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PALOS DE CIEGO
Columna
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Éxito total

Javier Cercas

1 Al cruzarme con dos empleadas de la limpieza en el aeropuerto de Barcelona, oigo que una le dice a la otra. "Si está limpio, no lo nota nadie; pero si está sucio, lo nota todo el mundo". Con la escritura ocurre algo parecido: si una frase está bien escrita, no lo nota nadie, o apenas lo nota quien tiene la manía diabólica de escribir frases; pero si está mal escrita, lo nota todo el mundo. Para el lector, la escritura debe ser como el cristal de una ventana, que está ahí sin que se note, y que no llama la atención sobre sí mismo, sino sobre lo que transparenta (un cristal que llama la atención sobre sí mismo no es un humilde cristal, sino una vanidosa vidriera); por supuesto, esto es sólo una impresión, y además falsa -la escritura no transparenta la realidad: la crea-, pero es una impresión necesaria: en ese embrujo consiste parte importante del embrujo de la literatura. Por lo demás, da mucha paz espiritual sentirse una empleada de la limpieza.

"Llegada una edad, todo el mundo debería pensar en cuáles serán sus últimas palabras"

2 Digan lo que digan, un escritor no tiene ninguna obligación -absolutamente ninguna- de escribir artículos o columnas. Ni de escribirlos ni de intervenir de ninguna otra manera en el debate público; es más: para algunos escritores, el ejercicio del articulismo o el columnismo puede resultar catastrófico, no porque el periodismo avillane el estilo (según decía Valle-Inclán, en mi opinión equivocadamente), sino porque el ejercicio de responsabilidad social a que obliga escribir artículos o columnas puede acabar contaminando el resto de su escritura, que sólo puede ser un desaforado ejercicio de irresponsabilidad social. Ahora bien, si el escritor decide escribir artículos o columnas, por los motivos que fuere (ejemplo: porque sospecha que si un irresponsable profesional como él no practica de vez en cuando la responsabilidad puede acabar convirtiéndose en un mamarracho), lo mínimo que puede hacer es escribir cien veces al día en la pizarra esta frase de Ezra Pound para tenerla siempre presente cuando se disponga a escribirlos: "Haré declaraciones que pocas personas se pueden permitir porque pondrían en peligro sus ingresos o su prestigio en sus mundos profesionales, y sólo están al alcance de un escritor por libre. Dada mi libertad, puede que sea un tonto al usarla, pero sería un canalla si no lo hiciera".

3 Cuenta Enric Sòria en su último libro, En el curs del temps, que hace unos años, cuando un periodista preguntó a Marcel Reich-Ranicki qué era para él un escritor, el temido pope de la crítica literaria alemana contestó: "Alguien para quien la escritura es más difícil que para los demás". Me parece una respuesta inmejorable. Todo escritor serio se enfrenta a una paradoja: cuanto más escribe, más fácil le resulta escribir; pero cuanto más fácil le resulta escribir, más sospechosa le resulta la facilidad, hasta que por fin descubre que es ella, la facilidad, el peor enemigo de su trabajo. Cuando algo sale a la primera, mal asunto; cuando una frase suena a literatura, peor: la literatura es precisamente aquello que no suena a literatura. Escribir es un oficio extraño. En lo esencial, consiste en complicarse la vida. Para aprenderlo, hay que olvidarlo a diario.

4 No hace mucho se me ocurrió que, llegada una cierta edad, todo el mundo debería empezar a pensar en cuáles serán sus últimas palabras, igual que todo el mundo empieza a pensar en montarse un plan de pensiones. Sigue pareciéndome una idea prudente. Se me ocurrió un día en que imaginé a un hombre cualquiera, uno de esos hombres admirables que se han pasado la vida luchando valientemente por ser personas normales, pronunciando en el último momento, por un desliz o un azar del lenguaje, la misma frase que al parecer pronunció Goethe antes de morir ("¡Luz, más luz!"), y quedando para siempre en el recuerdo de sus hijos, nietos y demás seres queridos como un solemne papanatas. Es injusto: cuántas vidas dignas habrán sido arruinadas por unas últimas palabras pomposas; y al contrario: cuantas vidas catastróficas no podrán redimir (o al menos maquillar un poco) unas últimas palabras atinadas. Recuerdo, por ejemplo, las del exquisito poeta católico Paul Claudel: "Doctor, ¿cree usted que habrá sido el salchichón?". O las de un gran español cuyo nombre desconozco: "Hijos míos, ¿alguno de vosotros sabe para qué sirven las diputaciones provinciales?". En cuanto a mí, he decidido que, si las fuerzas me acompañan, en el último momento pronunciaré las palabras que solía pronunciar, al despedirse de los pacientes que visitaba, don Pedro Poblador y Poblador, practicante de mi pueblo, poeta aficionado y hombre de gran dignidad, a quien recuerdo caminando por las calles polvorientas con su traje y su pajarita impecables, encorvado por el peso de su maletín de médico. Las palabras eran: "En vista del éxito obtenido, / me marcho por donde he venido".

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