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EXTRAVÍOS
Columna
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Extremo

La mayor parte de las veces no es la opinión del especialista la que más frutos nos rinde para la contemplación de una obra de arte, que es algo más que los elementos materiales que la constituyen, para cuyo discernimiento sí resulta imprescindible estar documentado. En cualquier caso, un especialista, sea cual sea su índole, puede proporcionarnos más información que forje mejor nuestro criterio, pero jamás debe sustituir nuestro diálogo personal e intransferible con la obra de arte. La única excepción para esta regla es la reflexión que al respecto hace un pensador, precisamente porque su perspectiva, siendo universal, se emplaza en la razón de ser de la obra de arte y no en sus particularidades, aunque el conocimiento de éstas nos resulte útil y apasionante.

Este preámbulo viene al caso por la lectura del libro Tre icone, del filósofo italiano Massimo Cacciari, recién traducido a nuestra lengua con el título Iconos. Imágenes extremas (Casimiro), donde este pensador analiza tres obras maestras pintadas por tres artistas contemporáneos entre sí: la Trinidad, del ruso Andréi Rublev (¿1360?-¿1430?); La Resurrección de Cristo, del italiano Piero della Francesca (1416-1492), y el Retrato de los Arnolfini, del flamenco Jan van Eyck (1390-1441). Aunque hoy dos de ellas se exhiban en sendos museos fuera del que fue su contexto original -la de Rublev, en la galería Tretiakov de Moscú, y la de Van Eyck, en la National Gallery de Londres- y sólo la de Piero, un fresco, permanezca en el lugar donde fue pintada, el Museo Cívico de Sansepolcro, en Umbria, la aproximada simultaneidad de las fechas de su respectiva ejecución contrasta con la entonces enorme distancia espacial de los emplazamientos primeros de cada una de ellas, lo cual aporta un valor añadido a su análisis conjunto.

Simplificando mucho lo que escribe Cacciari sobre estas tres obras, a las que él siempre califica, no lo olvidemos, como iconos, podríamos decir que extrae de ellas su hondo valor simbólico para mostrarnos el proceso de secularización de la cultura cristiana occidental y lo que de todo ello implícitamente se deriva como anuncio de nuestro actual mundo desencantado. O, si se quiere, en efecto, desacralizado. Obviando todo lo demás, que es mucho y, probablemente lo fundamental, la sutil sugerencia que Cacciari deja traslucir en este proceso es cómo el hombre moderno, cuanto más acopia información sobre lo inmediato, más pierde de vista, no ya lo lejano, sino lo profundo, que configuran y sostienen lo real. De esta manera, el más formalmente arcaico, aislado y constreñido Rublev realiza la obra más universal, mientras que los comparativamente más modernos y libres Piero y Van Eyck restringen y acortan el alcance de las suyas. Más: girando las tres pinturas sobre la paz en el mundo, resultan escalonadamente impacientes según son, a nuestro criterio, más avanzadas, como si el progreso fuera también un retroceso.

Se puede considerar todo lo radical que se quiera el diagnóstico de Cacciari, pero, como él bien apunta, no deja de estar referido a tres imágenes extremas. Etimológicamente, "radical" procede del término latino radix, que significa "raíz", mientras que "extremo" nos remite al también latino extremus, superlativo de "exter", que significa, en primera instancia, "el que está más afuera o alejado de algo" y así discierne mejor lo que hay, aunque también me atrevo a conjeturar que pudiera relacionarse con el compuesto de "extra-tremo"; esto es: lo que se observa y juzga "sin temblor", sin estar conmocionado. Y no es una mala forma de atención la que se dispensa al arte ahondando en su fondo y poniendo coto al arrebato.

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