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ARTE | Exposiciones
Columna
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Experimentos de libertad

Algunos vinos mejoran con el tiempo. Algunos artistas, como sucede con el pintor Carlos León (Ceuta, 1948), también. Pero esta apreciación tal vez no sea evidente para todos, muy particularmente para aquellos que no han tenido ocasión de seguir con cierta atención su trayectoria. En las dos exposiciones que ahora muestran su trabajo, tanto en Valladolid como en Madrid, se puede ver fundamentalmente obra muy actual, con apenas una incursión de cinco cuadros fechados en 1975 que se cuelgan en el Patio Herreriano, lo que impide al público poco avisado comprender en qué consiste esa maduración a la que hago referencia, por más que los cuadros expuestos gozan de cierta contundencia y calidad intrínsecas. En este sentido, más que ensayar una crítica valorativa de lo expuesto me gustaría apuntar algunos elementos que permitan comprender cuáles han sido los rasgos de ese periplo artístico que ahora llega a su madurez.

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La explosión y el vacío

Cuando Carlos León (Ceuta, 1948) comenzó a pintar, hace casi cuarenta años, en España no era fácil aún conocer de primera mano qué estaba sucediendo en el pensamiento artístico internacional. Sí, se veían imágenes en libros y revistas y se podían contemplar algunas escasas obras en exposiciones de embajada, pero no era tan fácil llegar a saber por qué las obras que nos fascinaban entonces tenían aquellas apariencias ni cómo se habían llegado a argumentar teóricamente. Una de las aportaciones de Carlos León en los años setenta fue dotar a su pintura, decididamente abstracta e irreferencial, de un trasfondo intelectual sin caer en los dogmatismos de las escuelas.

En este sentido, bebió lo mismo de los presupuestos de la pintura norteamericana de gran formato, asimilando su libertad de trazo, como del trabajo teórico de los artistas franceses que, agrupados en torno a revistas como Peinture, cahiers théoriques, configuraron el grupo Support/Surface, tomando de ellos la experimentación como valor. De tal manera que hay, desde mi punto de vista, dos palabras que podrían resumir esa trayectoria: libertad y experimentación.

Nuevamente podemos llegar a suponer que no hay nada de extraordinario en ello, ya que la mayoría de los artistas no suelen rendir cuentas a nadie, jugando libremente con formas, materiales, temas, colores o símbolos sin más freno que sus propias limitaciones. Pero es precisamente la carga intelectual sobre la que apoyó su trabajo lo que concedió rigor estructural a las obras presentadas en 1979 en la galería Vandrés de Madrid. En los cuadros que ahora vemos podemos reconocer la persistencia en el gran formato de las obras y el trazo suelto, libre y desprejuiciado que queda sólo sometido a las limitaciones físicas del plano liso y blanco del soporte, cuyos bordes, contundentes, parecen seccionar fragmentos de una obra infinita.

Suelen ser cuadros pintados al óleo, un material tradicional que, sin embargo, cobra una apariencia satinada e inmaterial gracias a la experimentación con dos soportes: el dibond, un panel ligero de aluminio y magnesio que se emplea para impresión digital, y el poliéster.

En realidad, la elección de estos soportes determina en buena medida las cualidades plásticas de la obra, ya que los paneles de dibond ofrecen la contundencia de los antiguos lienzos sobre bastidor, pero permiten que afloren cualidades y matices del óleo que se acentúan gracias a los métodos poco ortodoxos de aplicación: extendiéndolo con los dedos, con tarlatanas o disolviendo el óleo en aguarrás.

Por su parte, la transparencia del poliéster le permite al pintor jugar con las dos caras del plano y realizar superposiciones de unas piezas sobre otras que recuerdan los mejores momentos de su trabajo en los años setenta.

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