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PERDONEN QUE NO ME LEVANTE
Columna
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Gracias a las bandas

Toda vida tiene derecho a una banda sonora acorde con lo transcurrido. Quienes no disfrutamos del don de la composición, pero sí del de las asociaciones electivas -y selectivas-, recurrimos con frecuencia a la música de las películas. La noticia del reciente fallecimiento de Maurice Jarre me pilló, precisamente, escuchando una intensa musicalización -la de Las horas, por Philip Glass-, que convertía el filme en algo aún más pretencioso de lo que me pareció a mí. La música sola se aguanta, pero yo no la usaría para subrayar parte alguna de mi existencia. No me ocurre lo mismo con Jarre.

Cuando el destino se apresta a llamar a mi puerta -y le escucho subir cojeando los escalones, como en los cuentos de terror que nos contaban nuestras atribuladas madres-, suena la musiquilla que acompañaba siempre el paso de John Mills, su maldad inocente y desdentada, en los polvorientos caminos de La hija de Ryan. Y para los momentos de aventuras que, francamente, conmigo no se han mostrado avaros a lo largo de los años, comparece El año que vivimos peligrosamente, aunque debo reconocer que, a la hora de los revolcones con salto de puesto de control incluido, he tomado prestado, de la misma película -igual que ésta se lo tomó a Vangelis, sin acreditarle-, el fragmento de su ópera L'enfant sauvage, que tanto se parece a la tristísima banda sonora de Missing, vangelísima también ella.

Maurice Jarre tuvo la suerte de participar en un cine francés, el de finales de los cincuenta, que no tenía la relamida qualité de los antiguos, sino una profunda inteligencia, y que se mantuvo al margen de la recién estrenada nouvelle vague -era cine de culto, pero no cine social o sexualmente explícito, como se estilaba, para romper con los viejos moldes-, consagrando su atención a las más inquietantes aventuras del cuerpo y del alma, por así decirlo. Sin desdeñar cortinajes, ni ropajes de época, ni tramas de misterio, ni desapariciones de cuerpos, ni huidas por los tejados. Judex, Ojos sin rostro, La cabeza contra el muro… Cofundador de la Filmoteca francesa, con Henri Langlois, en el 36, Franju no fue un Truffaut ni un Godard. Pero, a su manera, fue también un innovador, y sin alharacas. Maurice Jarre escribía su música para él, como lo haría después para los más grandes.

Cuando leí la noticia de su muerte recordé, para mi consuelo, los majestuosos paseos de Lawrence por Arabia, con sus hábitos de desarraigado; la malograda pasión de los ojos de Lara cuando camina por Moscú y desconoce que, a sus espaldas, a su hombre de toda la vida le ha dado un infarto mortal al verla desde un tranvía, y que yace en el suelo, muriendo entre desconocidos tras una vida terrible. Recordé la casa de cristal, Lara alejándose en el trineo, la música que rompe el corazón mientras nada, ni un compás, quiebra el hielo.

Demonios, quizá nuestras vidas no estén a la altura de estos músicos que sabían interpretar los sentimientos, las hazañas bélicas, las hazañas valerosas -ah, cabalgar por una buena causa, al son de Los profesionales-, pero el solo hecho de recordarlas y de que de cuando en cuando las canturreemos, aunque sea por dentro, nos ayuda a embellecerlas.

Maurice Jarre, entre los muchísimos trabajos que le debemos, puso música a dos documentales sobre nuestra España dirigidos por el prestigioso Frédéric Rossif: Morir à Madrid y Pour l'Espagne, en el año 63; no gustaron nada al régimen franquista -los prohibió, claro-, y el ilustre realizador patrio de fama global, Eduardo Manzanos, se apresuró a rodar una réplica titulada ¿Por qué morir en España?, con guión de otro escritor inmortal, Rafael García Serrano, guionista del inmarcesible título La fiel infantería, con Arturo Fernández.

Todo esto viene a cuento porque me gusta homenajear a quienes pusieron banda sonora a mi vida. Pueden desaparecer físicamente, pero nunca lo hace su obra. Y, mientras nosotros los cinéfilos y cuanta gente ha aprendido y gozado del cine les podamos recordar, seguiremos poniéndole Moon River a nuestros momentos de amor y La Pantera Rosa a nuestras patosidades (gran Henry Mancini), así como una escalofriante tonada en espiral para cuando lleguen las etapas de pánico firmada por Bernard Herrmann.

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