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EXTRAVÍOS
Columna
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Mapa

El joven artista francés Jed Martin decidió titular su primera exposición individual con el eslogan "el mapa es más interesante que el territorio", algo perfectamente congruente con el contenido de la misma, pues consistía en una serie de reproducciones fotográficas ampliadas de fragmentos de la famosa guía Michelin, donde cartográficamente se desmenuza, departamento por departamento, la información de las rutas que enlazan todas las poblaciones y cuantas peculiaridades geográficas y culturales de interés se pueden hallar en y entre ellas. Como él mismo razonó, lo fascinante de estos aparentemente inocuos mapas de carreteras era no sólo ese tremendo caudal de información variopinta que sintéticamente contenían, para lo cual era preciso aplicar los más sofisticados avances científico-técnicos, ni tampoco la belleza en sí de su diseño, sino lo que dejaban traslucir de palpitante vida animal subyacente. No en balde, Jed Martin, que logró convertirse en uno de los artistas más importantes y cotizados de la Europa de las últimas décadas, pudo explicar retrospectivamente que su concepción artística se había basado en "la producción de representaciones del mundo en las cuales la gente, sin embargo, no debería vivir en absoluto".

No sé por qué le ocurrió a Michel Houellebecq, autor de la novela El mapa y el territorio (Anagrama), de la que Jed Martin es el protagonista, esta paradoja de usar un mapa -o ahora un GPS- precisamente para evitar ponerse en marcha, pero me temo que sea fruto de su fatal convicción de que ya estamos encerrados en una cárcel virtual. En sentido contrario, el perverso Jorge Luis Borges fabuló una historia de un cartógrafo de tan monomaniática precisión que acabó diseñando un mapa de un país a escala real, con el resultado de que, al cabo del tiempo, en algunos lugares remotos y poco frecuentados de aquel lugar, se seguían encontrando retazos sueltos de ese increíble facsímil, claro que entonces el mundo no cabía en un portátil electrónico, donde toda la información procesada se puede verificar mejor que vivificar.

Pero Houellebecq no se ciñe sólo a este decisivo aspecto anecdótico para describir, en su muy bien urdida ficción, la impremeditada triunfante carrera de Jed Martin, que, por otra parte, responde a la perfección al patrón de cualquier artista visual de hoy, porque lo que le interesa es relatar la profunda y desconcertada soledad testimonial que embarga a cualquier creador actual, como, por ejemplo, para empezar, la de él mismo. Pues ¿qué sentido tiene imaginar lo que pasa en un mundo imaginario, en un mundo abducido por imágenes controladas, siempre, en efecto, más interesantes que la traumática y desilusionante realidad?

En cualquier caso, imagina Houellebecq su propia muerte por un cruento asesinato a manos de un psicópata, que disecciona su cadáver y el de su perro, logrando con los restos dispersos de ambos un macabro cuadro lo más parecido a una tela de Jackson Pollock, aunque al final la policía logre identificar al criminal gracias a un retrato robado del escritor que Jed Martin le hizo a partir de fotografías. Por lo demás, quien quiera visitar la tumba del escritor no tiene más que visitar el cementerio de Montparnasse donde está su tumba, eso sí, dadas las dimensiones del camposanto, sin dejar de consultar el mapa.

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