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PALOS DE CIEGO
Columna
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Contra Europa

Escribo este artículo justo antes de que los líderes de la UE se reúnan en Bruselas para decidir el futuro del euro, el 8 y 9 de diciembre. Como carezco de poderes paranormales, no sé si la reunión será una más de las reuniones inútiles o casi inútiles que nuestros líderes han mantenido desde el inicio de la crisis, pero sé una cosa: si es verdad que mañana se juega el futuro del euro, también es verdad que se juega el futuro de Europa y de la única utopía política razonable que los europeos hemos sido capaces de imaginar. Utopías políticas atroces -paraísos teóricos convertidos en infiernos prácticos- las hemos inventado a mansalva; utopías políticas razonables, que yo sepa, sólo una: la Europa unida. Hay cosas tan evidentes que tendemos a olvidarlas. Una de ellas es que el deporte europeo por excelencia no es el fútbol, sino la guerra. Durante el último milenio, los europeos nos hemos matado entre nosotros sin darnos un solo mes de tregua y de todas las formas posibles: en guerras de cien años, en guerras de treinta años, en guerras civiles o de religión o étnicas o en guerras mundiales que eran en realidad, básicamente, guerras europeas. Así que, tras la carnicería insuperada de la última gran guerra europea, algunos hombres sensatos decidieron que ya era suficiente. El resultado es que somos los primeros europeos que no han conocido una guerra o al menos una guerra entre las potencias europeas. Desde luego, hay quien piensa que resulta ya imposible otra guerra en Europa. Yo no lo creo: en Europa lo raro no es la guerra, sino la paz; además, basta que vuelvan a surgir problemas, como ocurre ahora, para que vuelva a florecer el nacionalismo, que ha sido la causa final, el ornamento y el carburante de todas las guerras europeas. Sólo por acabar con ellas merece la pena una Europa unida.

"Solos, tenemos menos fuerza; juntos, nuestro poder político y económico aún es enorme"

Pero hay más, y no menos evidente. Durante siglos, Europa fue el centro del mundo, pero ya no lo es; más aún: país a país, su peso disminuye a diario, sobre todo si se lo compara con el peso creciente de China o India o Brasil. Solos, cada vez tenemos menos fuerza; juntos, en cambio, cada vez podemos tener más: nuestro poder político y económico aún es enorme, pero nuestra incapacidad de actuar al unísono lo paraliza, y ya casi hemos olvidado también que hace apenas una década, justo después de lanzar el euro en 1999, mientras se preparaban la constitución europea y las ampliaciones de la UE, una Europa unida se perfilaba como la gran potencia mundial del siglo XXI, la única capaz de amenazar el poderío chino o norteamericano. Aunque quizá no hay que aspirar a tanto. Habermas ha escrito que "la democracia en un solo país no puede siquiera defenderse contra los ultimatos de un capitalismo furioso que traspasa las fronteras nacionales". En un solo país no puede, pero en Europa sí.

Nadie ha dicho que Europa no vaya a hacer ese trabajo, pero, para hacerlo, no debe olvidar ninguna de las dos evidencias anteriores y debe convertirse de verdad en una sola Europa. Por lo demás, tampoco resulta indispensable ser un especialista para entender cuál es ahora mismo nuestro problema principal: tenemos una moneda común, pero no tenemos una política económica común. Algunos especialistas afirman que los causantes del problema fueron quienes crearon el euro, porque lo hicieron antes de tiempo; me parece un reproche injusto: quienes crearon el euro pensaron que la utopía europea era tan razonable y tan necesaria que la política seguiría de inmediato a la economía, la unión política a la unión monetaria. No fue así, pero la culpa no fue suya, sino nuestra, por no haber hecho lo que nos tocaba, que era unir políticamente a Europa; es decir: la culpa fue del nacionalismo. Me refiero al nacionalismo de las naciones con Estado, por supuesto; esas naciones que, como España, abominan con razón de los nacionalismos del interior, pero practican sin razón el nacionalismo con el exterior, negándose a entregar soberanía y, por tanto, a construir Europa (no hay otra forma de construir la nueva soberanía europea que destruir la vieja soberanía de los Estados). Muchos, sobre todo en los países ricos, no quieren eso. Muchos políticos, mucha gente común. Prefieren seguir solos, protegidos por las falsas seguridades de siempre, refugiados en sus ilusorias identidades colectivas, aspirando el viejo olor del establo. Pero a un alemán o a un finlandés que se preguntan por qué deben ellos ayudar a los griegos o a los españoles -que gastaron más de lo que ganaban y que además se pasan el día cantando, bailando y follando- hay que decirles lo mismo que a un catalán o a un vasco cuando se hacen la misma pregunta sobre los andaluces o los extremeños: primero, que ya les gustaría a los pobres pasarse el día cantando, bailando y follando; y segundo, que, aunque a nadie le guste apoquinar, a todos nos conviene ir a una. O dicho de otro modo: hay que decirles la verdad, y es que a favor de Europa se va a muchos sitios -unos buenos, otros malos y otros regulares-, pero contra Europa sólo se va a la catástrofe.

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