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Reportaje:DIOSES Y MONSTRUOS

Hammett, ese escritor, ese hombre

Carlos Boyero

Miro de reojo y a veces con descaro a la cada vez más escasa gente que lee libros (de papel, aclaro, los de verdad, no esa cosa impresa en una pantalla) en parques, aviones y trenes, intentando averiguar los títulos y los autores que logran su embeleso. Inevitablemente, también te formas una imagen probablemente inexacta, negociable o prejuiciosa de su personalidad en función de lo que devoran sus ojos. De vez en cuando, te topas con el milagro de observar en manos de esos extraños la literatura, el ensayo y la poesía que identificas con las sensaciones más fascinantes y profundas que te ha regalado la vida. Por supuesto, esos libros no responden a una moda (aunque existan modas muy gratas de seguir) ni van a alterar su intemporal existencia no haber figurado nunca en la lista de best sellers, aunque sería justo y necesario que el arte de los grandes escritores no solo les proporcionara gloria sino también millones.

Desde hace demasiado tiempo constato que la mayoría de esa gente porta tres libros que deben pesar un kilo cada uno y llevan idéntica firma. Ningún acertijo. La identidad del autor es obvia. Se llamaba Stieg Larsson. No le dio tiempo a disfrutar de su éxito. A mí también me resulta un escritor muy adictivo, especialmente en Los hombres que no amaban a las mujeres, reconozco como seductora invención la de esa bisexual liliputiense, solitaria y punki, en posesión de intransferibles e implacables códigos vitales, capaz de derrotar a los ogros más feroces con un arma tan diminuta como invencible llamada ordenador. Larsson es alguien que sabe narrar, crear tensión, enganchar al lector, aunque esa prosa no sea cegadora, no provoque convulsiones en el alma ni el ansia por releer su obra en breve o en largo tiempo, pero lo que encuentro entre inadmisible y tragicómico es que gran parte de sus innumerables fans confiese que Larsson les parece el maestro supremo de la novela negra, el género que más aman. Nadie puede poner en duda ese amor, pero sí desconfiar ligeramente de su exhaustivo conocimiento del género si consideran que lo más grande que le ha ocurrido al buceo por la oscuridad es el sueco que reinó después de muerto.

Seamos risueñamente serios. ¿De qué hablamos cuando hablamos de amor?, se preguntaba Raymond Carver. ¿De qué hablamos cuando hablamos de novela negra? De muchas y retorcidas cosas, que se pueden contar excelsamente, regular o mal. De las nada transparentes fronteras morales y metodologías entre ley y delincuencia, de turbiedad común en los conceptos del bien y del mal, del poder y su genética corrupción, de la certidumbre de que casi nada es lo que parece y la inquietante convivencia entre el blanco y el negro, de un aroma masticable. Que mogollón de escritores manejen esas claves y sientan auténtica vocación por la negrura no garantiza que sus personajes y lo que les ocurre tengan complejidad, ingenio y grandeza. Los lugares y frases comunes, la copia mezquina de los argumentos, la atmósfera y el estilo de los clásicos, los diálogos esforzadamente sarcásticos acostumbran a ser más irritantes de lo normal para los paladares educados ancestralmente en la mejor negrura cuando estos detectan impostura, plagio sin alma, clones grotescos.

Todo lo que no era un tal Dashiell Hammett, al que solo se le puede acusar de haber dejado prematuramente de escribir, que su obra sea tan corta. Entre sus muchos personajes memorables con infinita capacidad para liar a los peores y que se maten entre ellos, desde aquel tipo sin nombre que trabajaba como agente de La Continental y que desató una cosecha roja, al retorcido gánster con sentido de la amistad Ned Beaumont enredado en llaves de cristal, al detective con barbilla en forma de V y pinta de Satanás rubio llamado Sam Spade. Permanecerá en el consciente y subconsciente de cualquier enamorado del género por su búsqueda del halcón maltés (bendito sea usted por siempre, señor Bogart), pero Hammett le hizo debutar antes de esa novela y película legendaria, en los relatos Demasiados han vivido, Solo pueden colgarte una vez y Un tal Samuel Spade, reeditados ahora en España en un libro que merece ser guardado con mimo, Todos los casos de Sam Spade. Sospecho que ese individuo se parecía mucho a su creador, que los principios de ambos eran tan atípicos como irrenunciables, también que ambos acumulaban justificado veneno en la lengua e irremediable amargura. Se sabe de Hammett que nunca abandonó la copa ni su dignidad y que la tuberculosis nunca le abandonó, que fue más chulo que un ocho con los que había que serlo, con los repugnantes y todopoderosos cazadores de brujas. En el cine lo encarnó epidérmicamente Frederic Forrest bajo la dirección de un Wim Wenders afiliado al quiero y no puedo. También el maravilloso Jason Robards en Julia. Quiero pensar que Hammett se hubiera reconocido más en el segundo. En cualquier caso, la imagen del fibroso Hammett es puro cine. No la de Raymond Chandler, aquel ejecutivo de las petroleras que fumaba en pipa y que a los cuarenta y tantos tacos decidió que solo le interesaba escribir, beber y una esposa veinte años mayor que él. Era admirable en la primera de esas funciones, en una prosa tan inteligente como lírica. Hammett no era poético. Su escritura es dura, mordaz, escueta, ajena a la compasión y la autocompasión, llena de clima. Ambos construyen diálogos memorables, crean universos genuinos, chorrean estilo, manejan virtuosamente la ironía, permanecen como lo más grande que ha dado el género negro.

Marlowe y Spade han tenido, tienen y tendrán herederos tontos, dignos e incluso ilustres. A mí me caen muy bien el racional Lew Archer, el feligrés de Alcohólicos Anónimos Matt Scudder, el sufrido y tenaz Harry Bosch, las incurables cicatrices de esa atractiva pareja formada por Kenzie, el hijo del bombero sádico, y Gennaro, la nieta del mafioso, esa mujer tan dura que insólitamente permite a su marido que la apalee, y Charlie Parker, empeñado en enfrentarse a todos los invulnerables demonios de la tierra. También estoy convencido de que los alucinados y alucinantes James Ellroy y John Connolly (sí, ese al que alguna opinión prestigiosa ha calificado desdeñosamente su obra como "literatura de aeropuerto") escribirían extraordinariamente bien aunque se dedicaran al género rosa. Millennium tal vez sea el último negocio fastuoso del libro de papel. Pero eso no justifica coronar a Larsson como el Shakespeare de la novela negra.

Todos los casos de Sam Spade. Incluye los relatos Demasiados han vivido, Solo pueden colgarte una vez y Un tal Samuel Spade, y la novela El halcón maltés. RBA. Barcelona, 2011. 336 páginas. 20 euros.

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