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Reportaje:

Estatuas al desnudo

Quino Petit

Era el final de una jornada como otra cualquiera para un cowboy dorado llamado Reinis. Ataviado con sombrero, botas tejanas y un revólver descargado, apuraba su bocadillo en la madrileña calle de Preciados, impasible ante los rezagados que ultimaban las compras navideñas del 24 de diciembre de 2007. Nochebuena en solitario, a pesar del bullicio. Después del bocata, lo mejor del día: el recuento de monedas apelotonadas en el bote metálico. Para bien o para mal, la faena quedaba resuelta. Pasaban las nueve de la noche, y en breve no quedaría un alma vagando por las calles. El vaquero decidió que había llegado la hora de retirar el maquillaje del rostro y emprender el camino de vuelta a casa.

Sin el público no son nadie. A veces no reparamos en ellas, pero están ahí. Imperturbables, como estatuas de carne y hueso que son. Desafían las inclemencias del tiempo, y en muchos casos, como veremos, a la autoridad competente. Provocan la sonrisa, el grito, la lágrima. Contagian el veneno de la melancolía, congelada en sus gestos. Como esa lánguida figura de Reinis Jektarinas, el silencioso cowboy dorado originario de Letonia que soportaba estoico, sentado con las piernas estiradas sobre el frío asfalto, el río humano que casi le pisaba los talones al latido de la fiebre comercial durante las navidades pasadas. Ese río que a todos nos arrastra y a él le sugería permanecer inmóvil.

"Yo tengo que ganarme al público cada día", proclama Walter Daniel San Joaquín. Argentino, de 41 años y aspecto de peso pluma, ostenta una dilatada trayectoria como actor de mimo, y también ejerce como estatua viviente y callejera. Hoy es un Don Quijote que se lanza a cabalgar sobre su pedestal en una suerte de coreografía rítmica alucinante. Su base de operaciones está en la provincia de Ciudad Real, pero viaja por España en una autocaravana, donde pernocta y mantiene a buen recaudo la armadura de su personaje. En el interior de la vieja Volkswagen no hay fotos de su familia ni recuerdos de ningún tipo. "Me gusta empezar de cero cada mañana".

Acostumbra a hacerlo a eso de las siete. Tras el desayuno, si el frío es demasiado intenso como para salir a correr, realiza ejercicios de yoga y estiramientos durante media hora dentro de la autocaravana. Después arrastra con sus brazos el equipo de 70 kilos hasta el campo de batalla para erigir a Don Quijote. Para entonces son ya las nueve de la mañana. "Cuando encuentro el mejor lugar donde colocarme empieza el miedo. Miedo a que no caiga la moneda. Al caer la primera me relajo. El turista es quien más dinero deja; lo intuyo por el sonido al golpear el bote, que es más fuerte".

A Walter Daniel, lo que de verdad le gustaría es representar su espectáculo de mimo solista en los teatros, como ya hizo en una ocasión en el Festival de Otoño de Madrid. Pero entretanto, para sobrevivir, se sube al pedestal. Atesora el estado de alta en el Régimen de la Seguridad Social como autónomo, y el personaje que representa figura en el Registro de la Propiedad Intelectual. Muestra orgulloso toda clase de recibos que le acreditan como contribuyente y creador. "Es mi obra, y me cuesta mucho elaborarla. Para dedicarse a esto, los ayuntamientos deberían conceder una licencia basándose en el derecho de autor y en el último recibo de alta en el régimen para autónomos en la Seguridad Social".

Pero ésta no es una opinión del todo compartida por otros colegas del gremio. Paula Noviel se presenta como presidenta de la Asociación Española y Comunitaria de Estatuas Vivientes y Teatro. Ella piensa que debería existir un régimen específico en la Seguridad Social, diferente al aplicable a los autónomos, para este tipo de actividad artística. "Nosotros no exigimos una contraprestación por lo que hacemos, no somos como los vendedores ambulantes o los pintores callejeros. La aportación del público es totalmente voluntaria. Y tampoco somos mendigos de lujo. Desarrollamos una tarea muy especial, difícil de encuadrar, que debería ser contemplada también de manera especial por la Seguridad Social".

Con independencia del régimen aplicable, en lo que Paula coincide con Walter Daniel es en la necesidad de contribuir al Estado. Entre otras razones, para tener derecho a prestaciones como la contributiva por jubilación, o a bajas por enfermedad. "Este oficio no puede ejercerse en todo momento. Dependemos del frío, de la lluvia o de nuestra salud. Yo he llegado a padecer cuadros de anemia por el esfuerzo que requiere", admite Paula. Es también el caso de Norman Santana, el hombre del viento, quien de tanto flexionar las piernas para insuflar realismo a su personaje ha sufrido lesiones musculares que le han mantenido alejado de las calles durante largas temporadas. Pero acudamos a la versión oficial en busca de algo de luz sobre este asunto.

Para el secretario de Estado de Seguridad Social, Octavio Granado, "no existe una relación laboral ni económica con el público, y, por tanto, no pueden estar incluidos dentro del sistema contributivo, según la legislación de Seguridad Social. Tampoco se lleva a cabo una actividad retribuida por cuenta propia, que, en este caso, precisaría una contribución obligatoria por parte del que recibe y disfruta del espectáculo".

-Pero ¿qué tipo de relación podría establecerse entre la Administración pública y estas personas?

-La solución no es constituir un nuevo régimen especial, pues las directrices que nos marca el Pacto de Toledo, apoyado por todas las fuerzas políticas, consisten en reagrupar regímenes y confluir sólo en dos: el general, para los trabajadores por cuenta ajena, y el de autónomos. Pero se pueden estudiar otras vías para dar respuesta a los artistas callejeros. Una posibilidad sería que entre ellos se agruparan constituyendo una cooperativa de trabajo asociado, pero repito que es necesario estudiar en profundidad las soluciones que se pueden adoptar dentro del marco legal en el que nos movemos.

Otro asunto espinoso lo constituye el hecho de que no todo el que sube al pedestal es estatua viviente. Cuando este reportaje era sólo una idea, muchos aconsejaron al periodista apresurarse a patear las Ramblas barcelonesas en busca de lo más granado del género. Pero su presencia allí debió de ser cosa de otro tiempo. En el considerado como mayor teatro al aire libre del mundo brillaban con más fuerza e ingenio, una mañana de sábado de principios de año, los trileros, los caraduras y los carteristas. Salvo honrosas excepciones, tipos como aquel con disfraz de indio arapahoe, sosteniendo el arco y la flecha con desgana, recordaban más a la función de carnaval de parvulario que al prometido desfile de gloriosas estatuas vivientes.

"Muchos oportunistas hacen jornadas de hasta 12 horas", protesta Fabián, convertido en barco varado en plena Rambla. Es el presidente de la Asociación de Estatuas Humanas y Teatro de Pequeño Formato, constituida el año pasado a partir de la entrada en vigor de la última ordenanza para la regulación de esta actividad en el célebre paseo barcelonés. "Lo ideal sería ir un paso más allá en la legislación; exigir un permiso con tiempo limitado de no más de cuatro o cinco horas, el tiempo razonable para trabajar con seriedad. La mayoría de las estatuas míticas de este paseo se han marchado porque los nuevos pluriempleados llegan a primera hora de la mañana y no dejan espacio para los demás".

Aquel día no había más de 26, repartidas por las Ramblas. Intentar conocer cuántas personas se dedican a este menester en toda España resulta imposible ante la inexistencia de un registro específico. Paula Noviel, de la asociación española de estatuas vivientes, asegura representar a medio centenar de asociados, "aunque en este país no creo que haya más de veinte desarrollando nuestro arte a gorra con total profesionalidad". "Muchos se suben al pedestal sin saber muy bien cómo se hace. Y éste es un arte relacionado con el teatro, como demuestran los estudios del maestro Étienne Decroux, para el que se requiere armonía, concentración, equilibrio y respiración".

Empapado en sudor tras finalizar su jornada en las Ramblas, Jorge Balmaseda asegura perder hasta dos kilos de peso cuando sale de ese cuerpo de centauro extravagante que ha inventado. "Éste es un trabajo para todos, sí, porque la calle es de todos. Pero no lo puede hacer cualquiera. Se necesita una preparación, una producción artística. Hay que pelear por brindar al público la excelencia". Junto con actuaciones de saltimbanqui en eventos de todo tipo, lo de la estatua le da para vivir. "Sí, claro, pago una hipoteca, como todo el mundo. Y tengo mujer e hijos. Esa idea del actor callejero que, además de trabajar, vive en la calle está anticuada. Y el que te diga lo contrario, miente". Con el ocaso llega para Jorge la hora de empaquetar sus trastos. Un espontáneo, en torno a la cincuentena, se aproxima por la espalda: "Oye, tío, te lo montas de puta madre".

Quizá muchos podrían montárselo mejor si dejase de existir esa especie de vacío legal que acecha a esta labor. Al no existir ley general alguna que la autorice expresamente, la última palabra recae sobre cada ayuntamiento. Pero en la mayoría de los casos acaba siendo el policía municipal de turno quien decide si la estatua debe abandonar la calle, en vista de la mayor o menor aglomeración que genere a su alrededor. Por eso, Walter Daniel no viaja a ninguna localidad donde previamente no le hayan concedido una licencia. Aunque reconoce que, por no solicitarla, tampoco es justo lo que les ocurre a sus colegas. "A algunos les han llegado a multar con 300 euros por hacer su trabajo dignamente".

Paula Noviel recuerda que, en una ocasión, un agente de la Policía Municipal se le acercó mientras ella se elevaba sobre las cabezas de los viandantes de la plaza Mayor de Madrid como un ángel de la paz. "Tengo que decomisarla", dijo la autoridad. Y ella empezó a desnudarse hasta que el policía, ruborizado, rectificó y le pidió que se cambiase de calle. Por eso, desde su asociación, Paula reclama "una ley de permisividad de las actividades artísticas a gorra". Una propuesta que para muchos, como Walter Daniel, podría convertirse en la solución a muchos problemas, como la competencia desleal: "No es que la gente se lleve mal, es que la calle se ha convertido hoy en un partido de fútbol sin reglas".

Así es la vida de estos hijos de Étienne Decroux, legendario maestro de Marcel Marceau, el último gran mimo del siglo XX, fallecido el año pasado. Uno a uno han revelado su desnudez ante la mirada de la fotógrafa Isabel Muñoz. "Al fin y al cabo, desnudos es como estamos en la calle", reconoce Olga Gutiérrez, para quien su trabajo constituye "uno de los grandes desafíos para el actor: desarrollar el oficio utilizando muy pocos recursos basándote mucho en tu cuerpo".

Antes de terminar la conversación con el periodista, Paula Noviel, como buen mimo, ejecuta con maestría una pantomima. Una reverencia burlona. Y concluye: "La obra de arte es el sujeto humano". Unas calles más abajo, el silencioso vaquero llamado Reinis y su triste figura permanecen estáticos, ajenos a la marea humana que casi pisotea sus piernas tendidas sobre el asfalto. Sólo a veces, cuando escucha el sonido de una moneda golpear el oxidado bote de lata, tuerce el gesto y saluda amablemente levantando el sombrero. Apenas un guiño para recomponer la quietud de su rostro impenetrable, impasible ante el frío y la melancolía.

Isabel Muñoz

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Quino Petit
Es redactor jefe de Nacional en EL PAÍS. Antes fue redactor jefe de 'El País Semanal', donde ejerció como reportero durante 15 años en los que ha publicado crónicas y reportajes sobre realidades de distintas partes del planeta, así como perfiles y entrevistas a grandes personajes de la política, las finanzas, las artes y el deporte.

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