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Reportaje:PENSAMIENTO

Hijo gozoso de mi tiempo

Pocas ideas tejen tantos consensos como la de que el estado actual de la cultura es una calamidad. Y el futuro no promete, a tenor de lo que se observa en esta juventud nuestra, mal criada, sin gramática ni epigramática, ignorante, bárbaramente tecnológica y consumista. La juventud ya no cuida de sí misma -desoyendo las recomendaciones de los estoicos- sino sólo de su coche, que relimpia hasta dejarlo como un sagrario. También yo citaré por una vez a Chesterton, quien escribió que lo malo de que los hombres hayan perdido su fe en Dios no es que no crean en nada sino que creen en cualquier cosa... como su coche, su gimnasio o su móvil, oportunamente encumbrados a deidad de sucedáneo. La liberación de las costumbres no ha hecho más que dar carta de naturaleza a la ramplonería. Y los padres, ay, imitan a sus retoños. Si tomamos una de esas fotos familiares color sepia de hace un siglo, el patriarca, luciendo bigotazos y opulento abdomen, pleno de respetabilidad, suele descansar con severo ademán en la poltrona mientras su mujer posa detrás, de pie, reclinando sus manos sobre el respaldo y, a su lado, la muchachada común en la que destaca un pollo de no más de veinte años que, con su actitud formal, su atuendo de caballero y unos mostachos incipientes, se esfuerza por parecerse a su padre. Ahora ocurre lo contrario: los cincuentones, vigoréxicos y bronceados, se enfundan camisetas estridentes y tejanos rotos y pasan a recoger a su nueva novia en un deportivo aerodinámico. Es decir, emulan el estilo de vida de sus hijos adolescentes pero con la ventaja de disponer de más medios. ¿Y qué decir de los políticos? Su mediocridad ¿no es un clamor general, causante de la desafección de la ciudadanía? Los medios de comunicación social, por su parte, no ayudan a remontar esta degeneración generalizada porque proveen a la sociedad de toneladas industriales de contraejemplos y la zafiedad campea en ellos sin oposición. Pero la culpa de todo reside, en último término, en nuestro deficiente sistema educativo, banalizado, alérgico al mérito y tristemente alejado del bachillerato de nuestros mayores, quienes cursaban hasta siete años de latín y salían de la escuela con dominio de los rudimentos de las ciencias y las letras, y una sólida formación les acompañaba el resto de su vida adulta.

La transformación consiste en una aceptación positiva, aunque no incondicional ni acrítica, del igualitarismo contemporáneo

Estas o parecidas razones se escuchan con frecuencia entre progresistas y conservadores por igual, los cuales coinciden grosso modo en el análisis de la situación -en su juicio negativo hacia determinadas manifestaciones de la vigente cultura de masas: su mal gusto, su anomia moral, su descreimiento ideológico, su miope presentismo, su autocomplacencia, su inmoderada ansia de entretenimiento, compendiadas todas ellas en la noción de vulgaridad- y sólo discrepan en la posición adoptada ante dicho diagnóstico. Tres son las posibles respuestas a la vulgaridad triunfante. Las denominaré reacción, resignación y transformación.

La reacción es la voz de quien dice: "Veis a lo que ha conducido esa libertad que tanto porfiabais: al caos y nada más que al caos. Volvamos, pues, a esa edad previa donde quizá había menos libertad pero al menos estaban garantizados el orden y la seguridad, reinaba el buen gusto, regían reglas bien definidas y había valores". Por mi parte, he de confesar que cada vez que oigo la palabra "valores" me llevo la mano al revólver porque, usada por Nietzsche y por Scheler, ha sido apropiada ahora por la reacción, que la emplea combativamente para imponer los suyos a una mayoría que no los comparte. Estos reaccionarios se consideran del linaje de los grandes señores de antaño, herederos de la brillante tradición del humanismo aristocrático y, como no soportan una democracia que los nivela con los menestrales, les gustaría dar un puñetazo sobre la mesa -la mesa de la modernidad, definitivamente un gran error- y volver a la dulzura del Antiguo Régimen. Esta actitud está bien representada por ese personaje de la novela de D'Ormesson que, al ser invitado a opinar sobre la tolerancia, uno de los más preciados bienes de nuestra cuestionada modernidad, replicó con desprecio: "¿La tolerancia? Hay casas para eso".

Luego estaría la resignación, cuyo lema se condensaría en el célebre dictum de Churchill: "La democracia es el menos malo de los sistemas políticos". Vale decir: en nuestra época democrática la grandeza ha sido reemplazada por la mediocridad igualitaria, pero esta pérdida del ideal es el precio que hay que pagar por disfrutar de las libertades a las que no estamos dispuestos a renunciar en ningún caso. Se trata, en suma, de tener la madurez de rebajar prudentemente las expectativas y de aprender a convivir con la vulgaridad inevitable.

Y finalmente, la transformación. Consiste en una aceptación positiva, aunque no incondicional ni acrítica, del igualitarismo contemporáneo sin excluir la vulgaridad que le es aneja, pero presentando al mismo tiempo un ideal -la ejemplaridad- dotado de fuerza innovadora que mueva al ciudadano de hoy, por convicción y sin coacción, a reformar su vulgaridad de origen y a elegir formas superiores de libertad. Esta posición se opone a las dos anteriores: reacción y resignación. Al reaccionario le dirige las siguientes preguntas: ¿qué época distinta de ésta elegiría usted para ser pobre? ¿Y para ir al dentista o en general para caer enfermo? ¿Y para ir preso? ¿Y para ser disidente, hereje, extranjero, mujer, niño o anciano? Ninguna mejor que la nuestra, lo que ya debería convencer al otro, al resignado, sobre la altura moral de nuestra cultura y sobre su capacidad de idealismo. El ideal es inexcusable para movilizar las fuerzas latentes en una sociedad y para inspirarle esa extensio ad magna que es condición de progreso moral: todas las épocas lo han tenido y ésta no ha de ser una excepción.

En lo que a mí respecta, orgullosamente me declaro hijo gozoso de mi tiempo.

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