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LA ZONA FANTASMA
Columna
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Inmovilizados de pavor

Javier Marías

El método más eficaz para cargarse una palabra es su usurpación y su consiguiente ensuciamiento por parte de los usurpadores. A ello han recurrido todas las dictaduras que en el mundo han sido. ¿Cómo creen que quedó el adjetivo "democrático" en el territorio que durante décadas se llamó "República Democrática Alemana" y que no fue sino un Estado totalitario dominado por su ubicua policía secreta, la Stasi? Pero no hace falta una dictadura para llevar a cabo la contaminación. Así lo hemos visto en nuestro país, donde el noble vocablo "liberal" (que, más allá de su acepción económica, no tan noble, significó "Tolerante o respetuoso con las ideas o actitudes de los demás", así como "Partidario del liberalismo", el cual a su vez fue definido como "Doctrina política surgida en el siglo XIX, que aspira a garantizar las libertades individuales de la sociedad"), al habérselo apropiado la derecha más recalcitrante, ha quedado por los suelos. Hasta el punto de que el resultado ha sido aún más grave que el mancillamiento de la palabra (muy malparada sale, en efecto, si se la aplica a sí misma Esperanza Aguirre): se ha acabado con la propia noción o concepto de "liberal", de tal modo que ya casi nadie, ni de izquierdas ni de derechas, está dispuesto a serlo. Y esto, curiosamente, ocurre no sólo en España, sino en todas partes.

Ya casi nadie, ni de izquierdas ni de derechas, está dispuesto a ser 'liberal

Ser liberal, en su sentido social y en el uso más coloquial del término, equivalía, entre otras cosas, a no inmiscuirse en la vida y en las costumbres de los demás; a diferenciar entre las capacidades, la competencia y el talento de alguien y su moral, sus vicios particulares, sus ideas y sus creencias. Entre sus obras y su comportamiento en la esfera privada. Esa separación llegó a ser aceptada por la mayoría. Sólo los muy dogmáticos o los muy fanáticos eran incapaces de hacer la distinción. Alguna vez he contado que mi abuela Lola era tan católica que se negaba a ver las películas de Chaplin o Charlot, "porque se ha divorciado muchas veces". Ella se lo perdía, indudablemente, ya que era mujer dulce, afable y de risa fácil, nada iracunda pese a su puritanismo. También recuerdo cómo, durante el franquismo, numerosos falangistas y "leales al régimen" se empeñaban en decir que Picasso era muy mal pintor y que sus "garabatos" estaban al alcance de cualquier niño, sólo porque no podían tragar al individuo con sus ideas "comunistas". Pues bien, este tipo de intolerancia desmedida ha regresado y se le inflige a cualquiera. No ya a los políticos, cuyas andanzas sexuales empezaron a tenerse en cuenta en los países anglosajones y ahora ya son motivo para apartarlos de sus cargos en casi todo lugar, independientemente de lo bien que los desempeñen, sino a los intelectuales, actores, modistos, bailarines y cantantes.

Ya se ha comentado mucho la negativa del Estado francés a rendir homenaje literario al novelista Céline por sus posturas antisemitas, que son muy condenables pero que no influyen en la calidad de sus escritos. Ahora leo que una serie de televisión titulada Glee y protagonizada por Gwyneth Paltrow se plantea suprimir, ante las protestas, una secuencia porque en ella uno de los personajes iba a interpretar una canción -¡de 1973!- compuesta por Gary Glitter, antigua estrella del pop británico que -con mucha posterioridad, en 1999- fue condenado por posesión de pornografía infantil; luego, en 2002, deportado de Camboya a Vietnam bajo sospecha de actividades pedófilas, y, tras cumplir condena en este último país, devuelto al Reino Unido, donde está inscrito en el registro de delincuentes sexuales y tiene prohibido volar en compañías aéreas (?), como si en el transcurso de un trayecto, rodeado de pasajeros, fuera a poder practicar sus depravaciones. A mí me parece bien que contra el señor Glitter se tomen todas las medidas posibles para que no reincida, pero no entiendo que una canción de 1973, por el mero hecho de haberla compuesto él, tenga que ser castigada y nunca más escuchada, sobre todo si la canción es buena. No sé, es como si las editoriales del mundo decidieran no volver a reeditar la maravillosa novela Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, porque es sabido que éste, alcoholizado, intentó estrangular un par de veces a su mujer, sin mucho ahínco, todo sea dicho. Aun así, las sanciones contra el ciudadano Lowry me habrían parecido justas y necesarias; las adoptadas contra su obra, semejantes a la represalia de mi abuela contra Chaplin por sus muchos divorcios.

Veo también que en Rusia el director de bailarines de la compañía Bolshoi, Guennadi Yanin, ha perdido el puesto y toda posibilidad de convertirse en director artístico porque "un emisor anónimo" envió a millares de emails y webs de todo el planeta "imágenes de un hombre muy parecido a Yanin en posturas sexualmente atrevidas". El diario Kommersant observó que el hombre había sido víctima de una técnica utilizada por grupos cercanos al Kremlin para desprestigiar a opositores y críticos: "Poco importa que las imágenes sean auténticas. El daño ya está hecho y el objetivo cumplido". En un mundo mínimamente liberal, esas imágenes, aunque hubieran sido auténticas, no deberían haber tenido la menor consecuencia para el señor Yanin, si hacía bien su trabajo. Nos estamos deslizando hacia unas sociedades tan fanáticas, puritanas y represoras como la que albergó la época de mayor esplendor de nuestra malfamada Inquisición. Sólo que lo que hoy se denuncia y condena es tan variado que pronto nos quedaremos todos inmovilizados de pavor.

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