había hecho construir más recientemente por un guitarrero alemán. Recuerdo que me pidió que le sujetara el bastón mientras tocaba.

En la exposición también figura 'Madonna con Niño', de Duccio di Buoninsegna, que muchos consideran una de las adquisiciones más emblemáticas de su gestión. Fue un momento importante que tuvo un efecto transformativo sobre el museo. Ninguna colección de pintura primitiva italiana es satisfactoria si en ella no figura un duccio. Pero, además, se trata de una pieza maravillosa, una obra íntima, de una belleza y delicadeza insuperables.

En 2006 llegó a un acuerdo con el Gobierno de Italia en virtud del cual tuvo que devolver ciertas piezas de gran valor histórico como la crátera de Eufronio, de 2.500 años de antigüedad, considerada una de las joyas de la colección de arte grecolatino del museo. No cabe la menor duda de que a lo largo del siglo pasado se adquirieron bastantes obras de arte sin prestar demasiada atención a cómo se hacía. Pero también es cierto que hasta hace relativamente poco tiempo, en muchos de los países donde se encontraban las obras de arte originarias imperaba una actitud de laissez-faire. Ulteriormente, como consecuencia de una exaltación de la identidad nacional, muchos países empezaron a cobrar conciencia de su patrimonio, cosa que antes habían descuidado. Después de que se aprobaran ciertas leyes, y puesto que en este país la justicia reconoce las leyes de propiedad cultural vigentes en otros países, hubo algunas naciones que reclamaron obras de arte que aparentemente habían salido de sus países de origen sin haber pasado los controles adecuados. De modo que en ciertos casos se juzgó que lo que procedía hacer era devolver ciertas obras de arte. Y no sólo a Italia; he devuelto obras de arte a muchos países, como India y Egipto, y otros, en algunas ocasiones sin que se presentaran reclamaciones. En algunos casos, yo mismo informé a las autoridades nacionales de que, al hacer la investigación correspondiente a ciertas piezas, habíamos descubierto que las habían robado de un museo, o que habían sido adquiridas ilegalmente, y procedimos a devolverlas. La cuestión de la propiedad cultural de las obras de arte es algo muy complejo.

Por ejemplo, para un español resulta extraño ir al Metropolitan y tropezarse con la Reja del Coro de la Catedral de Valladolid. ¿Dónde poner el límite? ¿Cómo cree que se sentirá un italiano contemplando los tizianos que hay en el Prado? Hoy día, las cosas son distintas, pero así es como se construyeron los grandes museos del mundo. No creo en los ejercicios retrospectivos de rectificación histórica. Son muchos los ejemplos que demuestran que es un error aplicar criterios actuales a actuaciones de otras épocas. No se pueden juzgar las costumbres de un periodo conforme a los principios éticos de otro. Es un sinsentido.

Usted fue uno de los primeros en lanzar la voz de alarma advirtiendo del peligro que corrían los budas de Bamyan en Afganistán y proponiendo un plan de rescate. Los desastres naturales han causado estragos incalculables en el legado artístico de la humanidad, eso es algo inevitable, pero lo verdaderamente trágico es cuando la destrucción es consecuencia de las ideologías. Sí, la gente se quedó espantada porque pudo ver las fotos de la voladura de los budas de Bamyan, pero no era nada nuevo; recuerde a los iconoclastas de las guerras de religión en Francia, con la destrucción de los tesoros que había en las iglesias. Los fundamentalistas radicales islámicos del talibán estaban empeñados en erradicar el menor trazo de otras civilizaciones y religiones que no fueran la suya. Pero su actitud no difiere mucho de la de la Comuna de París durante la Revolución Francesa, cuando se ordenó por decreto, y no el populacho, sino las autoridades, que se decapitara a todos los reyes bíblicos de la fachada de Notre Dame porque representaban el orden monárquico derrocado por la Revolución. ¿Qué diferencia hay entre una actitud y otra? Es algo que se ha repetido muchas veces a lo largo de la historia, y es lamentable; se ha perdido tanto arte así... Y no creo que las cosas cambien mientras la naturaleza humana sea como es. ¿Qué se puede hacer? Yo hice una propuesta por mediación de las Naciones Unidas, pero no sirvió de nada. Los talibanes destruyeron los budas y la humanidad entera salió perdiendo. Es muy triste.

Philippe de Montebello (París, 1936), descendiente de una de las más linajudas familias francesas, ha dirigido el mayor museo del mundo durante 31 años. Su personalidad ha impregnado todos los aspectos del Metropolitan Museum de Nueva York (MET), empezando por su voz, de timbre grave y dicción aristocrática, grabada en las guías, donde comenta las obras más emblemáticas de la institución en cinco idiomas diferentes.

Uno de los mejores recuerdos que Philippe de Montebello se lleva de su gestión es el del concierto que el guitarrista Andrés Segovia interpretó en el MET en 1986. "Fue un momento maravilloso", asegura Montebello, quien recuerda que Segovia le pidió que le sujetara el bastón mientras tocaba, instante que recoge la fotografía. A principios de este año, Montebello anunció su retirada. Nadie le creyó. En unas semanas se hará realidad, pero el director que más años ha estado al frente de este prestigioso museo es consciente de que ha dejado un legado importantísimo por el que se le recordará siempre.

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