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Columna
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Medio hombre, media mujer y todo el horror

Robert Capa era medio hombre y media mujer, a veces un solo artista y a veces dos distintos. El 50% del fotógrafo al que conocemos por ese nombre falso se llamaba en realidad Ernö Friedmann, no era norteamericano como hizo creer a muchos, sino húngaro, y esa identidad se la inventaron él y su novia, la alemana Gerda Taro, nada más conocerse en Francia, donde los dos habían ido huyendo del nazismo, para lograr vender sus obras con menos problemas: todo es más fácil cuando te avala Estados Unidos. El seudónimo fue un atajo para ellos, pero es un laberinto para nosotros, porque hace prácticamente imposible descubrir quién de los dos tomó algunas de sus imágenes más famosas, por ejemplo la del miliciano abatido en Córdoba durante la guerra civil española, que mientras cae no puede responder a tantas preguntas: ¿Esta escena es real o fue un montaje? ¿Eres el anarquista que dicen que fuiste o eres otra persona? ¿Quién disparó su cámara, Gerda o Ernö? Todo eso es interesante, pero no importante: en la literatura y en cualquier otro tipo de arte que merezca la pena, lo que importa no es lo que las cosas son, sino lo que simbolizan, y esa ley sirve para las fotos de los Capa y para el Guernica, del que a nadie se le ocurriría preguntar a qué especie pertenecía el toro que pintó Picasso o si lo que hay en el centro del óleo es una yegua o un caballo.

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La guerra escondida en la maleta

Lo trascendente del trabajo que Gerda y Ernö llevaron a cabo en España no son los personajes, sino el drama, y el hecho de que aquellos sean por lo general seres anónimos le da una dimensión mayor a la obra que tuvieron que interpretar a la fuerza: al mirarlos, no vemos a un héroe, sino el valor; no vemos un cadáver, sino la muerte; no vemos a unos vencidos, sino la derrota. Las secuencias de esa derrota que se conocían y las que han aparecido en la célebre maleta de Robert Capa que se encontró hace un par de años y que contenía numerosos negativos de instantáneas tomadas mientras se producía la retirada del ejército republicano muestran una desolación que, como la célebre navaja de Luis Buñuel, corta por la mitad los ojos de quien las observa. Es difícil retratar con tanta profundidad el abatimiento y la desesperanza, y si Ernö lo consiguió, indudablemente a solas porque para entonces él ya era todo Robert Capa, tal vez fuera porque aquel dolor de otros era su autobiografía: Gerda había muerto en el frente de batalla, en julio de 1937, al caer de un coche desde el que fotografiaba a las tropas y ser arrollada por un tanque.

El Guernica no es un cuadro sobre un solo bombardeo y una sola ciudad, ni las fotografías de Robert Capa hablan de un solo ejército vencido y de una sola huída. Lo que las hace únicas es que son nada más que un ejemplo, porque su poder es el de representar el horror de todas las guerras. La madre con la maleta al hombro y el niño agarrado de la falda; la que mira al cielo temiendo que lluevan las balas; la que llora vestida de negro al marido muerto en medio de la calle; los chicos que juegan a fusilar a otros chicos y en este caso los miles de prófugos en busca de una frontera que los salvase de los asesinos… No necesitamos saber sus nombres y sus apellidos, ni si los fotografió un hombre, una mujer o las dos cosas. Son los perdedores, pero sobre todo son la pérdida. En sus rostros se puede leer todo lo que les ha pasado y todo lo que les espera.

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