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Reportaje:PURO TEATRO

Un 'Misántropo' casi redondo

Marcos Ordóñez

Un clásico es toda obra pretérita que parece escrita anteayer: por la profundidad de su observación, la pervivencia de su diagnóstico y la claridad y frescura de su estilo. El misántropo es un clásico. Y la pieza maestra de su autor, exaequo con Don Juan. Nada ha envejecido en esta comedia. Cuando se hace en su alejandrino original te olvidas de que estás oyendo verso, al mismo tiempo que disfrutas de su ingenio y su musicalidad. Cuando se monta en una excelente versión en prosa, como la que ha hecho en catalán Sergi Belbel, las ideas, los diálogos y las estocadas danzan y centellean como peces río abajo. También llama la atención la doble valentía de Molière ajustando cuentas con su época y con lo peor de su carácter. Es un texto que anticipa (en su amargura, en su violencia) los dameros malditos de Marivaux. Y no está muy lejos de las tragedias matemáticas de Racine: las mejores comedias son las que avanzan como una rueda incendiada y pueden acabar en tragedia en cualquier momento. Dicho de otro modo: Alceste, como Harpagón, es un personaje trágico atrapado en una comedia. Como Timón de Atenas, desea perder y busca el goce del martirologio. Anhela ser rechazado para sentirse único. Peor: quiere, contradicción fundamental, que esa sociedad que tanto detesta reconozca su singularidad. Perder el juicio, en sentido literal y metafórico, ratificará su desolada visión del mundo. Otro elemento clave es la mirada caleidoscópica sobre el protagonista: que Alceste sea tan simpático como patético y que tenga un intenso lado oscuro; que haya en él algo conmovedor y algo monstruoso, que sus cóleras sean excesivas, que sea su peor enemigo. Que advirtamos en él lo que hay de enfermedad, de malestar obsesivo: su condición de absolutista de la verdad. La segunda gran contradicción de Alceste (y motor sentimental de la pieza) se llama Célimène: ese hombre que condena la hipocresía y el fingimiento social se enamora perdidamente de su más luminosa encarnación. Aunque, si bien se mira, quizás no sean realmente tan distintos: Arsinoé demuestra una gran intuición cuando dice que están hechos el uno para el otro. ¿Acaso no disecciona Célimène a todo bicho viviente? ¿Y esas sorprendentes cartas finales en las que, para liberarse de sus adoradores, hace público lo que piensa de ellos? Otra cosa es que Célimène no quiera, y hace muy santamente, que Alceste la "regenere", ni le apetezca lo más mínimo abandonar París para compartir una cueva de anacoreta. Lo cierto es que las tres mujeres de esta historia son notables. Célimène es tan shakesperiana como Beatriz y Rosalinda juntas. Eliante es honesta y sincera. Vale que Arsinoé es maliciosa e intrigante, vale también que la edad madura le ha pillado un poco con el paso cambiado, y que por descuidarse deja que se le vea demasiado el trole, pero escucha muy bien, y cuando recupera el control sus respuestas tienen más sensatez que perfidia. Todos los personajes tienen sus razones, desde el raissoneur Philinte (por supuesto) hasta los presuntos "malos" (Oronte y los dos marquesitos).

Jordi Boixaderas es un Alceste impecable: una dinamo doliente que anuncia sus accesos de furia con estudiados temblores verbales

El nuevo espectáculo de Lavaudant (que firma puesta y luces) cuenta con tres bazas capitales: uno de los mejores repartos de los últimos tiempos; la diamantina versión de Belbel, y una dirección que combina rigor ajedrecístico y humor majareta. La escenografía y el vestuario de Jean-Pierre Vergier parecen buscar una atemporalidad extrema. Una larga mampara negra revela, en su anverso, un vestidor teatral. Los otros espacios se sugieren y combinan irónicamente: la chaise-longue blanca a guisa de salón; la coctelería, iluminada por falsas candilejas, donde suenan Bardot y Gainsbourg; las lámparas de araña alternando con flashes discotequeros. Hay una cierta lentitud de los cambios escenográficos, que aboca a diversas monaditas (danzas y coros de los criados, floreos de un petimetre) tan encantadoras como repetitivas. Quitando algún exceso indumentario (todos visten como si hubieran saqueado el baúl de los disfraces) y algún leve desliz farsesco, se advierte muy bien la realidad y las pasiones de cada quien. Jordi Boixaderas, ataviado con la abotonadísima casaca verde de Lermontov, es un Alceste impecable, imparable: una dinamo doliente que anuncia sus accesos de furia, por indignación o por celos, con estudiados temblores verbales. Va directo al abismo y ni doscientas doñas Elviras podrían impedir su perdición. Y algo de doña Elvira tiene, en sus maneras, en su mirada limpísima, en su pureza de espíritu, la Eliante de Anna Ycobalzeta. Marta Marco, con cabellera afro y dorada tenue de soirée a lo Grace Jones, es un perfecto cóctel de sensualidad, inteligencia y peligro secreto: no le hace ninguna falta el forzado pijerío de algunas cadencias. Rosa Novell (Arsinoé) viste de marquesona ochocentista y hace pensar en un cruce entre la ferocidad de Anette Benning y el cuquerío elegante de Conchita Montes: hay que verla cuando responde, muda, a la andanada de Célimène con pasmados alzamientos de ceja, cabeza levemente ladeada, manos que intentan aletear, en un soberbio control gestual. El Philinte de Jordi Bosch es la quintaesencia del amigo del alma, cachopán y generoso pero sin pelos en la lengua: muy afinado trabajo, aunque quizás haya algo de autoparodia en el acelerado monólogo que sigue al juicio, un poco como la embestida de Flotats en Arte. El Oronte de Lluís Soler evoca un Tartufo jouvetiano, dejando brotar un aura temible sin haber forzado un ápice la adulación untuosa a la que el cliché acostumbra. Ni su soneto es ridículo (y es una sabia muestra de dirección que lo recite con normalidad) ni su despecho injustificado. Están algo más cargadas las tintas en el gozoso perfil de clown (lisérgica mixtura de José Oneto y Gertrude Stein) que Jordi Martínez imprime a Clitandro, en contraposición (¡ah, esas miradas de niño grande!) a la sobriedad de baronet dibujado por Woodehouse del Acaste de Carles Martínez. El misántropo es un regalo para la inteligencia.

El misantrop, de Molière. Traducción de Sergi Belbel. Dirección de Georges Lavaudant. Teatre Nacional de Catalunya (TNC). Barcelona. Hasta el 19 de junio. www.tnc.cat.

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