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Reportaje:

Imágenes de la ciudad perdida

Antonio Muñoz Molina

El arte de Florencia en el siglo XV es la pintura al fresco; el de Nueva York en el siglo XX es la fotografía. La fotografía tiene la fuerza plástica de la pintura y del cine, la capacidad narrativa del cine y de la novela, la verdad inmediata de una información. En The New York Times de cada mañana se publican fotos de la vida en la ciudad en cuyos autores uno no se fija, pero que merecerían ser apreciadas en el espacio sereno de una galería. Las fotos de Weegee que ahora admiramos en los museos o en el papel caro y satinado de los libros de arte aparecieron originalmente en las páginas plebeyas del Daily News acompañando noticias truculentas de crímenes. El siglo XX terminó en Nueva York con un apocalipsis fotográfico. El siglo XX acabó con algo de retraso el 11 de septiembre de 2001, y a las pocas semanas, en galerías improvisadas de la ciudad, pudieron verse exposiciones urgentes en las que se mezclaban imágenes de fotógrafos de renombre y de fotógrafos aficionados atestiguando la escala del apocalipsis. Fotografías espectrales de desaparecidos eran pegadas con cinta adhesiva a las farolas y a los semáforos, con un nombre y un número de teléfono escritos a mano. Cada día que pasaba, la misma foto, estropeada por la intemperie, sufría también la transformación impuesta en ella por la pérdida gradual de esperanza, y el desaparecido que seguía sonriendo en ella era ya un muerto aunque no se hubiera encontrado su rastro.

La intensidad de la mirada puede ser la del asombro y la extrañeza
La ciudad vive en parte de explotar cínicamente los sueños insensatos

La fotografía es un arte y un producto industrial de consumo inmediato que está en todas partes y al que más o menos se dedica cualquiera, una forma de recuerdo y un instrumento de identificación policial, tan práctico como unas huellas digitales. Esa mezcla de rigor estético y de vulgaridad le va muy bien a Nueva York, que es una ciudad desordenada y mercenaria, impúdica en la exhibición de lo que otras esconden, tan desastrada, tan cambiante, que una foto tomada ayer mismo, hoy puede ser el testimonio de un pasado sin huella. A pesar de las tonterías de la moda, de las vacuidades existenciales de Woody Allen y de la serie "Sex and the City", Nueva York es una ciudad ásperamente terrenal y realista en la que a la gente que trabaja le cuesta mucho ganarse la vida, y por eso le va también un arte tan propenso al realismo como la fotografía. A principios del siglo XX, Edward Steichen tomaba fotos nocturnas de Nueva York que tenían los claroscuros misteriosos de pinturas de Whistler, pero un poco antes, en 1895, Jacob Riis había retratado las vidas de los pobres que se amontonaban en los peores callejones, en las habitaciones de techo y bajo y sin ventanas a las que iban a parar los emigrantes recién llegados al Lower East Side. Como casi siempre, las cuestiones estéticas se corresponden con divisiones de clase: Steichen y luego Stieglitz trabajan para un público que tiene dinero para comprar arte y al que ofrecen visiones fotográficas dotadas del refinamiento de la pintura simbolista. Los fogonazos de Riis que brillan en los ojos espantados de los miserables aspiran sólo a reflejar la verdad, a arrojar literalmente luz sobre el escándalo de la injusticia.

Las fotos más representativas de Nueva York con mucha frecuencia las han tomado forasteros: la intensidad de esas miradas puede no ser la de la familiaridad, sino la del asombro y la extrañeza, hasta la del rechazo. Riis era holandés y habría llegado en uno de los mismos barcos que traían en sus bodegas de tercera clase a los emigrantes que iba a retratar. Weegee parece tan congénitamente neoyorquino como los bagels o los musicales, pero había nacido en Polonia y llegó a Nueva York con sólo veintiún años (también los bagels vinieron de la aldeas judías del este de Europa, y un cierto número de autores del teatro musical). Andreas Feininger había nacido en París y había sido profesor en la Bauhaus antes de emigrar a América en 1939. En sus fotos de las torres de Manhattan emergiendo como un Himalaya en blanco y negro sobre los chorros de humo de los barcos y las instalaciones portuarias del río Hudson está el deslumbramiento del recién llegado, la mezcla de euforia y de vértigo de quienes veían por primera vez la ciudad a la luz del amanecer desde las barandillas de los transatlánticos.

Andreas Feininger trabajó muchos años para la revista Life, que en sus tiempos de gloria fue semana a semana una especie de Capilla Sixtina del arte de la fotografía. Pero su manera tan europea y tan americana de retratar Nueva York tenía mucho que ver con la mirada de otra viajera de ida y vuelta, Berenice Abbott, cuyo libro sobre la ciudad, Changing New York, se publicó el mismo año que Feininger llegó a ella. Abbott había vivido en Nueva York algún tiempo, llegada desde el Medio Oeste, entre los literatos y los artistas del Village. Ni la ciudad ni la fotografía parece que le llamaran entonces la atención. Llegó en 1918 y se fue a París en 1921, llena de vagas ambiciones teatrales, y a través de Man Ray descubrió su vocación de fotógrafa. Un regreso a Nueva York en 1929 le hizo ver de pronto lo que había permanecido oculto a su mirada juvenil. Como ocurre tantas veces, el tesoro que le estaba destinado, el material gracias al cual se desataría su talento, era el mundo que había tenido delante de los ojos y al que no había sabido prestar atención. Se había ido de Nueva York a París persiguiendo una confusa vocación de artista. Le hizo falta el largo rodeo por Europa para fijarse de verdad en Nueva York, percibiéndola no inmóvil, como la ve el que no se marcha, sino en tránsito, en ese proceso continuo de creación y destrucción que fue tal vez más fértil que nunca en los años treinta, cuando se estaban levantando muchas de las construcciones más hermosas de la ciudad: el Empire State, el Chrysler, el Rockefeller Center, pero también el puente George Washington y muchos otros edificios menores e instalaciones públicas de una ambición y una belleza que desde entonces casi nunca han sido igualadas.

A lo largo de toda esa década, Abbott no paró de tomar fotografías. Eran tan buenas, se hicieron tan universales, que han acabado adquiriendo un anonimato paradójico. Dejaron de ser fotos de Nueva York para convertirse en la ciudad misma. Weegee tenía una mirada de sátira social y de caricatura en la estela de Goya y de Daumier. Le atraía lo siniestro y lo monstruoso, y en su sarcasmo había siempre un instinto cordial de fraternidad hacia los absurdos y los fracasados. Feininger veía la ciudad como un paisaje edificado por el hombre a la escala de la naturaleza, pero dominado por fuerzas muy superiores a las voluntades singulares de sus habitantes. En Berenice Abbott hay una atención indiscriminada y generosa, casi de novelista, de novelista fascinado por los destinos humanos en el laberinto de la ciudad moderna, a la manera de Balzac o de Dickens, o más específicamente, de John dos Passos. Intuyó que la fotografía, el arte de apresar lo inmediato e instantáneo, era el instrumento más fiel para retratar una ciudad sometida al flujo perpetuo de la transformación, de la prisa, del levantamiento y el derribo. La ciudad de la que se había ido en 1921 ya no se parecía a la que había visto al regresar en 1929, y el ritmo de los cambios no hizo sino acelerarse desde entonces. Fotografiaba igual lo recién levantado y lo que estaba a punto de convertirse en ruina y desaparecer sin recuerdo. Era tan admirable en la escala épica de las grandes vistas como en la atención a la vida cotidiana en las calles populares, y vio la poesía de los letreros encendidos de noche en Times Square y la del escaparate de una panadería en una esquina de barrio.

Se habla siempre de la influencia del expresionismo alemán en la estética del cine negro americano, y se descuida el efecto de la fotografía. Pero Weegee se fue a Hollywood en 1945 para asesorar en una película de Jules Dassin que se llamaba como su libro de fotos y recuerdos, Naked City, y cuando uno ve las luces nocturnas de Nueva York y los personajes insomnes de Sweet smell of sucess se da cuenta de que está viéndolos a través de los ojos de Weegee y de Berenice Abbott: la poesía de fondo es de Abbott, la farsa del lujo y de la gloria endeble de las celebridades en los clubes de moda es de Weegee, así como los policías turbios y los cuerpos encogidos en callejones traseros. Y la tonalidad visual en sí misma, los negros brillantes, los grises de humo de cigarrillos, la calidad táctil de hollín, de grasa, de mugre de aceras, vienen del realismo de la fotografía, del realismo medular de Nueva York, ciudad que ha hecho una industria rentable de su propio espejismo y vive en parte de explotar cínicamente los sueños insensatos que ella misma provoca. El tenebrismo de los años cuarenta y cincuenta es el que recobra intacto Peter Hujar en sus paisajes devastados de los años setenta y los primeros ochenta, cuando la negrura de las calles ya no estaba habitada por los gánsteres y los borrachos de Weegee, sino por travestis con zapatos de plataforma, yonquis espectrales y adictos al crack.

De los monstruos de Weegee vienen los de Diane Arbus, que, a diferencia de él, no parecía confraternizar con los suyos, quizá porque tenía miedo de reconocerse demasiado en ellos y porque sabía que los monstruos no sólo estaban en los circos y en los barracones de feria, sino también en un salón comedor de clase media respetable, o en el primer plano de una señorona de las que viven en la parte alta de la Quinta Avenida. El amor por la observación de la vida de la gente común a la luz matinal de las calles probablemente lo aprendió Helen Levitt de Berenice Abbott. Pero en ella hay un grado especial de delicadeza cuando mira con tanta atención los juegos de los niños, o cuando se fija en los trazos de tiza que han dejado en la acera después de pasarse una tarde entera jugando a la rayuela.

Las fotografías de juegos infantiles de Helen Levitt me provocan una melancolía muy parecida a la congoja, una nostalgia íntima y complicada, porque retratan una época de Nueva York que yo no pude conocer y una infancia que, sin embargo, se pareció mucho a la mía. Haber jugado en la calle es un recuerdo que lo lleva a uno a tiempos que van volviéndose lejanos. Ver a niños jugando en las aceras de barrios populares de Nueva York es darse cuenta de cómo la ciudad ha cambiado desde entonces y comprender la sensación de pérdida que le transmiten a uno los amigos que crecieron en ella.

Pero ésa es la tarea que cumple la fotografía con más eficacia que las demás artes: revelarnos que esa inmovilidad en la que percibimos las cosas es un engaño de los sentidos y de la consciencia. No vivimos en el país del presente y nos acordamos del otro país, el del pasado, separados de él por una frontera nítida. Los dos son uno y el mismo, para bien y para mal, y no son un lugar, sino un estado de tránsito, un paso fronterizo perpetuo. Me acuerdo ahora de algo que leí en un libro de paseos y recuerdos de Pete Hamill sobre Nueva York, Downtown. Dice Hamill que, debajo de su efervescencia, Nueva York es una ciudad profundamente melancólica porque en ella pesa una nostalgia doble, la que sentían los emigrantes por los países que habían dejado atrás para venir a ella en épocas en las que difícilmente habría habido viaje de retorno, y la que siente el neoyorquino según va cumpliendo años por la ciudad, sometida a cambios tan rápidos que se vuelve irreconocible a su alrededor. Ese efecto de melancolía está en cualquier foto de Nueva York, de hace un siglo o de ayer mismo. Es la ciudad en la que no hemos estado o a la que no hemos vuelto, la que a veces añoramos caminando por ella. 

'Retratos de Nueva York. Fotografías del MOMA' puede verse en Madrid (La Casa Encendida, de Obra Social Caja Madrid), del 27 de marzo al 7 de junio.

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