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Columna
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La Humanidad rusa

Recientemente Jonathan Franzen ha tenido que matizar el sentido de las alusiones a Guerra y paz que aparecen en su última novela, Libertad: "Parece que estuviera comparándome con Tolstói", ha declarado. "Y eso me hace parecer un idiota". Bueno, un escritor puede ser ambicioso, ¿no? Ya con Las correcciones, Occidente se volcó no sólo en su envergadura novelística, sino en su rescate -digámoslo así- de la Humanidad, una cualidad al parecer perdida en los marasmos de la novela del siglo XX. Estos marasmos son una patología muy poco científica, pues no hay pruebas firmes de que la Humanidad sea una criatura extinguida ni de que los esfuerzos por resucitarla sean necesarios. La Humanidad, como bien nos dice la historia de las ideas, es una creación de la burguesía europea del siglo XVIII, la cual, atenazada entre una aristocracia a la que no podía acceder y un populacho con el que no quería relacionarse, instauró buena parte de su identidad en la universalización de una serie de virtudes "propias" como el gusto por el trabajo, la satisfacción moral, el matrimonio por amor, las alegrías de la familia y, con el tiempo, hasta un cómodo saloncito Biedermeier. Todo esto tuvo, claro, gratas consecuencias como la Declaración de los Derechos Humanos o el agua corriente. Pero también popularizó -y de eso se trataba- una serie de universales que tardaron un poco en mostrar lo interesados que eran sus rasgos: el llamado "relativismo" del siglo XX -ese que atacan los obispos y los biólogos, por fin reconciliados- tuvo un gran papel a la hora de denunciarlos.

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La Gran Novela y la Humanidad establecieron un pacto que sigue plenamente en vigor, y rara es aún la novela que no suponga una apología o una refutación de los valores burgueses. La gran mayoría de los novelistas del gran siglo ruso no eran burgueses: Dostoievski, hijo de un médico, quizá fuera la excepción, y ciertamente el más prolijo partidario de la Condición Humana. La vena aristocrática o señorial de muchos de estos escritores los llevó a interrogarse por el modelo de héroe épico y por el destino de las tierras, preocupaciones poco burguesas. Pero todos ellos, de un modo u otro, contribuyeron a definir al Hombre que aún campa por nuestro siglo y sus novelas, aunque lo hicieran interesándose más por sus contrafiguras: no por el individuo laborioso, sino por el ocioso o el nihilista; no tanto por el virtuoso como por el abyecto; no por el matrimonio feliz sino por el fracasado; no tanto por la familia sólida y productiva como por el nido de rencores, deshonras y hasta parricidios. Entre tanta pericia novelesca, también quisieron saber, sin agotarse y desde diversos ángulos, dónde empezaba y terminaba lo Humano.

Pushkin ya se extrañaba de que el Hombre no incluyera a la mujer y algunas de sus heroínas reivindican la inteligencia, nunca señalada por el Hombre, de la mujer rusa; algunos narradores de Turguénev, modernísimamente desvirilizados, se atreven a decir que lloran "como una mujeruca", una asociación insólita en el siglo XIX, no sólo en Rusia. Por su parte, la servidumbre (no abolida hasta 1861 por Alejandro II, se dice que influido por la lectura de Turguénev) y otros extremos del zarismo inspiraron tremendas narraciones sobre lo infrahumano, desde los presos de Siberia de Dostoievski hasta los niños hambrientos de Chéjov y, sobre todo, el mundo brutal y sin justicia de los "exhombres" de Gorki. Por otro camino, muy apartado pero igual de concurrido, vagaba el peregrino, el místico, el anacoreta, el hombre que, habiendo dejado de ser Hombre, quizá así lo empezara a ser, y que tanto cautivaría a Tolstói en las últimas décadas de su vida. El gran siglo de la literatura rusa tuvo, por supuesto, otras figuras y otros secretos, pero éste es su tradicional legado. La literatura posterior no ha dejado, algo cohibida, de querer emularlo.

Pushkin, pintado por Evdokia Petrovna Elagina.
Pushkin, pintado por Evdokia Petrovna Elagina.

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