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MANERAS DE VIVIR
Columna
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Huesecillos roñosos sin sustancia

Rosa Montero

Bien, hay momentos en la vida de todo articulista en los que te parece que ya no te queda nada por decir. Especialmente si llevas años aporreando las teclas y tus neuronas. Creo que todo columnista veterano ha escrito alguna vez un texto semejante a éste que ahora estoy redactando, a saber, un texto sobre la falta de inspiración y sobre la impotencia creativa. Las dudas sobre la propia capacidad son perpetuas en todos los escritores, también en el terreno de la ficción, naturalmente; pero, al escribir novela, no estás obligado a publicar en fecha fija. Si no se te ocurre nada, simplemente te callas; de hecho, hay novelistas que terminan sumidos en el silencio y no vuelven a publicar jamás, como, por ejemplo, el gran Juan Rulfo. En el periodismo, en cambio, tienes que entregar con puntualidad tu puñado de palabras pase lo que pase. Y así sucede que, por ejemplo, todos los inviernos suelen publicarse varios artículos hablando de la gripe que padece en esos momentos el articulista. Porque el febril y moqueante autor no tiene cabeza para pensar en nada más.

Detrás de cada texto, en fin, se agazapa la circunstancia en que fue concebido: un dolor de muelas, una resaca, un viaje extenuante con diferencia horaria, una ruptura sentimental, una enfermedad. El periodismo se escribe a pesar de todo, y esa supuesta entereza profesional forma parte de los mitos del oficio, igual que en los actores, que se supone que salen al escenario aunque se les acabe de morir media familia. Pero tal vez lo más difícil de sobrellevar no sea la tragedia, sino el vacío mental. Esos días en los que te parece que no puedes encontrar ni una maldita idea deambulando en solitario por tu cabeza. En el interesante ensayo En el poder y en la enfermedad, de David Owen (Siruela), se recoge una frase deliciosa que dijo el senador norteamericano William McAdoo sobre Warren Harding, un antiguo presidente de los Estados Unidos que al parecer era bastante torpe intelectualmente. Los discursos de Harding, dijo el senador, parecían "un ejército de frases avanzando por el paisaje en busca de una idea. En ocasiones, esas palabras en perpetua divagación apresaban por fin un pensamiento rezagado y lo conducían triunfalmente en medio de todas, como un prisionero, hasta que moría de servidumbre y agotamiento". Pues bien, estoy segura de que todos los columnistas hemos experimentado en alguna ocasión algo semejante: la sensación de andar dando tumbos entre palabras vacías y de estar estrujando una idea añeja y recocida.

Tradicionalmente, los articulistas prolíficos y los conferenciantes profesionales siempre se han copiado a mansalva a sí mismos. He conocido periodistas famosos que colaboraban en tantísimos medios a la vez que era literalmente imposible que pudieran tener ideas originales para todos ellos. Supongo que lo que hacían era fusilar sus propios temas una y otra vez con ligeras variantes. Todavía sigue habiendo articulistas torrenciales que todas las semanas tapizan con sus frases las páginas de un montón de periódicos y revistas, pero las nuevas tecnologías han dificultado muchísimo la pequeña marrullería de la producción en serie: hoy todo el mundo puede googlear tus textos y descubrir que lo que escribes hoy ya lo has publicado diecisiete veces. Es uno de los cambios inesperados que ha traído la revolución electrónica.

Bioy Casares decía que la peor influencia para un autor es la de uno mismo, y yo creo que, en efecto, cuando te copias pierdes un poco el alma. Por eso intento no hacerlo y no prodigarme demasiado. Pero, aun así, con el tiempo es inevitable cierta redundancia. Hace unos meses, en un coloquio después de un acto público, se levantó un señor encantador que, tras declararse lector mío, me preguntó si era normal eso de escribir más o menos lo mismo varias veces, como yo había hecho. O sea, que el hombre, con la mayor dulzura que imaginarse pueda, me estaba diciendo que me repetía. Y sin duda lo he hecho, porque es imposible escribir durante tantos años sin volver a pasar por los mismos temas, aquellos que te importan más, que te obsesionan, y tus reflexiones al respecto serán probablemente parecidas. Como me comentaba un día Nativel Preciado, resulta curioso constatar que a los escritores no se nos permite la repetición, mientras que en otras ramas artísticas está plenamente aceptada: véase la reiteración monotemática y monoestilística de pintores como Mondrian, pongo por caso. Pero aparte de esa tendencia ruminativa natural y lícita, de ese masticar una y otra vez los asuntos que más te interesan, hay que reconocer que también está el momentáneo desmayo intelectual, el desfallecimiento creativo, que, unido a la fatal tiranía periodística de la fecha de entrega, hace que alguna que otra vez termines volviendo a echar al caldo del artículo un viejo huesecillo roñoso y sin sustancia. En fin, mis disculpas.

www.rosa-montero.com

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