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Reportaje:

Mailer secreto

"Sólo voy a decir -y todavía no he escrito

sobre este tema- que, mientras los demócratas,

y en primer lugar Clinton, me repugnan

con lo que llamo su 'política de boutique'

-un poco aquí, un poco allá, y todo servido

con grandes dosis de gilipollez por encima-,

los republicanos son una monstruosidad

psicótica. Por un lado, son Dios, bandera

y familia -aunque pocos de ellos reconocerían

a Jesucristo si estuviera haciendo pis en el retrete de al lado-, y un número asombroso

no ha servido jamás en las fuerzas armadas

ni ha oído una bala, y, como políticos, engañan como conejos a sus esposas y sus familias.

Pero da igual, ¿de qué sirve ser político si uno

no puede ganarse la vida siendo un hipócrita?".

A Sal Cetrano

28 de marzo de 1999

El fantasma de Harvard, Norman Mailer y la CIA

Por Barbara Probst Solomon

Voy a intentar situar las cartas de contenido político de Norman Mailer en el contexto de las fases fundamentales de su vida. Lo primero en lo que pensé fue en El fantasma de Harlot, sobre la CIA, que tal vez debería haberse llamado El fantasma de Harvard. Hace varios años le pregunté a Norman Mailer: "El fantasma de Harlot es una novela sobre Harvard, ¿verdad? Harvard fue el primer sitio en el que viste un microcosmos en el que el poder, el Gobierno, los comunistas y la CIA se mezclaron y se unieron para siempre". Me dijo que sí. En el libro, Mailer cuenta que llevaba 40 años pensando en escribir sobre la CIA. ¿Qué ocurrió hace 40 años, y por qué una espera tan larga?

En 1950, el profesor estrella de Harvard F. O. Matthiessen, que estaba perseguido por el HUAC [las siglas en inglés del Comité de Antiamericanos de la Cámara de Representantes] y Joseph McCarthy, alquiló una habitación en el piso 12 del hotel Manger, en una zona poco recomendable de Boston, y se arrojó desde la ventana. Aristócrata y heredero de la fortuna de la familia Westclox, Matthiessen tuvo la precaución, antes de saltar, de colocar sus dos pertenencias más preciadas en una mesa junto a una nota: su reloj de pulsera y su llave para entrar en la supersecreta Sociedad de la Calavera y los Huesos de Yale, cuyos miembros prestaban juramento de no traicionarse jamás unos a otros. Pese a ello, su íntimo amigo y camarada del club Henry Luce, propietario de Time / Life, había hecho mucho daño a Matty, como le llamaban sus amigos y alumnos. En un artículo de la revista Life se le había calificado de criptocomunista. Matthiessen tenía tendencia a la depresión crónica, y la muerte de su pareja, el artista Russell Cheney, le había dejado emocionalmente exhausto, a lo que había que añadir que el HUAC seguía acosándole. En su nota de despedida, Matthiessen decía: "Estoy deprimido por la situación del mundo. Soy cristiano y soy socialista. Estoy en contra de cualquier orden que interfiera con ese objetivo...".

La primera vez que oí hablar de Matthiessen fue cuando conocí a Norman, su esposa Bea, su hermana Barbara y Paco Benet, en París, en 1948. Mailer había publicado Los desnudos y los muertos, pero no sabía aún que, a su regreso a Nueva York, iba a convertirse, a los 25 años, en una estrella literaria mundial. Los mejores amigos de Norman y Bea en París eran otra pareja de Harvard, el crítico Mark Linenthal y la futura novelista Alice Adams. En las reuniones en el piso de Norman y Bea, en la Rue Madame, Mark hablaba del maravilloso verano que Alice y él habían pasado en la primera asamblea del Seminario de Estudios Americanos de Salzburgo, al que habían ido intelectuales de toda Europa.

MIENTRAS HABLÁBAMOS, sentí la angustia de Norman sobre qué escribir. ¿Cómo podía capturar el alma y el estado del Estados Unidos de posguerra? ¿Cómo sintonizar con las nuevas generaciones más jóvenes? Norman, por un lado, necesitaba el estímulo de sus amigos intelectuales como Mark Linenthal y Jean Malaquais, a quien va dirigida una de las cartas reproducidas a continuación. Por otro, quería ser capaz de escribir sobre la parte más siniestra de Estados Unidos. Y esa contradicción le persiguió toda su vida. Además tomaba prestados como personajes a sus amigos y familiares y les asignaba papeles más dramáticos que en la vida real. Por ejemplo, azuzaba a Bea para que fuera su pareja osada y supersexy. La amorosa carta dirigida a ella representa muy bien la actitud que tenían en la época; yo estaba convencida de que el matrimonio duraría para siempre.

Jean Malaquais, que tanto fascinó a Norman en París, y que siguió siendo íntimo amigo suyo durante toda su vida, era un escritor judío polaco que emigró a París en los años treinta, se hizo trotskista, se incorporó al POUM en España en 1936 y escapó por los pelos de ser ejecutado allí por los comunistas. La influencia de Malaquais le hizo flaco favor a Norman cuando le convenció para que, en un Estados Unidos en plena caza de rojos, pronunciara en la Conferencia de Paz de 1949 un discurso en el que denunció el estalinismo y el comunismo. Norman insistió en que no era comunista y en que ya no tenía ninguna simpatía por ellos, afirmando que era trotskista (como Malaquais), aunque no era así.

Norman era el joven novelista deslumbrante, el trofeo que se disputaban las distintas izquierdas. En estas cartas que ahora ven la luz late el deseo de Mailer de no ser un peón en la guerra fría de la izquierda, que pretendía reivindicarlo como su novelista. Es evidente, como se desprende del cuerpo de misivas del que procede esta selección, que tenía reservas sobre Partisan Review, Diana Trilling, incluso Irving Howe, más socialista, y que siempre tuvo el deseo, hasta la muerte de Lillian Hellman, de hacer de árbitro entre ella -que no denunció ningún nombre al HUAC y cuya pareja, el escritor Dashiell Hammett, acabó en la cárcel- y Mary McCarthy, la sofisticada intelectual de la izquierda anticomunista. En cierto modo, la conferencia de 1949 y el posterior suicidio de Matthiessen debieron de atormentar a Norman, que quizá tuvo la impresión de que, como sugería Hellman, su discurso fue la razón por la que el HUAC nunca le pidió que testificara. Su novela sobre Hollywood, El parque de los ciervos, indica su preocupación por los que prestaron testimonio, por los que dieron nombres y los que no.

Norman entró en Harvard en 1939, al final de la Depresión; procedía de una familia judía de Brooklyn que había tenido que hacer esfuerzos para pagarle la matrícula. En aquella época, Harvard mandaba en el mundo, tenía enorme influencia en Washington, producía presidentes y magistrados del Tribunal Supremo. Casi no había alumnos negros y eran escasos los judíos. Harvard reveló a Mailer un mundo en el que los líderes del país, futuros agentes de la CIA, comunistas, espías, estaban en el mismo entorno.

El fantasma de Harlot, la novela sobre la CIA que Mailer escribió, termina en 1963, en el momento del asesinato de Kennedy. Sus protagonistas son Henry Hubbard, su amante ocasional, Kittredge, amante a su vez del jefe y manipulador de la CIA Hugh Tremont Montague, alias Harlot, al que Mailer conoció cuando estaba en Radcliffe. Kittredge es además amante de Allen Dulles (Mailer salpicó su novela de nombres auténticos). Una de las cartas más inesperadas que aparecen en esta selección es la que Mailer dirige a Mary Bancroft, hija del aristócrata de Boston Hugh Bancroft, propietario de The Wall Street Journal. Aunque Norman despliega en abundancia el encanto y el respeto que mostraba hacia las mujeres de la generación de su madre, deja bien claro que no tiene nada que ver con las ideas políticas de Bancroft. "Ford, Reagan, Dole y el resto de la nave pirata, Mary, son de vómito".

COMO TODOS LOS BUENOS NOVELISTAS, Mailer daba nueva forma a los elementos que tomaba prestados. Al leer las primeras páginas de El fantasma... en las que Hubbard, el protegido de Harlot, camina hacia la bruma en Maine mientras piensa en el intento de suicidio frustrado de Kittredge, me pasó por la cabeza un recuerdo fulminante de Matty. Harlot, el hombre de Harvard, me recordó a Matthiessen, el profesor de Harvard. Matty y Kittredge / Bancroft tenían la misma edad, y es verdad que el suicidio de Matty fue prácticamente lo opuesto a un suicidio / asesinato de la CIA, pero, con todo, hay ecos.

Y tenía otros motivos para pensar en Matty. Cuando volví de Europa en los años cincuenta, me casé con Harold Solomon, profesor de derecho y amigo de mi hermano Mark. En 1967, Harold murió de un repentino ataque al corazón. Yo estaba en estado de shock y lo único que me preocupaba eran mis hijas pequeñas, pero, días después, mis amigos me preguntaron: "¿Quién era ese tal Matty?". En el funeral habían hablado varios antiguos alumnos de Matthiessen, los "chicos de Matty", entre ellos Lewis Pollak, el decano de la Facultad de Derecho de Yale. Un amigo dijo: "Por fin están intentando enterrar a Matty. Enterrarlo como es debido". Porque, en 1950, Harvard no había querido hacerlo.

Al año siguiente visité Washington y, una noche, quedé a tomar una copa con Adam Yarmolinsky. Adam, Harold y Norman habían estado en el mismo curso en Harvard. Adam, además de otras cosas en la Casa Blanca de Kennedy, había sido asesor del secretario de Defensa Robert McNamara en el Pentágono. Se quejó de que Norman era un escritor pésimo y demasiado belicoso. Yo le respondí: "Adam, por lo menos él escribió Las escaleras del Pentágono [la primera parte de Los ejércitos de la noche] mientras vosotros estabais en el Pentágono apretando el botón de guerra".

Años después, gracias a la Ley de Libertad de Información, se hicieron públicos los archivos del FBI y, en los años ochenta, a petición mía, me enviaron los expedientes de Matthiessen y mi marido. Había dos cartas que me llamaron la atención. Una de J. Edgar Hoover, el director del FBI, enviada en 1943 a la oficina de Boston, para pedir que se quitara el nombre de Matthiessen de la lista de personajes clave, alegando que no era comunista y que sus actividades como tapadera de los comunistas parecían limitadas (la oficina de Boston no hizo caso a Hoover). ¿Pensó Hoover que Matthiessen no tenía importancia? ¿O, como había esperado Matty, algún camarada de la poderosa Sociedad de la Calavera y los Huesos había intervenido en su favor? ¿O acaso Hoover no quería meterse en líos con Harvard con unas pruebas endebles? Después del suicidio de Matthiessen, el abogado designado por el juez contactó con el FBI para preguntar si querían ver los papeles del difunto (una cosa completamente ilegal) antes de que pasaran a manos de sus herederos. El FBI respondió que no, puesto que, dada la relación de Matthiessen con Harvard, podía acabar siendo un motivo de bochorno para el departamento. El personaje había muerto y el expediente quedaba cerrado. The Boston Globe informó sobre esa oferta. ¿Qué hizo Harvard al respecto? ¿Por qué no dijeron nada? En los años ochenta, creo recordar, la universidad creó un aula oficial con el nombre de Matthiessen en Eliot House.

Sin embargo, curiosamente, la muerte de Matthiessen hizo un sutil favor a Harvard: después de su suicidio, Joe McCarthy dejó de perseguir a la universidad, en la que había profesores radicales y ex radicales, además del número habitual de homosexuales en una época en la que la homosexualidad se mantenía en secreto.

El informe del FBI sobre aquel periodo oscuro de la historia de Estados Unidos, la época en la que Norman se hizo adulto, presenta un mundo en torbellino, en el que los informadores estaban constantemente espiando a alumnos y profesores, en el que algunos sabían quiénes eran los espías, en el que Harvard era el centro de una educación gloriosa, mientras que en Boston, una mezcla de política corrupta apoyada en el aparato irlandés y en aristócratas reaccionarios hacía que se pudieran pisotear los derechos de los muertos y que el joven Bobby Kennedy, hijo del viejo reaccionario Joseph Kennedy, pudiera verse obligado a trabajar para Joe McCarthy y, sin embargo, acabar muriendo asesinado como hombre de izquierdas.

COMO MUESTRAN ALGUNAS de las cartas de épocas posteriores, con el tiempo, la vida de Norman se hizo menos tumultuosa. Sus 35 años de matrimonio con Norris Church fueron felices y duraron hasta su muerte, y Norman y Norris vivieron rodeados de sus nueve hijos y la familia de su hermana Barbara. Ahora bien, hasta el final, la musa de Norman fue Estados Unidos. Siempre siguió tratando de capturarlo, retenerlo, poseerlo, interpretarlo, alcanzar su oscuridad y su luz de mil formas diferentes, como un niño que intentara correr sin parar para rodear con sus brazos una estrella fugaz.

Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

A Beatrice Mailer (*)

8 de agosto de 1945

Cariñito:

La noticia de la bomba atómica ha dado más que hablar aquí que la de la victoria en Europa, y tanto como la muerte del presidente Roosevelt. Me siento muy confuso sobre el tema (escribo estas líneas justo después del primer comunicado escueto. No sé lo que han hecho). Ahora comprendo cómo afectan los vínculos del interés a las ideas. Una buena parte de mí aprueba cualquier cosa que acorte la guerra y me devuelva antes a casa, y eso va muchas veces en contra de principios anteriores, más esenciales. Por ejemplo, confío en que se apruebe el llamamiento a filas en tiempo de paz, porque, si no, la desmovilización será angustiosamente lenta. Es en ese mismo sentido en el que apruebo un instrumento que mata en condiciones óptimas a mucha gente en un instante.

Pero, la verdad, qué perspectiva tan aterradora es ésta. Siempre hemos hablado de que la humanidad se iba a destruir, pero ahora parece una cosa tan cercana, cuestión de décadas, de un número de bombas que pueden contarse fácilmente. Este asunto de la explosión del átomo será el preludio de la victoria definitiva de la máquina. Nunca había sido más que una serie de cálculos entretenidos en la física que estudié, un sueño remotamente alcanzable y, aun así, terrible, porque la energía atómica en una masa del tamaño de un guisante basta para mover una locomotora un montón de veces alrededor de la Tierra. Creo que nuestra era representará el final de conceptos como la voluntad del hombre y la determinación del poder por parte de las masas. El mundo estará controlado por unos cuantos hombres, políticos y técnicos, los hombres de Spengler en la tardocivilización occidental-europeo-norteamericana. Y, por más que me estimule, no soy nada spengleriano. Ante la alternativa de hacer lo necesario o no hacer nada, prefiero nada, si lo necesario es desagradable.

Verdaderamente, querida, el panorama es espantoso. Habrá otra guerra, si no en veinte años, en cincuenta, y, si sobrevive la mitad de la humanidad, ¿qué pasará con la siguiente guerra? Creo que, para sobrevivir, las ciudades del futuro se construirán a más de un kilómetro bajo tierra. De esa forma, el hombre habrá escapado a su legado animal: los insectos ya no le molestarán y, como Scarr en búsqueda del cielo, habrá descendido mil brazas hacia el infierno.

Ya sabes que me estoy volviendo tan enfermizo respecto a las máquinas como mi madre lo es respecto a Jack Maher. (En mi vida exterior, eso se refleja en cosas como haber rechazado un trabajo de chófer de un jeep, uno de los vehículos de reconocimiento, para asombro e indignación de todos).

Y siento desprecio hacia marineros y aviadores. ¿Qué saben verdaderamente de la guerra? En cierto modo, los marineros con los que hablé en el buque que nos trajo aquí parecían muy ingenuos. Les caían mal los hombres hoscos, heridos y huraños a los que transportaban. Cuando oían hablar del barro, las náuseas y el horror, chasqueaban la lengua con simpatía, pero sin comprender nada. ¿Qué sabían ellos (en palabras de Gwaltney) del trabajo, la miseria y la muerte? La suya es una vida rutinaria y sin sorpresas, llena de la esclavitud y las ventajas de servir a una máquina. Cuando les llega la muerte es como un trueno repentino, por obra de la naturaleza. No tienen ninguna intimidad con ella y, por consiguiente, sus repercusiones supremas tienen un carácter de pesadilla y son tan irreales como los desastres en tiempo de paz. No pueden comprenderlo porque la máquina es algo tan engañoso, tan benigno durante mucho tiempo, que se olvidan de que tiene un fusible. No han experimentado la muerte como suceso cotidiano, como constante emocional aproximadamente de la misma intensidad que abrir la lata de una ración fría de carne grasienta cuando a uno le arde y le molesta el estómago por haber recorrido demasiadas colinas bajo un sol húmedo y cruel. No conocen la fatiga que hace que uno pise un cadáver de tres semanas porque no tiene fuerzas para sortearlo. Y los aviadores son como los marineros. Ellos también luchan de manera abstracta, en un fluido abstracto. Sus vidas también son cómodas, solitarias y pendientes de un sexo que no tienen, y también para ellos la muerte es un trueno devastador e incomprensible. Son vidas en las que el peor olor es el de la gasolina, el metal, el aceite lubricante. No saben que las letrinas, los cuerpos y los pantanos son difíciles de distinguir.

Y ver cómo personifican sus máquinas me da náuseas. Es el sustituto de la soledad y las ganas de sexo, pero también es aterrador. Hemos llegado a un punto en el que amamos las máquinas y odiamos a las mujeres. El siguiente paso es la adoración religiosa, y la bomba atómica parece la deidad suprema, la línea de entelequia definitiva.

Hay poco amor en ésta, pero esta noche tengo el alma un poco enferma. Cuanto más pienso en estas cosas, más aterradoras me parecen. Qué combinación puede derrotar a la aleación de mecanismo y sentimentalismo.

Te necesito en mis brazos esta noche.

Te quiero,

Norman

A Lewis Allen (**)

30 de abril de 1954

Querido Lew:

Bueno, al final tengo prácticamente acabada mi novela. He terminado de escribir y, después de una semana de comprimir frases y pulir un poco más, estaré listo para pasarla a máquina. Así que, de aquí a un mes, creo que podré enviársela a Rinehart y empezar a pensar en qué demonios va a ser el tema de la siguiente novela. Por cierto, no le he dado el empujón extra con el que soñaba. [...]

Anoche hubo una fiesta en casa de Styron, y todos nos emborrachamos y decidimos enviar un telegrama a Joe McCarthy. Decía así:

QUERIDO JOE. NOS CAES BIEN, PERO, POR FAVOR, ¡DEJA DE HURGAR EN LA MIERDA!

VANCE BOURJAILY

JAMES JONES

NORMAN MAILER

JOHN PHILLIPS

WILLIAM STYRON.

A pesar de nuestra hilaridad y nuestra borrachera, creo que, en el fondo, nos quedamos un poco espantados. Es exactamente el tipo de cosa por el que uno acaba en un campo de concentración tres años después. En fin, hay muchas otras razones que puedo utilizar para ir. Tuyo, Lew,

Norm

A Jean Malaquais (*)

13 de octubre de 1956

Querido Jean:

He tardado demasiado en contestar tu carta, teniendo en cuenta todo lo que disfruté con ella, pero, querido amigo, he tenido excusas. Y lo mejor es que las presente cuanto antes. Para empezar, la búsqueda de vivienda en Nueva York se volvió cada vez más descorazonadora, precios altos, preocupaciones, etcétera, y por debajo de todo lo principal, el sentimiento creciente, tanto en Adele como en mí, de que estábamos hartos de Nueva York. Es curioso, pero, después de tantos años aquí, tengo muy pocos amigos, en parte por mi culpa y en parte, de forma peculiar, por culpa de mi inconformismo. Lo digo de verdad. Es una peculiaridad de ser radical; pasan los años y, quién lo iba a decir, llega un momento en el que ya no hay llamadas de teléfono de los amigos situados en las capas más altas de la sociedad. Creo sencillamente que uno se convierte en un lujo como amigo y, si no te quieren verdaderamente mucho -que no es el caso con ninguna de mis amistades sociales-, poco a poco te apartan de sus órbitas de circulación. Y luego, además, estaba harto de Nueva York propiamente dicha, esta ciudad desesperadamente competitiva e inhumana con su violencia, su frialdad, su agresión eléctrica a los nervios -tal vez me estoy volviendo mayor-; en cualquier caso, fuimos al campo, a Connecticut, a visitar a unos amigos, y encontramos una casa que nos gustó mucho, y ahora estamos comprándola. Es una casa grande con 20 hectáreas de tierra, un prado muy hermoso, un poco parecido a Vermont, pero suave y civilizado, un lugar apropiado para un viejo, pero hacia eso es hacia lo que se inclinan mis gustos. Desde luego, como todas las cosas bellas, era cara y, si llegara una depresión en los próximos años, me encontraré con un gran elefante blanco entre las manos.

En cualquier caso, eso fue hace un par de semanas y, poco después de hacer la oferta de compra, estaba paseando a los perros (nuestros dos grandes caniches) a última hora de una noche de sábado o, para ser más técnicos, a primera hora de la mañana del domingo -era la una-, cuando los perros se detuvieron a olisquear cerca de tres matones que merodeaban ante un portal. Uno de ellos hizo una broma de mal gusto, los otros se rieron, y yo, que debo de tener un ramalazo de locura, le pregunté qué había dicho. Entonces él me insultó, comenzamos una discusión verbal, me dijo que me fuera, yo estaba asustado pero me negué, y, por fin, nos peleamos. Seguramente yo habría ganado, porque, créeme, era más fuerte que el matón -que era alto, pero pesaba menos que yo, y tenía unos 21 años-, como digo, creo que habría ganado, pero empezó a sacarme los ojos con los dedos, y de forma muy profesional, la verdad. Me lo quité de encima lo mejor que pude, peleamos un poco más, volvió a agarrarme y volvió a atacarme los ojos. En ese momento salió una masa de gente -una banda- de una de las casas (estábamos peleando en la acera) y un personaje enorme y brutal me golpeó y me dijo: "¿Tienes suficiente?".

Claro que tenía suficiente. Casi no podía ver, los ojos me sangraban, y ya me veía muriendo de una paliza. Así que asentí, impotente, y murmuré varias veces: "Sí, tengo suficiente, tengo suficiente, tengo suficiente", recuperé a los perros que otro matón, irónicamente, había estado guardando durante la pelea, y me fui arrastrando los pies. Lo que hace que la historia no sea completamente inhumana es que dos hombres de color, miembros de la banda, me siguieron. Me alcanzaron al llegar a la esquina. A esas alturas ya no me importaba nada, así que, seguramente por eso, no me dieron miedo. Sentía que, si iban a atacarme, podía darme por muerto. Quizá fue eso, no sé, pero el caso es que uno de los tipos de color dijo: "No te han dado una pelea justa, tío". Y eso, en cierto modo, me animó durante los días siguientes, cada vez que me acordaba.

Pero las consecuencias fueron malas. El ojo izquierdo me dolía bastante, y tuve un punto ciego en mitad de mi campo de visión durante varios días, y hube de permanecer en una habitación oscura durante casi una semana. Todavía ahora se me cansa la vista, y seguramente tardaré un mes en superar eso. Cuánto me alegro de haber comprado la casa antes de que sucediera esto, porque, si no, siempre habría tenido la sensación de que estaba huyendo de Nueva York en un ataque de pánico.

En cualquier caso, he estado demasiado deprimido para escribirte durante una temporada, y esto es lo que ha pasado. No lo cuentes mucho por ahí, porque a mis padres les dije que tenía una infección en los ojos, y no me gustaría que llegase algún rumor a los periódicos. Lo que está claro es que la experiencia confirmó el sentimiento cada vez más intenso que tengo de que hay una barbarie que está muy cerca de la superficie en Estados Unidos -no tienes ni idea de lo horrible que está volviéndose este país-, es intangible, pero tengo el fuerte sentimiento de que casi ninguna de las personas a las que conozco desde hace años está madurando, sino deteriorándose y cayendo en el odio, el odio a sí misma y una especie de vida constante con la conciencia de la muerte. Para que luego hablen de nuestra bombita atómica. [...]

En otro orden de cosas, Adele está deslumbrante. Nunca la he visto más bella, y tiene cada vez más aplomo. Es algo encantador para mí, porque siento que he sido positivo para una persona en este mundo, y eso me alegra.

En cuanto a la casa, tienes un lugar en el que dormir mientras sea nuestra, y me gustaría que estuvieras aquí, porque os echamos de menos a Galy y a ti. Sobre la cámara, tendrás que esperar a mi próxima carta. He sido poco aplicado en ese aspecto. Perdóname.

Con cariño de un guerrero a otro,

Norman

A la Sra. de John F. Kennedy (*)

3 de noviembre de 1960

Querida Sra. Kennedy:

Fue muy amable por su parte enviarme la carta, y le doy las gracias por ella. De vez en cuando, cuando pienso en la posibilidad de viajar a otro siglo, me inclino por el XVIII, en Francia, las tres últimas décadas, y la primera del XIX, supongo. Pero no sé si me irían muy bien las cosas allí. Si, por casualidad, nos vemos en Hyannisport el próximo año, podríamos hablar de ello. Sospecho que usted sabe del tema más que yo. Mi competencia se vuelve inexperiencia en cuanto paso de las obras del Marqués de Sade. He ahí un hombre del que me gustaría escribir una biografía cuando yo esté muerto sin remedio. Quizá podría dar una o dos pistas sobre el peculiar pero sólido sentido del honor del personaje.

Mientras tanto, permítame expresar mi deseo de estar equivocado en mi miedo a la noche del 7 de noviembre. No estoy de acuerdo con su marido respecto a Cuba, creo que se dispone a cometer un grave error, pero votaré por él, de todas formas. Creo que es más importante que nunca que gane él. Es sólo que he perdido ya gran parte del placer de emitir el voto...

Atentamente, querida señora,

Norman Mailer

A Mickey Knox (**)

17 de diciembre de 1963

Querido Mickey:

La cosa de Kennedy afectó mucho aquí. Las mujeres lloraban por la calle (sobre todo, mujeres atractivas), muchos negros de mediana edad tenían aspecto triste y preocupado, y todos nos sentamos en medio de una atmósfera de pesimismo a ver la televisión durante las setenta y dos horas siguientes. En conjunto, tuvo mucho en común con otros dos acontecimientos: el día de Pearl Harbor y la muerte de Roosevelt. Y lo de Ruby y Oswald fue el remate. No me he sentido con ganas de escribir ni una sola palabra sobre todo esto, he estado demasiado jodido y deprimido. En mi opinión, la mayor pérdida ha sido una pérdida cultural. Quisiera o no, Kennedy estaba dando gran impulso a las artes, no porque Jackie Kennedy invitase a Richard Wilbur a la Casa Blanca, sino porque, de algún modo, la tapa se había abierto, y ahora temo que vuelva a cerrarse de golpe.

En cuanto a Oswald y Ruby, no sé qué pasó, pero no tengo ninguna seguridad de que lo sepamos alguna vez. Me gustaría creer que el FBI tuvo una mano siniestra en todo esto, pero, no sé por qué, lo dudo. Sospecho que la verdad es que dos tipos solitarios, por su cuenta y riesgo, pusieron palos en las ruedas hasta un punto como no había hecho nadie antes, y lo que nos ha quedado ahora es un lío, un lío miserable.

El libro [Un sueño americano], por supuesto, ha quedado apartado en medio de todo esto, una más del millón de víctimas secundarias. Cuando Kennedy estaba vivo era un buen libro, pero, con él muerto, no es más que una curiosidad, y su tono resulta algo irritante. Ni siquiera lo echo en falta, curiosamente.

Respecto a la película, ha habido una sorprendente falta de interés, y no ha picado nadie. Creo que, si alguien tuviera cinco o diez millones de dólares, podría ser un gran filme. Pero me da la impresión de que nadie va a comprarla hasta que lleven al cine alguna otra cosa que escriba y ésa gane mucho dinero. Lo malo es que no es el tipo de historia que puede rodar un productor independiente con poco presupuesto, porque, para que tenga éxito, necesitaría un tratamiento épico.

Lo cual trae a colación, en cierto modo, tu comentario de "aventurero intelectual". Se me había olvidado que lo habías dicho, pero tu mención me lo ha recordado, salvo que tú lo citas de forma completamente distinta, con un tono aprobador. El personaje del entorno de Kennedy que lo dijo, desde luego, empleó el término con desprecio. [...]

Las cosas aquí están tranquilas. Mucho trabajo para mí, y después más trabajo. Sigo dándole duro a la serie por entregas y ya he terminado la tercera. Es un libro bastante bueno hasta ahora, pero espero y ruego poder mantener el nivel, porque la tensión es tremenda. Es como ser un viejo profesional y disputar un combate en ocho asaltos cuando uno no está en su mejor forma. En cualquier caso, si puedo conseguirlo, el año que viene debería ser más relajado.

Siento muchísimo que te fueras cuando te fuiste. Siempre nos cuesta un par de semanas encontrarnos a gusto uno con otro y esta vez fue una verdadera lástima, porque creo que estamos llegando a un punto en nuestras vidas en el que nuestros respectivos oídos son cada vez mejores y podemos escuchar con más atención lo que dice el otro. Lo que me has dejado entrever de Yugoslavia es fascinante y, si tienes ocasión, hazme saber algo de tus impresiones.

Con cariño,

Norman

A Marvin Gorson (***)

11 de abril de 1968

Querido Marvin:

He tardado mucho en contestar, pero estaba trabajando en mi segunda película, Bust 80, cuando llegó tu carta, y desde entonces he estado haciendo todo lo posible para ganar algo de dinero porque me he arruinado haciendo estas dos películas. En cualquier caso, no creo que vaya a aceptar tu amable invitación a convertirme en el filósofo residente del Partido por la Paz y la Libertad, por dos de las mejores razones posibles. No acabo de tener las ideas claras sobre una postura política coherente. Como quizá sepas o no, soy un conservador de izquierdas, que implica contradicciones como estar en contra de la renovación urbana, pero, por otra parte, no estar necesariamente a favor de la legalización de la marihuana. Puede que acabe teniendo que defender la legalización de la marihuana. Puede que acabe teniendo que defenderla si la policía continúa acosando a la gente y haciendo detenciones innecesarias, pero, pese a todo, prefiero que sea ilegal, porque le da algo de picante al hecho de fumarla y nos evita que las empresas puedan meter vitaminas en una marihuana híbrida, de cultivo hidropónico y con filtro. Para no hablar de todos los anuncios psicodélicos que nos ahorramos. Además, no estoy tan seguro de que McCarthy y Kennedy sean indistintos de Humphrey, que, por lo menos, debería pagar el precio de su compromiso total con la guerra en Vietnam. Está muy bien decir que no hay diferencias entre Kennedy y Johnson, pero no estoy nada seguro de estar de acuerdo. No se trata tanto de lo que le pase por la cabeza a Kennedy como de que tendremos un país completamente distinto si se convierte en presidente un hombre que lleva el pelo como lo lleva él. En cualquier caso, esta carta llega después de una conversación que tuve ayer con Barbara en la que se mostró naturalmente disgustada a propósito de Eldridge Cleaver. De modo que adjunto una declaración que puedes utilizar en defensa de Cleaver, aunque es posible que, si salta la noticia, llame a Barbara y le dicte el contenido a ella. En cualquier caso, por ahora, te deseo lo mejor y te doy muchas gracias por el placer de leer tu magnífica crítica de ¿Por qué estamos en Vietnam?

Atentamente,

Norman

A Mary Bancroft (*)

18 de octubre de 1976

Querida Mary:

... Me resulta difícil sentir la misma pasión que tú a propósito de Carter, porque no tengo más que pensar en Ford o, que Dios me perdone, Reagan, para preguntarme cómo es posible que una conservadora que se precie como tú pueda volver a pensar una vez más en meter la cuchara en esa olla repugnante. Sí, creo que Carter es increíblemente ambiguo y que podría ser el diablo y que, desde luego, podría haberme engañado, y que no hay duda de que los demócratas nos llevarán a la guerra antes que los republicanos, y sí, que podría estar cometiendo el mayor error de mi vida, pero lo único que podría decirte es que, con los años, he aprendido a ser cada vez más simple. He decidido que, después de todo, no es casualidad que, después de conocer a alguien, me guste o no. Todo lo que me ha ocurrido desde mi perspectiva de los cincuenta y tres años ha dependido de mi juicio. Y cuando conocí a Carter, me gustó de verdad, me dejó una buena sensación. No hay muchas personas que me la den.

Como esa parte, para mí, es indiscutible, tengo que reconocer que, si es el diablo, yo también, y tuve esa buena sensación de camaradería que sienten los diablos cuando se encuentran en lugares elevados y secretos. Pero en cuanto a Ford, Reagan, Dole y el resto de la nave pirata, Mary, son de vómito. Son horribles. ¿No ves lo que le han hecho a este país? Johnson fue una trágica monstruosidad que nos metió en Vietnam diez veces más que Kennedy, estoy de acuerdo. Pero lo que hizo Nixon al no sacarnos durante cuatro largos años es incalificable, y lo que hacen Ford y Reagan respecto a la economía, que está dirigida por los tipos que se pasean en carritos de golf, oh, cuánta corrupción; oh, cuánto lodo; oh, te echo de menos. Dios mío, cómo te echo de menos. Mary, ¿por qué no voy nunca a verte?...

Te quiere,

Norman

A Sal Cetrano (**)

28 de enero de 1985

Querido Sal:

Con el trabajo añadido, no, con la carga del Congreso del PEN, que ha supuesto una nueva avalancha de correo, llevo como un mes de retraso, y ahora veo tu carta del 24 de diciembre, que me es imposible responder como es debido, primero, porque tu prosa es tan rica que tendría que sentarme a tratar de averiguar exactamente lo que quieres decir, y segundo, porque no tengo tiempo. Pero, si puedo adivinar lo que indicas, creo que estás cayendo en la trampa que nos tienden con la Unión Soviética. Es un sitio horroroso; es como Estados Unidos tras 50 años de depresión económica, gobernado por una mezcla de exaltados de West Point y gánsteres de la Mafia. La verdad es que, incluso en un mundo tan horrible, siempre habrá camarillas y facciones, y unas serán mejores que otras. Creo que fueron los guardianes y los escritorzuelos de pacotilla los que generaron toda la reacción negativa sobre Bonner y Sajarov, y tipos como tú y como yo dentro del aparato soviético se quejaron y gruñeron del mismo modo que yo gruño y me quejo cuando Reagan empieza a hablar del gran tanto en favor de la libertad que obtuvo cuando invadió Granada. El error que no hay que cometer jamás es pensar que Rusia es monolítica. No lo es. Es un lugar deprimido, triste, opresivo, pero está desgarrado por las distintas facciones, y todavía queda alguna esperanza. Si la guerra fría pudiera acabar, su situación económica podría empezar a mejorar, porque, por el momento, todos los buenos ingenieros están dedicados a los cohetes. Cuando empiece a mejorar su nivel de vida, aunque sólo sea un poco comparado con el nuestro, seguro que se arma la de Dios. Pero no caigas en la trampa de creerte una información de prensa a pies juntillas. Eso es lo que quieren que hagamos.

Me encantó verte en Strawhead, y me alegro de que la obra más o menos te gustara. Estamos como un equipo de baloncesto en la primera semana de partidos de exhibición. Es más, la semejanza entre los actores y los deportistas no deja nunca de asombrarme. Si son buenos, cuanto mejores son, más se esfuerzan. Resulta bastante tranquilizador.

Por ahora, saludos,

Norman

P. S. Escribes prosa como un buen poeta. A los buenos poetas normalmente es difícil seguirles su prosa.

A Richard Stratton (***)

principios de enero de 1987

Querido Rick:

Norris y yo fuimos a Moscú invitados a esa conferencia que convocó Gorbachov. Rick, te lo aseguro, es increíble: allí está pasando algo. Es como un oso, viejo, maloliente, herido, obeso, enredado en sus propias corrupciones, y que tiene una mirada concreta: quiere volver al circo, quiere ser un oso entrenado y recibir aplausos, y que todos los demás animales le rindan homenaje. Es una forma demasiado fantasiosa de decirlo, pero la verdad es que supongo que llevo dándole vueltas a Rusia desde que se publicó Los desnudos y los muertos, porque viví la misma experiencia que tantos de mi generación, de pensar que los rusos eran estupendos durante la guerra mundial y respetar a su ejército y su infantería como sólo podía hacerlo alguien de infantería de Estados Unidos, y sus sacrificios de guerra, y luego sumergirme de cabeza en la guerra fría con un vuelco total de todas las señales. A partir de ahí no volví a confiar en nadie, ni siquiera en los rusos, cuando llegué a Lenin sobre el estalinismo y los verdaderos horrores que hay allí. Hay una diferencia entre los rusos y los americanos, y es crucial: en Estados Unidos vamos siempre por delante de nuestra culpa. Nos mantenemos por delante gracias a la técnica, a todo lo que se pone de moda. Nos analizamos, nos tranquilizamos y robotizamos, nos llenamos de nouvelle cuisine, nos volvemos yuppies, nos mantenemos por delante de nuestra ansiedad y nuestro gran sentimiento de culpa, y así somos capaces de eludir la cuestión. Los rusos, no. Están enfangados en su culpa, y hay muy pocos rusos que no tengan mala conciencia porque la historia de aquel país, durante 30 años, exigió que cada uno traicionara a sus amigos, no abiertamente, quizá, pero sí mediante actos de omisión, no ayudando a amigos que estaban perseguidos por las autoridades. Y la propia autoridad mantenía las cosas paralizadas por su enorme mala conciencia. Los rusos, en mi opinión, viven más próximos a su alma que nosotros, porque son culpables, y no puedo decirte cuánto me conmueve que desde las altas instancias de la burocracia haya surgido este reconocimiento de que tienen que cambiar y tener un gobierno más humano. Te lo aseguro, Rick, si yo fuera de los que rezan, incluso pediría que baje desde arriba la buena voluntad necesaria para ayudar a esa cosa increíble que está intentando Gorbachov en Rusia, y, hermano, cómo me compenetro con él. Podría salir todo mal con tanta facilidad, pero, si sale bien, este país, nuestro país, Estados Unidos, tendrá que renunciar a gran parte de sus tonterías y, si el comunismo se vuelve democracia, hacerse a la idea de que nuestros propios establos están desbordados. Y de que la mierda de caballo nos llega ya a la nariz. En fin, ya veremos.

Tres saludos,

Norman

A Don DeLillo (*)

25 de agosto de 1988

Querido Don:

Qué libro tan magnífico. Tengo que decirte que lo he leído contra corriente. Estoy con una novela espantosamente larga sobre la CIA y, por supuesto, se solapa lo suficiente como para decir: "Este hijo de puta está tocando la misma música que yo", pero me impresionó, me impresionó mucho, algo que pocas cosas consiguen. Creo que seguimos escribiendo gracias a que nunca dejamos que nos toquen el centro de nuestra vanidad si podemos evitarlo, pero esta vez no lo conseguí. Una actuación de virtuoso, todo el libro, y, lo que es más, creo que estás llevando a cabo una tarea de la que todos nos hemos olvidado, que es la de transformar las obsesiones de Estados Unidos -esos agujeros negros en el espacio- en mantras con los que podamos vivir. Lo que nos has dado [es] una visión comprensible y creíble de cómo era Oswald y cómo era Ruby, lo que podría haber sucedido. Que luego la historia te quite o no la razón es casi lo de menos: lo que cuenta es que has devuelto a la vida un lugar en nuestra imaginación que ha sobrevivido todos estos años como tierra quemada, es decir, a duras penas. Qué poco frecuente es que una novela nos ofrezca un propósito tan profundo, y te juro, Don, que te aplaudo por ello.

Saludos,

Norman

A Sal Cetrano (*)

28 de marzo de 1999

Querido Sal:

Nunca hemos hablado sobre el hecho de que eres republicano, porque las pocas veces que hemos tenido la suerte de compartir mesa, ¿quién va a querer sacar eso a colación? Sólo voy a decir -y todavía no he escrito sobre este tema- que, mientras los demócratas, y en primer lugar Clinton, me repugnan con lo que llamo su "política de boutique" -un poco aquí, un poco allá, y todo servido con grandes dosis de gilipollez por encima-, los republicanos son una monstruosidad psicótica. Por un lado, son Dios, bandera y familia -aunque pocos de ellos reconocerían a Jesucristo si estuviera haciendo pis en el retrete de al lado-, y un número asombroso no ha servido jamás en las fuerzas armadas ni ha oído una bala, y, como políticos, engañan como conejos a sus esposas y sus familias. Pero da igual, ¿de qué sirve ser político si uno no puede ganarse la vida siendo un hipócrita?

Lo que quiero decir es esto: el Partido Republicano es esquizofrénico; por un lado, son, como digo, Dios, bandera y familia, pero, por otro, están a favor de la expansión descontrolada del capitalismo y, por tanto, se olvidan de algo que tal vez es importante aún para ti, que es que Jesús, como Karl Marx, pensaba que el dinero impide que pasen todos los demás valores. Y es verdad. Si el país está viniéndose abajo, y lo está, creo que podría trazarse un gráfico del declive en paralelo al ascenso del Dow Jones: cuanto más alto el Dow, más bajos los demás criterios. El dinero destruye todos los demás valores. Puedo incluso respetar a los republicanos de derechas por tener sus criterios, como los tienen, pero nunca atacan el capitalismo, que, descontrolado, es el peor azote de los valores humanos que tenemos hoy.

Quizá hubo una época en la que el comunismo era un azote peor, pero ahora llevamos nosotros la delantera, y te sugiero que trates de vivir sabiendo que tu partido preferido está paralizado en sus centros morales. Si es así, ¿por qué esperar más de tus chicos negros? Quizá nunca sepan de qué hablas.

En cuanto a Clinton, que se ocupe de él el cielo. Su delito no es que tuvo un lío en la Casa Blanca -al fin y al cabo, uno llega a tener éxito como político a base de dar satisfacción a la carne y, al cabo de un tiempo, es como una comida para un hambriento, y no veo a Hillary sirviendo comida a nadie salvo en un comedor de beneficencia-, sino que terminó con el sistema de prestaciones sociales "que conocemos" sin poner fin al sistema de prestaciones sociales que no conocemos, es decir, movido por empresas. En mi opinión, es una monstruosidad ahorrar dinero a base de sermonear a los pobres y lamer el culo a los ricos. Como dice la vieja canción, "eso no es saludable". Perdona por esta diatriba que no tiene la elocuencia de tu espléndida carta, pero me pillas en uno de esos días en los que estoy intentando contestar 50 cartas desde mediodía hasta el atardecer.

Saludos, viejo amigo,

Norman

A Emmerich Kusztrich (*)

26 de enero de 2005

Querido Imre:

Qué atento fuiste al mandarme el artículo sobre la artritis de las rodillas. Veo que, a medida que pasa el tiempo, puedo vivir cada vez más cómodo con la enfermedad. Andar con dos bastones -y no lo digo como gracia- es hasta divertido una vez que has aprendido sus dimensiones. Su mayor placer es que puedes hacerte la ilusión de que estás haciendo esquí de fondo, y eso es muy divertido. Además, nunca tienes que permanecer de pie mucho rato; siempre hay alguien que te ofrece el asiento.

Sans façons, confío en volver a Alemania en algún momento del año que viene y estoy deseando veros otra vez a Gertrud y a ti; entonces podremos hablar sobre la operación. No siento gran necesidad de ello en estos momentos, pero estas cosas cambian con el tiempo. Será una de las cien cosas sobre las que podemos hablar. Leí el recorte que me enviaste del Financial Times y es desalentador. No sé hacia dónde nos encaminamos. En el siglo XX era el terror de que una guerra nuclear fuera a hacernos volar a todos. Pero parece surrealista. Ahora, en el XXI, está presente en muchos la sombría idea de que no se sabe si llegaremos o no al final de este siglo en nuestra condición actual. A mi edad no importa mucho, pero tengo nueve hijos y unos cuantos nietos, y la perspectiva no es precisamente prometedora para ellos.

Perdóname por esta visita al catastrofismo. Me temo que me he dejado llevar. Pero también quiero decir lo que ya he dicho otras veces: nos conocemos muy poco y, sin embargo, somos buenos amigos. Es una cosa muy agradable. Saludos a ti y a Gertrude... y, ¿me atreveré a decirlo?, un poco de cariño.

Norman

© 2008, The Norman Mailer Estate Traducción de María Luisa Rodríguez Tapia

Norman Mailer en 1946.
Norman Mailer en 1946.

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